Hacia un igualdad universal y plena Feminidad y feminismo
¿Y si en lugar de feminizar la pobreza feminizáramos la civilización?
En 1894, cuando tras la muerte de K. Marx la lucha obrera iba tomando cuerpo y convirtiéndose en promesa, F. Engels escribió algo preocupado estas líneas:
“En todos los países acuden hacia el partido obrero todos los elementos que no tienen nada que esperar del mudo oficial, o están quemados en él, por ejemplo: los adversarios de la vacuna, los vegetarianos, los viviseccionistas, los partidarios de la medicina natural…, autores de nuevas teorías sobre el origen del mundo, inventores fracasados o infelices, las víctimas de reales o imaginarios atropellos, los imbéciles honestos y los deshonestos impostores”
Engels añade que eso mismo le ocurrió al cristianismo primitivo que aparecía como promesa liberadora, y que le supuso un lastre inmenso de credulidad y deformación. Pero eso sucede siempre en la historia, cuando surge algo con carácter de promesa: allí acuden, como moscas a la miel, todos los frustrados que más que ayudar a aquella noble causa, buscan aprovecharse de ella en beneficio de sus propias manías.
Si evoco hoy esas viejas palabras es porque creo que la liberación de la mujer es una de las grandes causas de nuestra hora histórica y, por eso, está sujeta a esos mismos peligros. Quizá también porque soy ya como uno de esos padres viejos que no hacen más que decir: “ten cuidado hijo mío, no corras etc.”. Pero sentiría que la promesa feminista degenerase en un “feminismo burgués”. Llamo burgués al feminismo que solo busca la igualdad entre varón y mujer, y se desentiende de la desigualdad entre las mismas mujeres, que también es clamorosa.
Una gran tarea.
Pablo de Tarso escribió en el siglo I: “en Cristo Jesús no hay varón y mujer, ni judío y griego ni señor y esclavo”. Esas palabras tienen una fuerza subversiva que hoy no podemos imaginar: manteniendo la identidad diversa de los seres humanos no puede haber ninguna desigualdad entre ellos ni por razones de sexo, ni de patria o religión, ni de posición social. Los primeros ataques contra el cristianismo lo tachaban de corruptor de mujeres, porque contrariaban no solo las costumbres del imperio sino las enseñanzas de maestros como Platón o Aristóteles sobre la superioridad natural del varón sobre la mujer. Quienes se quejan hoy, por ejemplo, de pocas mujeres en los consejos de administración ¿se han preguntado alguna vez cuántas mujeres aparecen como interlocutoras en los Diálogos de Platón?
Para no denigrar fácilmente a nuestros antepasados hay que añadir que ese modo de ver era comprensible en la sociedad de entonces. Por razones como estas. a) En sus orígenes la humanidad necesitaba la fuerza física para sobrevivir: para defenderse de las fieras y para cazar. Y la mayor fuera física la tiene el varón. Y b) en la antigüedad no se conocía el óvulo, creían que la vida la transmitía solo el esperma y que la mujer no era cogeneradora sino una simple tierra donde se planta la semilla. Recordemos -por ejemplo en la Biblia- la desesperación que suponía para una mujer el no poder “dar hijos” al marido. (¡Y qué expresivas resultan las dos palabras entrecomilladas!).
Hoy ya no vigen esos dos condicionamientos. Por tanto, el pecado no estará en los antiguos sino en nosotros, si no sabemos darnos cuenta de los cambios que se producen en la historia. Y una causa de esa ceguera puede estar en la economía: porque el capitalismo es intrínsecamente machista. Así que, aunque sea bueno desvincular la causa femenina de la política, para que los políticos no se aprovechen de ella en beneficio de sus partidos (que son bien poco democráticos con sus aforamientos y sus listas cerradas), conviene no desvincularla de la economía. Algo de eso pone de relieve el apartado siguiente.
El cuidado.
Como la historia marcha lentamente y el progreso es siempre un ascenso lento, conviene establecer un orden de prioridades en las metas de esa igualdad a conquistar. Y un objetivo primario debe ser la igualdad de sueldos entre ellos y ellas. Servirá para poco hablar con Ibarretxe de “los vascos y las vascas” mientras estas cobren un 30% o un 25% menos que aquellos. Incluso puede ser un engaño del sistema que tranquiliza así las conciencias, mientras sigue sin arreglar lo verdaderamente serio. Es como aquello que denunciaba Jesús de Nazaret: “pagar el diezmo de la menta y el comino mientras dejamos de lado la justicia”.
Para no quedarnos en ese feminismo de “menta y comino”, me parece decisiva la universalización de todo lo que significa el cuidado y el aprendizaje de él por los varones. Hoy la fuerza física es poco necesaria: tenemos armas que la suplen con creces, mientras que nuestra sociedad está absolutamente necesitada de esa auténtica perla humana que es la capacidad y la voluntad de practicar el cuidado: la acción humana más desinteresada, más dirigida, casi con totalidad, al bien del otro sin reparar en beneficio alguno propio. Resulta por eso bochornoso que, en nuestra sociedad, el cuidado no sea considerado auténtico trabajo. El cuidado es la mejor vacuna (quizá la única) contra el patriarcalismo.
Ser mujer es una maravilla. Pero no hay que pensar que esa maravilla es una riqueza estática que ya se posee. Es más bien una meta dinámica, como ya dijo Simone de Beauvoir, precursora en este campo. Por eso no me gusta el grito de “queremos ser libres pero no valientes” y me gustó más la pancarta brasileña “Sem medo”: porque la libertad humana solo se conquista con mucha valentía.
¿Empoderamiento?
Hablar de esa universalización del cuidado me parece mucho más importante que el término empoderamiento, importado de los EEUU y ya solo por eso sospechoso. Donde hay poder no hay plenitud humana ni paz completa, y no hay igualdad sino enfrentamiento. Sería mejor hablar de “desapoderamiento” del varón: pues allá donde el poder desaparece (dentro de lo humanamente posible) es donde se abre espacio a la igualdad y, con ella, a la perfección humana. Temo que el lenguaje de empoderamiento incurra en aquello que explicó Paulo Freire (en su Pedagogía del oprimido): el oprimido siempre lleva introyectada en su inconsciente la imagen del opresor como su ideal de liberación, porque es el único que ha podido conocer.
¿Feminidad o feminismo?
Recomiendo a los lectores visionar una breve película de 27 minutos titulada Love (no confundir con otra película porno de Gaspar Noé, con ese mismo título). Puede verse gratis en internet y trata del tráfico de chicas en África. Quizá se escape alguna lagrimita al verla. Pero resulta un buen desafío para preguntarse si lo que reivindico es la dignidad de toda mujer, o mi interés particular como mujer (a eso llamé antes “feminismo burgués”). Pues por ahí, podría rebajarse la causa de la mujer a un feminismo individualista, como se pervirtió antaño el liberalismo en un egoísmo que deformaba la libertad, y el comunismo en un autoritarismo que deformaba la común-unión.
¡Todo es tan frágil en nuestras vidas! Parece que, en nuestro lenguaje, la terminación “ismo” que antaño designaba simplemente un colectivo o una ideología (sufismo, panteísmo, cristianismo…), se ha rebajado hoy y se usa para caracterizar alguna deformación (machismo, sensacionalismo, egoísmo…). Y me pregunto si ese cambio de significado pudo originarse a partir del término capitalismo, que figura ya, al menos para las izquierdas, como una “corrupción del capital”.
La difícil relación
Pero la realidad más hiriente y escandalosa, por la que todos los varones deberíamos pedir perdón es el drama de la violencia sexista. No la llamo violencia de género porque el asesino no pretende matar a cualquier mujer por el hecho de ser mujer, sino precisamente a su compañera sexual. Tampoco la llamo violencia doméstica, porque acaece también fuera del cuadro familiar. Aquí sí creo que actos meramente simbólicos como las grandes manifestaciones que algo pueden ayudar (al menos a concienciar) en las otras reivindicaciones, no sirven para nada en esta salvajada increíble. El difícil camino de arreglo no va por las manifestaciones sino por la educación para una sexualidad ecológica. Y me pregunto si no nos hemos portado con la sexualidad como con la madre tierra.
Hay que empezar reconociendo la enorme dependencia que cada sexo tiene del otro. Por esa enorme dependencia la mujer puede llegar a hacer locuras (como la que se fue a New York sin casi dinero a buscar a su hombre y sin saber siquiera donde vivía). Y el hombre puede llegar a hacer salvajadas también locas (porque no solo mata, sino que muchas veces se suicida luego, o llama él mismo a la policía).
Y para acabar de complicarlo, esa gran dependencia se da en campos muy distintos: en la mujer más en lo afectivo, en el varón más en lo sexual (lo que muestra la mejor calidad de la primera). Ese es el precio de que la sexualidad humana sea algo más que una mera función reproductiva. Y es un gran error atribuir a varón y mujer una sexualidad exactamente igual.
Dos veces me han contado mujeres con poco tiempo de matrimonio, que al comienzo sus relaciones fueron un poco complicadas. Y una me lo definió así: “yo solo quería hablar y él solo quería sexo; por supuesto no lo decíamos así: yo hablaba de compartir y él de hacer el amor”. Las palabras eran bonitas pero lo que había bajo ellas no lo era tanto: era más bien una necesidad instintiva de cada psicología.
O sea que tampoco en la sexualidad se da aquella “armonía prestablecida” que el optimismo de Leibniz creía ver en toda la creación. Por lo general, es necesario un aprendizaje lento, para llegar a conseguir esa armonía plena. Y la preparación para eso no se le da a casi nadie hoy. El resultado es la desarmonía que puede llevar a cualquier desastre grande o pequeño.
Pero este tema es inacabable. Valgan esas sugerencias para terminar ya, pasando antes a una duda sobre algo concreto.
Una pregunta
El mismo día de la gran manifestación me explicaba una mujer, de talante más bien feminista y procedente del mundo sanitario, que estaba totalmente en contra de la decisión de “Podemos” de igualar las bajas de paternidad y maternidad. La primera razón que me daba es que eso puede privar al hijo de la leche materna que, desde su punto de vista médico, es el alimento mejor para la criatura. La segunda es que eso favorecerá la barbarie de algunos machos que se han dedicado a fotografiar desnudos a sus hijos para luego vender las fotos a esa increíble cantidad de coleccionistas que, de vez en cuando, aparecen en los noticiarios en cifras increíbles (y de los que luego nos olvidamos). ¿Es así?
Personalmente, me cuesta creer eso, pero prefiero darle voz para que se discuta. Mi duda personal estaría más bien en que ese permiso igualitario parece apoyarse en una concepción del trabajo como liberación: como si el quedarse en casa fuese una carga mayor que el ir a trabajar. Puede que eso valga para algunos casos minoritarios de trabajo burgués, pero no vale para el trabajo de la inmensa mayoría de las mujeres que es un “trabajo alienado” (retomando la expresión de Marx) y no ese acto de autorrealización que nos quiere vender el capitalismo. Otra vez parece insinuarse aquí aquello antes dicho de Paul Freire: el oprimido (en este cado la oprimida) tiene introyectado al opresor como ideal de liberación. Quizá tendría que haber funcionado aquí aquel dicho: “nosotras parimos, nosotras decidimos”, para no dar al macho unas vacaciones inmerecidas. Que tiempo para aprender a cuidar no le faltará.
¿Y si en lugar de feminizar la pobreza feminizáramos la civilización?
Antaño cantaba la zarzuela que “si las mujeres mandase en vez de mandar los hombres, serían balsas de aceite los pueblos y las naciones”. Golda Meir y la señora Thatcher se encargaron de desmentir esos versos, al menos parcialmente. Pero sigo convencido de que nuestro mundo injusto y nuestra tierra enferma solo tienen solución (parodiando una frase de Ignacio Ellacuría) en una “civilización de la sobriedad compartida”. Y a esa civilización no se llegará sin una mayor presencia de lo femenino en la vida pública y en la mentalidad machista.
Desde aquí mi homenaje más rendido a Irena Sheldon, a Malala con su pocos años, a Greta Thunberg (¡con solo 15!), o a concepción Arenal, que supo perder unas elecciones a corto plazo para ganar una batalla a largo plazo, como sugiere una preciosa enseñanza de Tao te King (68): “Un buen soldado nunca es agresivo, un buen guerrero nunca es irascible. La mejor manera de conquistar un enemigo es ganarle sin enfrentase a él”.
Como supo hace también el gran Nelson Mandela ya olvidado. Que no era mujer. Pero tampoco era blanco….