¿Después de Dios?
Desde los orígenes lo divino parece haber sido percibido como un Poder Supremo al que debemos el ser y que actúa por encima de nosotros. En los grandes poemas homéricos, las acciones humanas (una batalla, una empresa o viaje) no tienen el resultado planeado por el hombre, sino el decidido por algún poder divino superior. Lo que sucede es que en el panteón homérico los dioses se pelean entre ellos y ayudan o hacen fracasar a los humanos sea para complacer a algún devoto (que le habrá hecho antes un buen regalo), o para fastidiar a otra divinidad que protegía a aquel devoto.
En el Antiguo Testamento bíblico pervive algo de ese modo primitivo de ver: no es el hombre el que triunfa o fracasa en su obrar, sino Dios el que produce ese resultado: “el hombre propone y Dios dispone”, dirá luego el refrán (bastante burdo en mi opinión). Pero el A. T. añade a ese modo de ver un matiz absolutamente nuevo: Dios da la victoria o la derrota, el éxito o el fracaso, no por simpatías o regalos recibidos, sino como recompensa o castigo por conductas éticas.
La gran aportación de Israel a la historia humana es esa vinculación profunda entre sentimiento ético y vivencia religiosa. Por eso, su gran batalla no es la lucha contra el ateísmo, sino contra la idolatría. Los ídolos se diferencian del Dios verdadero no en que sean dioses menores sino en que son, por así decir, “dioses sin ética”: no están para exigir bondad sino para darme la razón frente a los demás. Lenguajes como el de Trump o el Bush junior confirman esta observación por poco que se los analice.
Esa aportación del pueblo judío culmina en cómo revela a Dios Jesús de Nazaret. Aun siendo reconocido y confesado como la Manifestación plena de Dios, Jesús no enseña nada sobre Dios. Se limita a decir que podemos llamarle Abbá (Padre) y que eso nos exige un cambio de mentalidad que reclama la plena confianza en Él y la libertad-igualdad-fraternidad entre nosotros, como expresión y verificación de esa dignidad de hijos. A eso llamaba Jesús “reinado de Dios”.
Por eso (y en contraposición a otras teologías que ciñen la experiencia de Dios a la propia intimidad o a la naturaleza), la mística judeocristiana vivencia a Dios en la historia: allí donde parece más difícil encontrarle. Tan difícil que el mismo cristianismo relegó ese reinado de Dios al más allá de la historia, provocando así reacciones que prometían el reino de Dios para este mundo, aunque fuera con otros nombres (paraíso socialista, mayo 68 etc.), y que hoy, ante su fracaso, prefieren mirar resignadamente al propio ombligo o al Oriente.
En este contexto se comprende que el exilio de Dios antes evocado haya producido una sensación inconsciente de orfandad que el mismo Nietzsche describió como nadie (y quizá sólo él se atrevió a hacerlo): “¿dónde va ahora la tierra? ¿Caemos sin cesar? ¿Vamos hacia adelante, hacia atrás, hacia algún lado, erramos en todas direcciones? ¿Hay todavía un arriba y un abajo? ¿Nos persigue el vacío? ¿Tendremos que convertirnos en dioses?”… Este tipo de preguntas sólo podía nacer en la tradición judeocristiana: en una cosmovisión donde la historia es un ámbito de creatividad y de progreso. No allí donde la historia es pura apariencia o eterno retorno, y el ser humano una simple parte de esa naturaleza.
Así, el exilio de Dios fue dando lugar primero a una “época del anhelo”, luego a una época del sinsentido y hoy a lo que cabría llamar época de “los placebos de Dios” que funcionan como un recurso terapéutico para sentirnos mejor: apelan a Dios “por el consuelo que nos produce, pero no esperan ser desafiados con Dios”, en fórmula feliz de un teólogo norteamericano. Quizá pues el peligro de nuestra hora actual no es que la gente no crea en Dios, sino que vaya creyendo en ídolos y convierta la laicidad en superstición.
Y es que la idea de Dios molesta siempre: porque lo primero que sugiere es una experiencia de alteridad (dicho teológicamente: “a través del otro llegamos al Otro” en un resumen mínimo de lo cristiano). Pero la alteridad nos molesta y a veces mucho: por algo decía el Zaratrusta de Nietzsche: “todos somos iguales ¡ante Dios! Pero ahora ese Dios ha muerto”. Quizá por eso añadió Nietzsche que, muerto Dios, o nos convertimos en superhombres o seremos “los últimos hombres”. Iría bien no olvidar eso cuando le citamos: porque no parece que estemos consiguiendo la primera alternativa…
Por eso si los cristianos se dedicaran a denunciar y ridiculizar (como la Biblia) esos falsos dioses “obra de manos humanas” (el Dinero y la Nación entre los primeros), quizás harían un buen servicio a la laicidad. Porque desde un Dios auténtico se relativizan todos nuestros absolutos como se relativiza la diferencia entre el nivel del mar y el Everest, si la miramos desde un extremo del universo. Pero, para no olvidar la historia, eso hay que hacerlo siendo también aquello que Gloria Fuertes, con expresión genial, calificó como: “poetas de guardia”.
Quizá pues la muerte que anunció Nietzsche no sea la de Dios sino la de la llamada “civilización judeocristiana”. Eso puede traer más bien que mal: porque, por otro lado, Dios va reapareciendo hoy renovado, en algunas trayectorias personales difíciles y desconocidas, aunque dignas de ser mejor conocidas.
De momento, puede que la tarea del creyente de hoy no sea tanto anunciar a Dios, sino proclamar lo que K. Barth llamó el significado “del hecho absolutamente transformador de que Dios existe”. Otro día seguiremos por ahí.