Si nuestro corazón nos condena
La palabra que otro me dirige puede tener propiedades curativas para el espíritu. Cierto, la palabra puede irritar, pero también tranquilizar. Puede hacer pensar y puede consolar. “De una misma boca proceden la bendición y la maldición” (Stg 3,10). El lenguaje puede cambiar la realidad.
Hay palabras que nunca se olvidan, quizás por el estado de ánimo en el que fueron escuchadas. Hace unos días, una persona tuvo la confianza de contarme como hace 45 años alguien le dijo una palabra que le ayudó y que nunca ha olvidado: “si nuestro corazón nos condena, Dios es más grande que nuestro corazón”. Enseguida me di cuenta de que se trata de un texto de la primera carta de Juan. Escuchar esta experiencia me hizo pensar. Cuando todos nos condenan, siempre hay alguien que nunca condena: el Hijo, enviado por Dios, no para condenar, sino para salvar (cf. Jn 3,17). Incluso cuando somos nosotros mismos los que nos condenamos, poner nuestra mirada en Jesús y recordar el texto de la primera carta de Juan puede resultar consolador y devolvernos la esperanza: “en caso de que nos condene nuestra conciencia, Dios es mayor que nuestra conciencia y conoce todo”.
Conoce todo, nos conoce mejor de lo que nos conocemos nosotros mismos. Por eso nos comprende mejor de lo que nos comprendemos nosotros mismos. Y porque nos conoce a fondo, no nos condena, busca por todos los medios el modo de salvarnos. Ya lo dice el Vaticano II en una frase memorable: Dios, “por los medios que sólo él conoce”, puede conducir a los seres humanos a la salvación. Nosotros conocemos muy poquita cosa de las demás personas. Por eso condenamos fácilmente. Al hacerlo no imitamos a Dios. Cuando condenamos nos creemos muy justos, justos con la pobre justicia de los hombres, muy alejada, en demasiadas ocasiones, de la justicia salvífica de Dios.