La increencia nos obliga a purificar nuestra imagen de Dios
Y esto en un doble sentido. Por una parte la increencia obliga al creyente a criticar toda representación utilitaria de Dios. Dios es siempre gratuito. No tiene ninguna función utilitaria, no es el garante de ningún orden social o político. No es la proyección de nuestros complejos ni la compensación de nuestras frustraciones. Tampoco es un Dios que resuelve nuestros problemas, ante el que todo está claro y prefijado, o que tiene respuestas para todo. El cristiano, en el terreno mundano, no tiene ventajas sobre los otros seres humanos. Debe buscar soluciones a los problemas como cualquier otro. Soluciones que el cristiano busca desde su fe y que, en ocasiones, coincidirán con las que puedan darse desde otros puntos de referencia. El Dios cristiano no es necesario, es gratuito y más que necesario. El Dios de Jesús desborda toda proyección y toda previsión. No es tal como lo hubiéramos podido soñar. Es imprevisible.
En otro sentido la increencia nos insta a purificar nuestra imagen de Dios: obligándonos a aprender, para posteriormente enseñar a la gente de nuestra época, los “otros nombres de Dios”, tales como libertad, justicia, gracia, antidestino; nombres de Dios que se oponen a los dioses de este mundo: poder, riqueza, prestigio, sexo, fuerza, eficacia… Este mundo incrédulo tiene muchos dioses que le seducen. Al oponernos a ellos indicamos, al menos, dónde no está el verdadero Dios (cf. Gal 4,8).
Posiblemente hoy la cuestión no sea tanto: Dios sí, Dios no, cuanto: ¿qué Dios?. ¿ante qué Dios nos movemos, qué Dios nos seduce? Es interesante notar que la Escritura rechaza con más fuerza la idolatría que el ateísmo, quizá porque ahí está el verdadero problema. No es posible servir a dos señores. ¿A qué Dios servimos, de qué Dios hablamos los cristianos? ¿Qué dioses rechazamos, cuáles son los que no nos satisfacen? Y sobre todo, ¿qué entiende la gente cuando decimos Dios? Los no cristianos, ¿entienden al menos cuáles no son nuestros dioses?