98 años de la diócesis de San Cristóbal Mon. Mario Moronta: ¡Ánimo y adelante en el nombre del Señor!
"Con motivo de los 98 años de la diócesis de San Cristóbal, un repaso de una Iglesia que ha venido caminando 'en espíritu y verdad', sus desafíos y tareas"
"Nos vamos a dar cuenta de que es una historia de salvación vivida en comunión con la Iglesia Universal y en estas tierras tachirenses"
"¡Ánimo y adelante en el nombre del Señor! Lo podemos hacer en comunión, con la fuerza del Espíritu y la maternal intercesión de María Consoladora"
"¡Ánimo y adelante en el nombre del Señor! Lo podemos hacer en comunión, con la fuerza del Espíritu y la maternal intercesión de María Consoladora"
Una de las imágenes más frecuentes en la Sagrada Escritura es la del camino. La Historia de la salvación se puede, incluso, contemplar, desde este símbolo. El inicio del nuevo pueblo, con Abraham supuso ponerse en camino. Dios le pidió que dejara su tierra y se encaminara hacia la tierra donde Él se señalaba para allí comenzar a fundar el pueblo de Dios. Luego, cuando habiendo pasada la extrema condición de esclavitud, el pueblo fue liberado por Moisés, comenzó un camino hacia la tierra prometida. Ese camino, bajo el signo de la alianza y señalado por la nube donde habitaba Dios y el arca de la alianza lo condujo hacia la tierra donde manaba leche y miel.
En la medida que se iba consolidando como Pueblo de Dios, los profetas le advirtieron que no debía perder nunca su condición de pueblo peregrino. Es decir, se le advertía que no debía “instalarse” sino tener siempre la actitud del caminante. Incluso en los salmos se habla de los caminos del Señor, que son diversos de los del hombre; y cómo el pastor preocupado por sus ovejas las conduce aún por cañadas oscuras y barrancos peligrosos hasta llegar a las tierras de fértiles pastos. Con esto se señalaba cómo el pueblo estaba invitado al banquete final. Y, escuchando a los profetas, se puede comprobar cómo a ese camino se unirían las otras naciones: la meta era el monte Sión, como símbolo de la meta final de la historia.
En la plenitud de los tiempos, por el misterio de la encarnación, Dios se hizo hombre y comenzó a caminar en medio de los suyos. El evangelista Lucas presenta su texto desde el símbolo del camino de Jesús hacia Jerusalén para la realización de su Pascua liberadora. En ese caminar, además de hacer el bien, se fue manifestando como el Maestro que enseña la Palabra de vida eterna y mostrando el camino a seguir para siempre. La condición del seguimiento de Jesús está en seguirlo a Él, es decir caminar en pos de Él, tomando la propia Cruz. El Camino del Señor llega a El Calvario donde además de cumplir la voluntad del Padre Dios, hizo realidad la nueva Creación.
Con su resurrección no se perdió la simbología del camino. Se colocó al lado de dos discípulos, quienes desanimados desandaban la senda desde Jerusalén. Al reconocerlo en la fracción del pan, con sus corazones ardientes del amor, retomaron el sendero hacia donde debían estar: Jerusalén. Poco antes de subir al cielo, Jesús les da un mandato evangelizador a los discípulos y apóstoles: salir en búsqueda de nuevos discípulos. Esto supone andar, es decir, caminar para ir hasta los confines de la tierra con la predicación del Evangelio de la vida. Eso fue lo que hicieron los apóstoles y los primeros seguidores de Jesús, a quienes se les identificó como quienes están en el “Camino”. Pablo, el Apóstol de los gentiles, fue elegido en un camino que trastocó su vida y se convirtió en el misionero y peregrino del mundo de la gentilidad. Pablo mismo entendió el significado del símbolo y planteó la vida del bautizado como un “camino en la novedad de vida”.
La historia de la Iglesia puede ser vista y leída o interpretada desde la contemplación de este símbolo. Para ello, con toda la fuerza que eso genera, se actúa en nombre del Señor, quien se presentó como Verdad y vida y, también, como el “Camino”. Seguirlo a Él es andar por la senda segura que conduce a la plenitud de la nueva Jerusalén. La misma Iglesia así lo ha entendido. Por eso, muchas veces cuando hablamos de la andadura de la Iglesia o de su misión evangelizadora, la identificamos como “la Iglesia que peregrina” en determinado sitio. Con ello, además de expresar el seguimiento que hace de Jesús, está subrayando su dinamismo. La Iglesia no es para quedarse instalada, sino para ir al encuentro con los demás y hablarles del Reino de salvación. Entonces, como pueblo de Dios activo, ella se enrumba hacia la plenitud del encuentro con Dios y coopera en la obra de salvación, caminando con la humanidad, en medio de ella, poniendo su mirada en el horizonte del Reino.
Lo peor que le puede suceder a la Iglesia es renunciar a su condición de caminante. Es decir, instalarse y empoderarse en la tristeza de la mediocridad del temor a lo novedoso o reducirse a lo que considerable como intocable y resistirse a los cambios. El Papa Francisco nos lo ha advertido con harta frecuencia. Como le pasó al pueblo de Israel, a la Iglesia de todas las épocas se le presenta la tentación del inmovilismo, de la seguridad de pensar y considerarse ya salvada plenamente y por eso, no arriesgarse a seguir siendo peregrina. Muchas son las excusas que escuchamos, aún hoy en día: “¿Para qué cambiar? Siempre lo hemos hecho así… no se puede… tengamos paciencia, porque ya hemos avanzado… mejor era como lo hacíamos antes”. Total son miles las excusas para encerrar a la Iglesia y a los creyentes, así como a la humanidad destinataria del mensaje evangelizador en una mediocridad que termina conduciendo a la tibieza. Ya sabemos lo que el libro del Apocalipsis indica acerca de lo que hará el Señor con los tibios.
Hoy, nosotros estamos celebrando los 98 años de una Iglesia que ha venido caminando “en espíritu y verdad”. Si repasamos la historia de la Iglesia con sentido no tanto historiográfico, sino con lo que de verdad es, reconocimiento del dinamismo, de las tendencias, presencia viva del Espíritu de Dios… nos vamos a dar cuenta de que es una historia de salvación vivida en comunión con la Iglesia Universal y en estas tierras tachirenses. Nuestra Diócesis de San Cristóbal es una Iglesia local en comunión con la catolicidad de la Iglesia Una, santa y apostólica. Es el pueblo de Dios, en comunión con el Papa y los demás Obispos y sus comunidades eclesiales, que ha transitado y abierto senderos de salvación en estas tierras hermosas del Táchira.
Sus Obispos, cada uno con su propio estilo, han conducido como el pastor bueno la grey que les ha sido encomendada. Los barrancos y las cañadas oscuras han sido frecuentes; y es posible que los sigamos consiguiendo. Pero también ha habido momentos de serenidad y de descanso en fértiles pastos. Más aún, se ha podido cosechar lo sembrado en esos pastos… son frutos de santidad, de compromiso vocacional, de presencia activa en medio de la sociedad. Y, aún con las deficiencias y dificultades que se han debido vencer, podemos decir que en ese caminar de 98 años, la nuestra no ha dejado de ser una Iglesia con sabor a pueblo. Para ella, hemos tenido dos grandes compañeros de camino: María del Táchira, Nuestra Señora de la Consolación y el Santo Cristo de La Grita, con su rostro sereno y sus brazos amorosos que nos sostienen en todo momento.
Podemos y debemos decir que somos herederos de grandes realizaciones que permiten seguir entusiasmados hacia el futuro. Se trata de dones y frutos del Espíritu que muestran la faz carismática de este pueblo de Dios que peregrina en el Táchira: la profunda fe de nuestro pueblo, la presencia permanente de un presbiterio con conciencia de servicio a los demás, las numerosas vocaciones a la vida sacerdotal, religiosa y laical, la decisión de un laicado que ha ido creciendo en su conciencia apostólica… Esos carismas son como los talentos puestos a producir para así no sólo lograr nuevos frutos sino establecer las bases para continuar edificando el reino de Dios desde estas tierras y cultura tachirenses.
Como es propio de quienes creen en Dios y lo manifiestan a través de la esperanza con la caridad pastoral, avizoramos el futuro y no sentimos ni miedo ni pereza para ir adelante. Hoy, en medio de las grandes dificultades provocadas por la situación de aguda crisis que golpea a toda nuestra nación, a lo cual se suma los condicionamientos y efectos de la pandemia del covid19, estamos ante un panorama que nos desafía y que requiere de una respuesta desde la conciencia de la misión evangelizadora que todos debemos desarrollar. Entonces, sin dejar a un lado las tareas propias, los logros conseguidos que hay que seguir profundizando, tenemos ante nosotros unos desafíos que requieren una respuesta clara y decidida.
Un primer desafío se centra en la defensa de la dignidad de todos nosotros y, particularmente, de los más vulnerables. Con la certeza de ser una Iglesia pobre para los pobres, nos toca asumir el amor preferencial por los más débiles y pequeños. Los tenemos junto a nosotros: están en los barrios y aldeas, en todas partes; con hambre y sed de alimentos materiales y de justicia. Son tantos inmigrantes que están huyendo de un país que no les ofrece lo necesario y a quienes no podemos ver ni como enemigos, ni como bioterroristas ni como gente mala. Son hermanos nuestros a quienes hemos de ofrecer acogida, respeto y acompañamiento.
Por otro lado, nos topamos con otro reto inmenso: la transformación de la sociedad, su renovación moral y la recuperación integral no son ajenas a la misión evangelizadora. Esto nos lleva a crear las condiciones para contribuir seriamente en la captación, promoción, formación y envío de nuevos líderes, tanto sociales como políticos. No es una tarea que debemos poner sólo en manos de otros. Desde nuestros colegios católicos, desde nuestra Universidad y con la decidida participación del laicado, es un reto claro al que hemos de dar una respuesta de cara al futuro. Esto nos llevará a tener valentía y fortaleza como lo sugiere el Papa Francisco en FRATELLI TUTTI y así enfrentar al enemigo que se disfraza con el egoísmo, el individualismo y la corrupción.
En nuestro caminar hacia adelante y con visión de futuro, nos toca, con pleno sentido de conversión pastoral, intensificar la acción evangelizadora. El Papa nos da la clave: UNA IGLESIA EN SALIDA. No podemos darnos el lujo de caer en la tentación del inmovilismo o del conformismo pensando que ya hemos hecho bastante. Una Iglesia si lo es de verdad se arriesga a ir a las periferias existenciales y fomentar la cultura del encuentro y del diálogo, así podremos crear las condiciones para que la fuerza transformadora del Evangelio se haga sentir por medio del testimonio de los sacerdotes, laicos y miembros de la vida consagrada. Se trata de reafirmar y darle más entusiasmo a la tarea evangelizadora que nos corresponde por misión.
Aunque ya hemos venido haciendo camino en ello, otro desafío irrenunciable es el de asumir la sinodalidad como estilo más propio aún. Tenemos ya la experiencia de nuestro II Sínodo y hemos tratado de hacer un “camino juntos”. Pero de cara al futuro, siguiendo la invitación del Papa Francisco, nos animamos a tomar conciencia de que ese estilo nos llevará mucho más allá de donde nos podemos imaginar. Esto nos permitirá no solo superar toda tendencia clericalista, también presente en muchos laicos, sino abrirnos cada día más a una Iglesia sacramento de comunión. De cara al horizonte que tenemos, podemos ya soñar con el III Sínodo diocesano a realizarse con ocasión de los 100 años de la Diócesis.
Hay tareas muy concretas que pueden tener una connotación coyuntural o que son permanentes. Las seguiremos realizando con sentido de responsabilidad eclesial: la formación de los primeros diáconos permanentes, la formación permanente de laicos y sacerdotes, la revisión de vida de nuestra vida eclesial, la promoción de las comunidades eclesiales de base, la evangelización de la cultura, la promoción de acciones pastorales en diversos campos… La vida cotidiana con sus acciones propias se insertan en el camino de una Iglesia aún joven pero que pone su mirada en el horizonte del Reino, con la certeza de no mirar hacia atrás como lo hizo la mujer de Lot. Su curiosidad no era sólo por ver lo que le pasaba a las ciudades destrozadas por el fuego, sino por la nostalgia de lo que dejaba atrás. No podemos permitir que nos inmovilice la nostalgia de lo pasado, apelando a la incorrecta expresión de que “todo tiempo pasado fue mejor”.
Vivir la historia es compartir valientemente, con fe y esperanza el hoy de Dios. Dios nos brinda señales claras que hemos de leer siempre con los ojos enriquecidos por los dones del Espíritu, en especial el del consejo o discernimiento. Y, hoy, amén de otras señales, tenemos un signo muy concreto de que Dios ha estado, está y seguirán estando presente en nuestra historia. Fijemos la atención en un hecho que nos anima y da seguridad. ¡Cómo en medio de las dificultades que conocemos y que ponen serios obstáculos a nuestra misión, ¡Dios, a través del Santo Padre, nos ha confiado la misión de acompañar y colaborar pastoralmente con el Vicariato Apostólico del Caroní!
Ciertamente que éste es un desafío. Pero veámoslo más bien como un don y una señal de Dios. Sabiendo que hay que superar las dificultades de la distancia, de la crisis actual, de otros tantos problemas, precisamente en este momento el Señor se ha fijado en nosotros…. no lo veamos como un premio a la constancia histórica de esta Iglesia que peregrina desde hace 98 años como Iglesia Local… veámoslo más bien como una manifestación de la gracia. Dios nos ha dado mucho y ha llegado la hora de compartir lo recibido con humildad para el servicio y ayudar a que el Evangelio siga cundiendo en esa bella y hermana tierra. Al asumir esta misión demostramos nuestra apertura a la gracia de Dios y a la solicitud amorosa por todas las Iglesias.
Con alegría asumimos esta misión en la perspectiva de la peregrinación y con la gratitud de sabernos amados por Él. Nos arriesgamos a poner a producir este talento, con la certeza de saber que Dios está siempre con nosotros. Les invito a considerar este encargo pastoral de atender la Iglesia hermana del Caroní como ya lo he indicado cual señal de la gracia de Dios y como una forma de seguir fructificando la misión evangelizadora recibida hace 98 años.
En la mesa de la Palabra y de la eucaristía colocamos nuestra ofrenda de estos 98 años. Junto con el pan y el vino que presentamos a la Trinidad Santa. Y, al convertirse en alimento eucarístico pidamos a Dios que nuestra historia de ayer hoy y mañana sea de salvación y liberación para todos. Al encontrarnos hoy con la Palabra de Dios y con el Cordero que quita el pecado del mundo, volvemos a experimentar la invitación que nos alienta: ¡ANIMO Y ADELANTE EN EL NOMBRE DEL SEÑOR! Lo podemos hacer en comunión, con la fuerza del Espíritu y la maternal intercesión de María Consoladora.
+MARIO MORONTA R., OBISPO DE SAN CRISTOBAL.
12 DE OCTUBRE DEL AÑO 2020.
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