De Kant a Ferrán Adriá
Esto podría carecer de importancia si resulta que esas subjetividades previas son las mismas para todos los humanos porque, al menos, nuestra relativa objetividad valdría para relacionarnos entre nosotros. Y así lo creía Kant. Pero luego ha resultado que no es sólo la razón “pura” la que tiene sus impurezas sino que, además, tenemos una razón “situada” y, como dijo Engels, no se piensa lo mismo desde una choza que desde un palacio, ni aunque el sujeto sea el mismo. Después descubrió Freud que nuestra razón puede estar “cegada” por algún tipo de pulsión inconsciente reprimida y, a lo mejor, si me deslumbra esta señora no es porque ella sea deslumbrante sino por algún tipo de trauma de mi niñez…
Sabemos también que lo mismo pasa con nuestros sentidos que son la puerta de nuestra razón: “el verde que ves no es – verde porque verde sea – es verde porque lo ves” podríamos decir parodiando a Machado. Y otra vez cabría objetar que si esa percepción es la misma para todos los humanos, pues importa poco; pero resulta que además hay ojos miopes, tuertos, astigmáticos o daltónicos…
Recuerdo cuánto me costó aceptar cuando estudiaba filosofía, aquello que dice Heidegger: que si en algún lugar está sonando la más maravillosa sinfonía de Beethoven u ópera de Mozart, pero en aquel lugar no hay absolutamente nadie, entonces allí no suena absolutamente nada: no es que no se lo oiga, sino que no suena. Allí habrá una ondas con una determinada longitud pero de música “ni gens ni mica”.
Así, bajando de la razón a los sentidos perceptores nos vamos acercando a los sentidos más resonadores: donde ya entra el gusto. Y resulta que, también aquí, el placer sólo está en las cosas de manera fragmentaria o germinal. La plena sensación de placer depende en buena parte de mí y de factores ajenos al estímulo exterior.
Nunca estuve en el Bulli y quizá me pase como a la zorra de la fábula con las uvas; pero tengo para mí que el placer que produce un buen pan “de pagés” ligeramente tostado, untadito con ajo, tomate y aceite (y si quiere póngale encima una rodaja de jamón) puede competir, objetivamente hablando, con la capacidad placentera del mejor producto de El Bulli.
Si hay diferencias a favor de éste serán como las de las carreras de Fórmula Uno: milésimas de segundo que no sé cómo pueden medirlas; o, en nuestro caso, milésimas de orgón (la unidad de placer que quiso inventar el chiflado de W. Reich y que nunca he conseguido imaginar cómo podía medirlo).
Pero resulta que a esa diferencia tan mínima le corresponde una abrumadora diferencia en precios: cuarenta o cincuenta veces más. La diferencia de placer que justifica esa diferencia de precio ya no está en el plato que se degusta sino en el hecho de haber ido al Bulli, tener que reservar sitio con un año de antelación, en el gustazo de poderlo contar a los amigos, en el primor, colores y figuras con que los manjares se colocan en el plato… Otra vez factores que trabajan mi subjetividad al margen del producto.
Como pasa con la excelencia de la pasta para los italianos o de las “mongetas” para los catalanes o el curry para los indios: buena parte de ella no está en esos alimentos sino en la habituación de nuestras papilas gustativas, en que la función (no crea, pero sí) configura al órgano. Ya conté otra vez el asombro con que una señora me dijo que ¡a los cincuenta años! había descubierto que el sexo no está entre las piernas sino… en el cerebro. “Bueno, mujer, mitad y mitad” le contesté sonriendo.
¿Qué se sigue tras tantas disquisiciones? Pues que, en épocas de crisis crónica, porque los mercados son aún más subjetivos y resulta que la solvencia de un deudor no está tanto en él cuanto en que algún agente exterior diga una frase negativa o sibilina sobre él, pues nos compensaría mucho si aprendemos no sólo a cocinar lo exterior sino sobre todo a aderezar nuestro interior.
El nivel de privación sería mucho menor de lo que imaginamos y, a cambio, se simplificaría tanto la vida, ahorraríamos tanto y conquistaríamos tanta libertad, que bien vale la pena aplicarnos.
Sin querer termina uno en la frase del evangelio: “dichosos los limpios de corazón porque ellos… ¡verán!”. Y la sospecha de que, por esa turbiedad de nuestro ver, no conseguimos entendernos los humanos y vemos las cosas tan distintas. “Sólo por el amor verdadero se entra en la verdad” había dicho san Agustín. Aunque el amor no vea. Pero, si es verdadero, capacita para ver.