La tarea de nombrar obispos es ministerio del pueblo Antonio Aradillas: "A nuestros obispos les falta 'franciscanismo' vivo, operante y activo"
Es preciso reconocer que a los obispos españoles les queda por recorrer todavía largos caminos de la renovación que supuso el Concilio Vaticano II, pese a los decididos empeños que en tal tarea-ministerio invierte el papa Francisco
Superadas algún día las etapas “coronavíricas” que padece la humanidad y con-padece la Iglesia, por Iglesia, en sus propias carnes, precisa de otros cánones y procedimientos para nombrar –y en su caso, aún para “fulminar” – a los obispos
En los ya tan anhelados tiempos post-coronavíricos, la Iglesia ni será ni ejercerá de idéntica manera a como lo hizo y lo hace en la actualidad. La Iglesia seguirá siendo Iglesia, y precisamente por eso, su conversión-reconversión la hará ser bastante distinta a como en términos generales es y se nos presenta. Tal aseveración se concentra en el episcopado y en quienes lo integran, y de modo eminente, por su cercanía y características especiales, en el que responde, cobija y guarnece la sigla de CEE, o “Conferencia Episcopal Española”.
Estos –los obispos-, ante el pueblo de Dios y en sus extrarradios, son quienes de verdad y casi con exclusividad, representan a la Iglesia. Los demás, es decir, los sacerdotes, laicos y sobre todo, las laicas, o no son considerados como Iglesia, o fueron y son rechazados positivamente por clericalismos desbocados y hasta de alguna manera indulgenciados. El clericalismo, fastuoso, endiosado y endiosador, que define a gran parte de la jerarquía y a su entorno teológico, pastoral y antifeminista, es una de las más nefastas plagas eclesiásticas, con acentuadas posibilidades de similitud con el “COVID-19”.
La noble y notable excepción de salvadores ejemplos de los “hermanos en el Episcopado”, el comportamiento tanto personal como colectivamente, ha podido y debido ser bastante más religioso, lo mismo directa que indirectamente. Bien y fervorosamente atento el pueblo de Dios a las misas y actos de culto retransmitidos por los medios de comunicación social, como “La Dos”, “La Trece” y algunos “Autonómicas”-, la misma Semana Santa como tal, no les llegó a los fieles como otras tantas “Palabras de Dios”, vividas y sacramentalizadas por sus ritos, ceremonias y gestos litúrgicos. Tales representaciones y prédicas ni resultaron ser “coronavícas”, ni de plena actualidad, y la mayoría de las veces hasta poco evangélicas y evangelizadoras.
No obstante, las retransmisiones en las que el papa Francisco fue su intérprete y oficiante, les llegaron a los televidentes como modélicos signos de adoctrinamiento catequizadores y como versiones firmes y saldadoras de resurrección y de vida, surgidas exactamente de la honradez, seriedad y vivencia pastorales encarnadas en el papa Francisco.
Y es que –les guste o les disguste a algunos-, es preciso reconocer que a los obispos españoles les queda por recorrer todavía largos caminos de la renovación que supuso el Concilio Vaticano II , pese a los decididos empeños que en tal tarea-ministerio invierte el papa Francisco. De “franciscanismos”, poco o nada tienen los componentes actuales de la jerarquía española. Si el “franciscanismo” fuera declarado por la OMS como enfermedad infecciosa, el peligro de contraerla no sería excesivo, ni preocupante dentro del colectivo episcopal.
A nuestros obispos les falta “franciscanismo” vivo, operante y activo. Habrían de participar, admirar, celebrar y concelebrar misas con el papa, para que la imitación y vivencia de las mismas llegara a ser idéntica. Los obispos, cuando actúan por su cuenta, más que “celebrar la Cena del Señor” y “partir el pan” – que es donde y cuando se conocen los discípulos de Jesús-, dan la impresión infeliz de estar interpretando, ejecutando o cumplimentando, una función, o puesta en escena de un espectáculo, con visos volátiles de “religiosidades” vacuas e hipócritas.
Superadas algún día las etapas “coronavíricas” que padece la humanidad y con -padece la Iglesia, por Iglesia, en sus propias carnes, de modo intensamente religioso, litúrgico y canónicos, precisa de otros cánones y procedimientos para nombrar –y en su caso, aún para “fulminar” – a los obispos. Los nombres de unos y otros, ni los inventan, descubren o tachan los miembros de los correspondientes dicasterios romanos, sino la gracia de Dios. Tan ancha y religiosa tarea es ministerio del pueblo –sacerdotes y laicos-, que actúa de manera efectiva por procedimientos democráticos y sin las exclusiones absurdas, y ya superadas, de discriminaciones por motivos –¿razones?-, por ejemplo, de sexo.
Insisto una vez más en la triste y desoladora aportación que a la Iglesia en España le supusieron los Nuncios de SS. en los últimos años anti- Vaticano II de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, con los nombramientos de sus obispos.
¡A ver si por fin, algún “atrevido, audaz y osado” informador “religioso” del Nacional Catolicismo y posteriores etapas, se anima y decide afrontar el libro pendiente, con el título de “Cómo, quién y por qué fueron nombrados los obispos de la actual Conferencia Episcopal Española”.
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