"Adiós, planeta, adiós", clama el teólogo jesuita ante la crisis medioambiental González Faus: "Ojalá no debamos terminar pidiendo perdón a nuestros hijos y nietos por el desastre que les dejamos en herencia"
La reunión de Madrid debería servir para algo más que para "sentirnos el centro del mundo" (como dijo su alcalde)
"Estamos ante una de esas medicinas carísimas que no hay seguridad social que las pague. ¿Cómo financiarla? Simplemente: despojando de toda su fortuna robada a los pocos multimillonarios y bastantes millonarios del planeta tierra"
Las manifestaciones de protesta son importantes pero insuficientes. Como la fiebre, son una alarma pero no un medicamento. Si aplicamos esto al drama ecológico, deberemos reconocer que, en este caso, la medicina es muy difícil de administrar. Hoy no resulta pesimista afirmar que, humanamente hablando, el planeta ya no tiene solución. Aunque en teoría, podría tenerla.
Pero esa recuperación (que ya no sabemos si podrá ser plena) necesita medidas urgentes y muy costosas. Y sería hipócrita pretender curar un cáncer con paracetamoles.
1.- ¿Austeridad? En situaciones de crisis se recurre a una palabra mágica: austeridad. Pero experiencias recientes nos recuerdan cómo, en la pasada crisis, la austeridad fue solo para los más pobres, mientras se buscaba la prosperidad de los más ricos. Habría que hablar más bien, de una austeridad “proporcionada”.
Y aquí comienzan los problemas. Porque, vistas las diferencias que hay en nuestro planeta, eso significa: unas medidas durísimas, para todos los multimillonarios y superricos. Unas medidas bastante serias para los simplemente millonarios. Una austeridad normal, con algunas diferencias, para las llamadas clases medias. Y una austeridad mínima para los más pobres: austeridad casi más de deseos que de realidades. Veamos algunos ejemplos de esa austeridad:
Urge acabar rápidamente con la energía procedente del carbón y, poco a poco, con la nuclear. Hay que promocionar todas las energías renovables, que no son baratas. Pero es muy comprensible que los países que viven del carbón se nieguen a abandonar ese medio de vida, si no se les compensa justamente.
Hay que acabar también con todo el esfuerzo y dinero dedicados a fabricación de armas y a la carrera armamentista. Y con la injusticia de que unos se crean con derecho a poseer armas nucleares, mientras niegan ese derecho a los demás, con la excusa egoísta y simplista de que ellos son “los buenos” de la película de la vida, y los demás son “los malos” (como argumenta por ejemplo EEUU respecto a Turquía o Israel respecto a Irán).
Es necesario reducir al mínimo indispensable el uso de los plásticos, tan cómodos, tan sencillos, tan prácticos…
Quedan más ejemplos en esa misma dirección (pensemos en el transporte o la gestión del agua…). Pero los citados son suficiente para provocar el comentario: “eso es totalmente utópico”. Y la respuesta lógica: precisamente por ello, es imposible salvar al planeta.
Este duro diagnóstico se confirma por lo que avisó St. Hawking poco antes de morir y por lo que se dice que están intentando los listillos de turno: mirar de arreglar Marte para trasladarse a vivir allí. Para eso sí que habría dinero: para “terrificar” Marte después de haber “martirizado” la tierra.
2.-¡Propiedad! Queda una segunda parte: estamos ante una de esas medicinas carísimas que no hay seguridad social que las pague. ¿Cómo financiarla? Simplemente: despojando de toda su fortuna robada a los pocos multimillonarios y bastantes millonarios del planeta tierra. Recuperando la verdadera ética de la propiedad, que sostiene que el derecho de propiedad privada se extiende solo a aquellos bienes que uno necesita para llevar una vida sobria y digna. Todo lo que pase de ahí es simplemente robo. Cada persona puede tener derecho a una (o hasta dos) viviendas. Pero a cinco mansiones de lujo (en París, New York, Tokio…), a eso nadie tiene derecho.
Es ya viejo el proverbio de Juan Crisóstomo: “todo rico es ladrón o hijo de ladrón”. Y hoy ha ganado vigencia en vez de perderla. Debería existir un límite máximo legal de propiedad (supongamos, a modo de ejemplo: medio millón o un millón de dólares). Y luego despojar de todo cuanto pase de ahí (y que ya no es suyo) a esos figurones con decenas de miles de millones, enaltecidos en las listas de Forbes. Así surgirían centenares de miles de millones, que ayudarían a financiar ese programa tan duro. ¡Eso sí que sería verdadera austeridad!
En todo caso, la misma tierra nos está confirmando el diagnóstico de Ignacio Ellacuría: "La humanidad solo tiene solución en una civilización de la sobriedad compartida”. Pero casi la mitad del planeta no está dispuesta a eso.
3.- Autoridad. Y ello reclama una verdadera autoridad mundial, en vez de ese fantasma de buena voluntad llamado ONU. Una autoridad indispensable para que la llamada globalización no sea una camuflada ocupación; y que, además, tenga reservado todo el uso de la fuerza que campa a sus respetos por el planeta. Una autoridad democrática, pero responsable.
Curiosamente recuperaríamos así todo lo perdido de los valores de nuestra Modernidad. En contra de lo que creemos, no somos hijos de Kant o Hegel, sino más bien de Hume, Locke y esos autores que configuran el llamado “individualismo posesivo” (C. B. MacPherson).
La Ilustración declaró con razón la llegada del ser humano a la “mayoría de edad”. Pero la mayoría de edad nunca significó mecánicamente una etapa de mayor calidad humana, sino una etapa de mayor responsabilidad, precisamente porque se dispone de más libertad. Y nuestro género humano parece haber alcanzado su adultez conservando una clara minoría de edad en cuanto a categoría humana.
Si fuésemos aún “menores de edad”, los obispos podrían, por ejemplo, “proponer rogativas” para pedir al cielo que nos arregle el desastre cometido. Pero quienes no creen en Dios, y quienes creen adultamente en Dios, saben que Dios no interviene en este mundo como si fuera una causa interior a él. Simplemente lo creó y lo puso en nuestra manos para que lo cuidáramos y lo fuéramos haciendo habitable allí donde era inhabitable.
Se discutirá hasta el fin de los tiempos si existen o no los milagros. Pero lo claro es que, si existen, nosotros no tenemos ningún derecho a exigirlos. Cuando el hijo pequeño tira un plato al suelo y lo rompe, los papás recogen los pedazos y limpian el piso. Pero cuando hace eso un hijo adulto, es él quien debe arreglarlo. En todo caso: si Dios existe, no está para resolver Él nuestros problemas sino para darnos la luz y la fuerza necesarias para resolverlos nosotros. Y esa luz y esa fuerza pasan por las medidas antes evocadas.
Ojalá pues no debamos terminar pidiendo perdón a nuestros hijos y nietos por el desastre que les dejamos en herencia. Porque también es ley histórica que, cuando hacemos todo lo posible, muchas veces aparece una solución inesperada.