La historia de un sufrimiento difícil de decir e imposible de curar Edith Bruck: el pan perdido y la memoria intacta
"Estamos así ante una autobiografía breve que es la historia de un sufrimiento difícil de decir e imposible de curar, a juicio de la propia autora"
"Reconoce que narra para pagar la deuda, contraída con quienes le advirtieron antes de morir en el lager, que difícilmente iban a creerle a la vuelta de aquel infierno, como ha sucedido en más casos"
"En su memoria, a lo inhumano de los campos se suma el dolor de la incomprensión encontrada en los suyos al regreso al país de origen. Y se añade la ofensa de quienes decenios después han llegado a negar el horror del Holocausto"
"En sus recuerdos, hambre, agotamiento, suciedad y brutalidad en el trato recibido forman una secuencia atroz, que prosigue con la visión de la casa destruida"
"No es extraño que este breve texto haya impresionado al papa Francisco, como era de esperar en un lector tan sensible. Y que se lo haya hecho saber expresamente a la autora en el encuentro reciente"
"En su memoria, a lo inhumano de los campos se suma el dolor de la incomprensión encontrada en los suyos al regreso al país de origen. Y se añade la ofensa de quienes decenios después han llegado a negar el horror del Holocausto"
"En sus recuerdos, hambre, agotamiento, suciedad y brutalidad en el trato recibido forman una secuencia atroz, que prosigue con la visión de la casa destruida"
"No es extraño que este breve texto haya impresionado al papa Francisco, como era de esperar en un lector tan sensible. Y que se lo haya hecho saber expresamente a la autora en el encuentro reciente"
"No es extraño que este breve texto haya impresionado al papa Francisco, como era de esperar en un lector tan sensible. Y que se lo haya hecho saber expresamente a la autora en el encuentro reciente"
| Felisa Elizondo, teóloga
Al celebrar el Día de la Memoria cada aniversario de la liberación de Auschwitz, países como Italia quieren restañar de algún modo la herida incurable que guardan en la suya los pocos sobrevivientes que pueden hablar en nombre propio del horror de los campos de la muerte. Este último año atravesaba el umbral de la residencia del papa una anciana escritora judía, Edith Bruck, que devolvía la visita que anteriormente él le había hecho entrando en el portón de su domicilio romano.
Con motivo de estos encuentros su nombre, conocido en aquel país por sus libros y entrevistas, ha saltado a más medios que se han hecho eco también del prestigioso Premio Strega, concedido a Il pane perduto (El pan perdido), su último libro. Un libro sobre lo padecido en la Shoah a partir de que “un golpe le privó de la infancia”, en frase de Lelo Risi, su compañero durante más de sesenta años.
Estamos así ante una autobiografía breve que es la historia de un sufrimiento difícil de decir e imposible de curar, a juicio de la propia autora, al que nos deja asomarnos en las apenas 126 páginas, escritas con voluntad de decir limpiamente lo que vio y oyó, y en las que se trasluce a veces una sensibilidad poética. Un relato que comienza, como reza el título, con el lamento por el pan no horneado que obligaron a abandonar unos gendarmes húngaros al servicio del nazismo.
En nombre de los silenciados
Edith Bruck es húngara de origen pero escribe en italiano porque en ese país y en esa lengua encontró “el lugar” que le había sido primero arrebatado con violencia y luego negado. Es, sobre todo, una sobreviviente ya que, como ella misma asegura, hay mucho de indeleble en la marca de Auschwitz, “de donde no se sale”. Por eso, después de vencer la decepción de no ser apenas escuchada en la inmediata postguerra, se ha sentido urgida a narrar una y otra vez su entera verdad en nombre de los que no pudieron hacerlo. Reconoce que narra para pagar la deuda, contraída con quienes le advirtieron antes de morir en el lager, que difícilmente iban a creerle a la vuelta de aquel infierno, como ha sucedido en más casos. Además, en más de una ocasión, vuelve a evocar con emoción contenida el temperamento y rasgos de sus padres, también víctimas de aquella tragedia, pues no hacerlo –dice– supondría “olvidarse de sí misma”.
Si se han seguido, como oyentes o lectores, las intervenciones de esta mujer de entereza admirable ya nonagenaria, no se puede dejar de pensar en otro testigo de excepción: Primo Levi, el judío turinés, autor de Si esto es un hombre, del que fue amiga y a quien quiso apoyar en su desesperanza hasta el final. Como él, ha escrito y hablado para narrar lo inenarrable y aliviar en algo la “culpa” de haber sobrevivido.
Asegura que con ello obedece a un deber ineludible que comparte con otros deportados: prestar voz al silencio de los miles de hombres y mujeres a los que vio morir en los campos. Ha querido hacerlo con un sentido de la justicia que, en su caso, hermana con una profunda “piedad”, palabra noble y recurrente en una víctima que desconoce el odio. Así, desde tiempo atrás, ha vuelto sobre lo vivido, aunque hacerlo aflorar le siga costando una fatiga que se acentúa con los años. El suyo ha sido un doloroso “narrar por necesidad”, lo que añade peso a un decir preciso y poético a la vez. Escribe y recorre escuelas y foros para que en las siguientes generaciones no falten “testimonios de los testimonios”, es decir, para que la memoria de lo que aconteció pueda durar a través de quienes aún pueden oír a los que han sobrevivido.
En su memoria, a lo inhumano de los campos se suma el dolor de la incomprensión encontrada en los suyos al regreso al país de origen. Y se añade la ofensa de quienes decenios después han llegado a negar el horror del Holocausto.
Desde un pueblo olvidado de Hungría
Edith Steinschreiber –su apellido original– nació en 1931 en Tiszaberce, una pequeña población del este de Hungría, cerca de Ucrania. Era la menor de seis hermanos en una familia de judíos pobres. El libro – aún no traducido –se inicia como comienzan los cuentos: “Hace mucho tiempo, había una niña que, al sol de la primavera, con unas trenzas rubias que se balanceaban, corría descalza sobre el polvo tibio...”. Y en el retrato de la infancia se reflejan la viveza y la rebeldía de Ditke –nombre familiar– y el ambiente, casi medieval, de una pequeña población donde los judíos llevaban una existencia precaria, si bien no muy distinta de otros grupos religiosos.
Pero si en los años escolares no faltaron episodios de un antisemitismo ancestral, la tragedia estalla con la llegada de gendarmes húngaros de obediencia nazi, el desalojo brutal y apresurado, y el traslado a una sinagoga donde se apretaban otras tantas familias judías. Lo que aquella irrupción violenta comportó se expresa mejor que nada con el lamento de la madre por el pan que quedó sin hornear, toda una metáfora de la vida rota.
Edith ha rememorado en varios momentos, y lo hace también en páginas escritas con plena lucidez y con la serenidad de sus ya muchos años, la tortura de viajes y marchas obligadas hacia destinos desconocidos. Y deja percibir cómo, a los horrores de los varios campos de muerte por los que tuvo que pasar, se sumó el dolor, impensable e impensado, de no ser acogida cuando al fin pudo regresar a su antiguo lugar. En sus relatos, y en este último, engarza penalidades y decepciones hasta la llegada en 1954 a Italia, el país soleado y hospitalario “que le ha dado mucho más que el pan de cada día”, donde encontró a Nelo Risi, el poeta y director de cine con el que ha compartido la vida hasta su fallecimiento en 2015.
La suya es una personalísima manera de hablar sobre el horror padecido, pero también sobre las briznas de ternura y algunos raros gestos –lucecillas de esperanza las llama ella– en los que apareció un asomo de bondad. En el relato queda patente lo que los humanos, “débiles” –varias veces calificados comprensivamente así– han sido capaces de hacer. Pero reconoce también que, gracias a que no todo fue brutalidad, pudo seguir con vida en medio de la mayor negrura. Insiste en que ni la revancha ni el odio han empañado la sincera y admirable piedad que siente y muestra por cada ser humano. Una comprensión, la suya, que no contradice su convencimiento de que conocer la verdad del pasado ayudará a no recaer en la inhumanidad, siempre al acecho en la historia.
Un éxodo sobre raíles
Deportada en 1944, poco antes del final de la Guerra a Auschwitz y separada al llegar de su padre y hermano menor, en la grisura del campo dejó muy pronto de ver a su madre. Con sólo catorce años y una hermana algo mayor, en meses sucesivos, por caminos sembrados de cadáveres, pasó por Dachau, Khristianstadt y Belgen Belsen, de donde ambas fueron liberadas por los aliados en 1945.
En sus recuerdos, hambre, agotamiento, suciedad y brutalidad en el trato recibido forman una secuencia atroz, que prosigue con la visión de la casa destruida, y el sentimiento de ser una carga para los familiares reencontrados, la vergüenza de pesar sobre la pobreza, agravada por la guerra de quienes hubieran tenido que abrazarla. Aquella desolación probada tras el regreso a una Hungría devastada, le llevó a probar suerte en Eslovaquia y a embarcar hacia el naciente estado de Israel donde un hombre le dio su apellido para evitarle el servicio militar obligatorio.
Sufrió una nueva decepción en la “Tierra Prometida”, la tierra de los sueños de su madre cuya religiosidad llamó siempre la atención de Edith, que en su adolescencia consideraba solo fábulas las historias bíblicas que narraba, y a la que llegó a reprochar sus continuas plegarias. Una madre a la que la pobreza obligaba a ser parca en gestos de ternura y de la que fue separada a la entrada del campo. Una madre en cuyo recuerdo Edith ha escrito páginas inolvidables. De hecho, su Lettera a la madre y el poema dedicado a la tristeza de un padre agobiado por la penuria muestran un amor mucho más hondo que la agudeza de una adolescente soñadora y rebelde.
Sola, y de nuevo en Europa, realiza trabajos muy variados para subsistir hasta que en 1954, después de formar parte de una compañía de ballet, llega a Italia, donde conoce a poetas y escritores y entabla amistad con Primo Levi, que le invita a escribir sus recuerdos del genocidio y al que sostuvo en los momentos de depresión que le llevaron a un final triste. Finalmente, en Roma, encuentra también al que será su inseparable compañero y comienza a escribir dando cauce a un deseo sentido desde la niñez como una necesidad punzante.
Ya en 1959 sale a la luz Chi ti ama così (Quien así te ama, traducido al español solo en 2015), que es su primer testimonio escrito del espanto nazi, al que seguirán otros retazos de la historia vivida y unos cuantos poemas.
Piedad, gratitud y una carta abierta
En muchas páginas y en el decir pausado de esta anciana que baja la mirada al narrar con justeza y serenidad un dolor prolongado se advierte la piedad con que, a pesar de todo, sigue tratando lo humano y a los humanos. Con la lucidez y la serenidad de los años sigue narrando lo que hombres y mujeres, débiles –varias veces calificados comprensivamente así– han sido capaces de hacer porque el olvido podría derivar otra vez en inhumanidad y atrocidades. Reconoce como innato su conmoverse a la vista de ancianos y desvalidos, y más de una vez ha confesado con tono agradecido no haber caído en la tentación de delatar ni de buscar la revancha sobre algunos kapos o soldados que conoció en aquellos campos.
En bastantes ocasiones, la autora se ha dejado preguntar por el que considera un tema delicado, íntimo, y ha recordado que para ella cuenta el antiguo precepto hebreo de no decir “Dios” en vano. En una entrevista reciente le preguntaban si el de Dios era un horizonte totalmente cerrado. Su respuesta ha sido que sus orígenes y su infancia no dejaban de contar y proseguía: “Hay un Dios totalmente mío al que llamo buscando respuestas que no he tenido. Es también ese un modo de volver a la fuente de mis pensamientos no expresados y de los deseos nunca cumplidos”. Se trata –añadía– de un interrogante que le ha conducido a no odiar: “el odio llama al odio”.
El pasado año, antes de cerrar su último libro, Edith ha dejado una Lettera Dio, en cinco páginas escritas en el lenguaje directo de la invocación. Son páginas que no se pueden leer sin emoción, en las que deja constancia de una búsqueda que no ha concluido. Consciente de lo avanzado de sus años, vuelve a la pregunta que afloraba ya en su infancia. Se dirige al que es “el mayor misterio” y “Grande Silencio: “nella Bibbia Haschem, nella preghiera Adonai, nel quotidiano Dio”. Y a ese Dios que apenas se atreve a nombrar agradece no haber cedido al odio y pide tan solo que le sea conservada la memoria, que es “su pan cotidiano”.
No es extraño que este breve texto haya impresionado al papa Francisco, como era de esperar en un lector tan sensible. Y que se lo haya hecho saber expresamente a la autora en el encuentro reciente.