Nuestro Padre no rehúsa jamás un corazón quebrantado y humillado. Es lo que rezamos en el salmo 50, este salmo que oró por primera vez David ante la falta que el profeta Natán pone ante sus ojos. El Señor le reprocha y él reconoce con gran humildad su grave falta. Dios no le aplica el castigo anunciado. Y es que Dios tiene unas entrañas de misericordia que jamás se pueden echar atrás ante la miseria humana. Lo vemos con frecuencia en las parábolas que Jesús expone a sus oyentes: el patrón que perdona la deuda descomunal de su administrador, el padre pródigo que recibe con los brazos abiertos al hijo perdido que ha desbaratado la parte de herencia que le correspondía, la oveja perdida.
Perdonar no es olvidar. Las cicatrices quedan por largo tiempo ahí.
Perdonar es reconstruir primero a uno mismo sin dejarnos aplastar por el mal que nos han hecho, como Jesús en la cruz: Padre perdónalos porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34), comenta el Padre dominico Nissim. Cuando nos perdonamos nos levantamos mutuamente sin permitir que el peso de la culpa nos aplaste.
Texto: Hna. María Nuria Gaza.