¿Por qué, finalmente, la cita de miles de jóvenes con el Papa en Lisboa ha ganado a la famosa peli? Barbie, la JMJ y una encarnación extrema
Si no hubiese asistido a la JMJ de Lisboa, hubiera creído que Barbie era la gran triunfadora del verano. Hacía tiempo que una película no vendía tantas camisetas, suscitaba tanto debate –hasta filosófico– y se convertía en el tema de tantas fiestas de urbanizaciones y complejos residenciales, playeros y de interior. La de mujeres que han revivido su niñez este verano, y la de hombres que se han tenido que poner laca en el pelo –o peluca, directamente– y una camisa hawaiana para acompañarlas.
Por eso digo que el verano no lo ha ganado Barbie, sino la JMJ. Porque no hay partido político, sindicato, asociación o mundo de muñecas que tenga que gestionar dentro de sí una variedad de encarnaciones de su idea rectora como tiene que hacerlo la Iglesia católica. En Barbieland, el paso de la idea a la carne lo da solo Barbie. En Lisboa, la cuestión tocaba a miles, y salió razonablemente bien
| Carlos Maza Serneguet
(Cristianismo i Justícia).- Si no hubiese asistido a la JMJ de Lisboa, hubiera creído que Barbie era la gran triunfadora del verano. Hacía tiempo que una película no vendía tantas camisetas, suscitaba tanto debate –hasta filosófico– y se convertía en el tema de tantas fiestas de urbanizaciones y complejos residenciales, playeros y de interior. La de mujeres que han revivido su niñez este verano, y la de hombres que se han tenido que poner laca en el pelo –o peluca, directamente– y una camisa hawaiana para acompañarlas.
¿Me gustó Barbie?, me pregunto todavía. No lo sé. Me dio que pensar, eso sí. Y no tanto por llevar al mundo pastel de la erguidísima muñeca de Mattel algunas ideas de los feminismos. Tampoco por la muy cómica –y, sin embargo, casi exitosa– intentona de Ken de hacer de Barbieland un patriarcado. Barbie me interesó sobre todo por lo que se plantea en los corchetes de la película. Es decir, por el drama “personal” que vive la rubia antes y después de sofocar la rebelión de su chico, a quien finalmente ayudará a saber quién es, más allá de “novio de”.
A mi entender, la gran pregunta que dejaba la película era esta: ¿qué le pasa a una muñeca “divina” cuando empieza a tener pensamientos de muerte y celulitis? Y lo que le pasa es, sencillamente, que cada minuto Barbie está más cerca del mundo de los humanos. La presencia de la degradación de la carne y de la muerte en su vida va haciendo siempre más complejos sus afectos y sus pensamientos. Barbie se irá humanizando hasta que tenga que afrontar la disyuntiva final: ¿quiero seguir habitando el mundo de las ideas, donde soy la más bonita y perfecta, o quiero ser de los que las crean? La respuesta caía ya casi por su propio peso: Barbie acabará yendo al ginecólogo, prueba definitiva de su “encarnación”.
La 'encarnación' de Barbie
La encarnación –lo recuerda Barbie– es un proceso de riesgo para las ideas. Por bellas, pulcras y elegantes que sean, encarnarse obliga a aquellas a atravesar de nuevo, en un movimiento de descenso, recuerdos manipulables, tripas agitadas, afectos encontrados, heridas personales y colectivas e incluso el ritmo cambiante de la respiración. Todo hasta llegar a generar algún tipo de movimiento en brazos y piernas que conduzca a alguna parte y con cierto sentido. Por eso digo que el verano no lo ha ganado Barbie, sino la JMJ. Porque no hay partido político, sindicato, asociación o mundo de muñecas que tenga que gestionar dentro de sí una variedad de encarnaciones de su idea rectora como tiene que hacerlo la Iglesia católica. En Barbieland, el paso de la idea a la carne lo da solo Barbie. En Lisboa, la cuestión tocaba a miles, y salió razonablemente bien.
La Iglesia parece vivir un momento a la vez convulso y fascinante, un tiempo que podríamos llamar de encarnación extrema. Lo vimos en la JMJ. Creo que, salvo punks –y quizá porque no los vi– allí había de todo
Después de eso que se ha dado en llamar el fin del régimen de cristiandad, la Iglesia parece vivir un momento a la vez convulso y fascinante, un tiempo que podríamos llamar de encarnación extrema. Lo vimos en la JMJ. Creo que, salvo punks –y quizá porque no los vi– allí había de todo. Esta encarnación extrema es, por un lado, el triunfo de la encarnación misma. Es decir, el espíritu de Jesús abriéndose paso en una infinidad de identidades políticas y sociales, de historias, de cuerpos. Tantos, que el Papa solo puede echar las redes con la frase más sencilla y amplia posible: caben todos, todos, todos. Primero, porque todas esas formas distintas de ser cristiano han sido suscitadas por el Espíritu, en principio. Pero también porque, quien quisiera establecer demasiado estrictamente la frontera, se arriesgaría a hacer desaparecer todo el territorio, con la paradójica consecuencia de quedar él mismo fuera.
Hace 60 o 70 años no vivíamos en la perfección monótona de Barbieland, pero un conjunto de ideas, prácticas y ritmos sobreentendidos daban cierta uniformidad a la vida social y a la misma identidad cristiana. La disolución de ese sistema ha facilitado una encarnación muy variada, sí, pero también ha traído una diversidad más compleja dentro de la Iglesia, que replica la de la sociedad, difícil de gestionar y a veces hasta de vivir. Todo parece motivo de polémica. Y es normal que sea así, porque lo que está en juego es el modo en que el cristianismo se incultura de nuevo en una cultura –la nuestra– que es a la vez su heredera y su emancipada, y que en algún momento incluso pareció despedirse de él para siempre.
¿Es posible un cura DJ? ¿Puede la música electrónica trasmitir algo del Evangelio? ¿Hay un género musical cristiano? ¿Y qué vestidos nos ponemos? ¿Cómo trataremos a los homosexuales que viven su identidad en la Iglesia? Estas y otras muchas preguntas son propias, me parece, no solo del discernimiento sobre la evangelización, sino de una nueva inculturación del cristianismo en nuestras sociedades. Cada una se convierte en foco de batalla cultural dentro de la Iglesia, batalla tan pesada e irritante a veces como inevitable. Cada una nos invita a volver a esa pregunta básica de todo movimiento de inculturación de la fe: ¿qué es lo fundamental y qué es lo contingente en el cristianismo que se incultura? ¿Qué llevarse sí o sí en la mochila, para una nueva encarnación en el complejo mundo de los humanos?
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