"Tu entiendes porque ves, madre" Otra lectura del "Hijo pródigo"

–Eliseo, ¿no fuiste capaz de perdonar a tu propio hijo? Dime, si no perdonamos a los que nos ofenden, ¿perdonará Dios nuestras deudas? Con el juicio con que juzguemos seremos juzgados, y con la medida con que midamos se nos medirá. ¿Dónde está David, Eliseo?
Con paso rápido caminamos callados bajo la lluvia. Jesús me cubría con su manto para que no me mojara. El criado, después de desviarse por un sendero escarpado, nos condujo hasta la cueva a través de un camino embarrado. Con ojos de lobo enjaulado, entre greñas, la barba crecida y prematuramente cana, nos divisó David. Se quedó inmóvil sin saber qué decir. Jesús entró en la gruta, se sacudió el manto del agua y dándole un fuerte abrazo, se lo comía a besos. David lloraba de emoción.
| Pedro Miguel Lamet
Mañana domingo contempla la Iglesia en su liturgia cuaresmal el impresionante pasaje del "Hijo pródigo". Una buena ocasión para ofreceros la lectura que hago de ese episodio evangélico en mi libro muy reeditado "Las palabras calladas", un relato de ficción donde María cuenta su vida.
Es una versión alternativa de ese pasaje evangélico, por si os ayuda, un fragamento del citado libro:
*** *** *** ***
"En una ocasión fuimos invitados a una finca en las afueras de Nazaret. Era un día lluvioso, cuando mis sobrinos, los hijos de Cleofás, Jacob y José, ya estaban casados y también sus primas hermanas. Una de ellas tomaría por esposo a Jacob y otra a Judas Tadeo, que años después llegarían a presidir las primeras comunidades tras la muerte de Jesús. Todos ellos le quisieron mucho, aunque la mayoría de la familia en un primer momento no le entendió, se escandalizó e incluso le rechazó. Había además otra rama, la de Eliseo, los que se fueron de Nazaret e hicieron dinero fácil con el comercio de telas y maderas preciosas. Después regresaron al pueblo, pero acabaron por vivir en las afueras, en una inmensa finca, donde poseían tierras, muchas cabezas de ganado y una hermosa casa en medio del campo.
Fuimos a visitarles a instancias mías.
–A Eliseo y su familia nunca vamos a verlos –le dije a Jesús un día–. De esta tarde no pasa que le hagamos una visita.
Jesús se había resistido varias veces a esta formalidad, que le parecía de compromiso, pero comprendió que ya no teníamos más remedio. Los criados nos recibieron junto a las columnas de mármol de la entrada y nos condujeron por un largo sendero entre olivares. Una lluvia suave daba al paisaje un tono gris de dibujo borroso. De lejos, los campesinos apilaban en un lugar seco retorcidos sarmientos destinados al fuego. Eliseo nos recibió en un salón decorado con pretenciosos cortinajes y nos dedicó una sonrisa de circunstancias, mientras se mesaba su puntiaguda barba blanca y nos tendía su mano ensortijada con ricas piedras. Su mirada azul no era de las que se atreven a quedarse en tus ojos. Ruth, su esposa, estaba a su lado, muy pintada, cargada como un buhonero de joyas egipcias, y vestida con una túnica carmesí de evidente procedencia oriental.
–¡Cuánto tiempo sin veros! ¡Ya era hora de que vinierais a visitarnos! ¿Acaso no corre por nuestras venas la misma sangre?
–Siempre se lo estoy recordando a Jesús, Ruth. Pero ya sabes, vuelve tarde del trabajo y los sábados no es un día muy adecuado.
Nos sentamos en unos cojines sobre alfombra persa, mientras los criados nos servían fruta y vino. La conversación derivó luego a los parientes, de los que fuimos haciendo inventario: bodas, defunciones, hijos, nietos, enfermedades, viajes. Al cabo de un rato salió a colación un tema delicado: su hijo David.
Eliseo y Ruth habían tenido dos hijos: Onán y David, muy distintos física y mentalmente. Onán, muy serio y muy cumplidor se convirtió enseguida en la mano derecha del padre. Atildado, limpio, escrupuloso, perfecto, viajaba con frecuencia a Tiro y Sidón para asuntos de negocios y administraba la finca con tanto rigor y exigencia que los criados y siervos le temían. David en cambio era el polo opuesto: dicharachero y juerguista, no había momento que no tuviera un plan en la cabeza de organizar una fiesta o irse por ahí con los amigos. Pero era simpático, cariñoso con su madre, incluso con los criados, y siempre estaba dispuesto a echar una mano o consolar a un triste.
Un buen día David se presentó ante su padre con el pelo revuelto como siempre y ojos de no haber dormido en toda la noche.
–Padre –le dijo–, dame la parte de la herencia que me corresponde.
Eliseo en un primer momento le preguntó si sabía lo que hacía. Pero, como estaba en su derecho, le entregó la legítima, que, según la ley de Moisés, era la mitad que la de su hermano, a quien, como primogénito le correspondía el doble. Pero era mucho dinero, pues la fortuna de Eliseo era muy grande. Reunió todo y se fue a Babilonia. Como era un cabeza loca, no paró un solo instante de un lado a otro, del banquete al prostíbulo, del baile a los baños, del circo a las carreras. Ricos vestidos, exquisitos manjares, costosos perfumes. A los dos años no le quedó ni una moneda de cobre. Encima aquel país sufrió una fuerte sequía y en plena crisis económica no encontraba trabajo. Los amigos de la abundancia se esfumaron como por encanto y, agotado de llamar de puerta en puerta, no le quedó más remedio que acudir a un hacendado que necesitaba alguien que cuidara de sus cerdos. Aquel niño-bien, que había tenido de todo, soñaba ahora con llevarse a la boca las bellotas que echaban a los cerdos, pero ni siquiera esas le daban.
Sentado en una piedra, la barba crecida, con la ropa hecha jirones y en medio del hedor de su rebaño, David reflexionó. Su vida se había detenido de pronto. El desenfreno le había mantenido narcotizado en una carrera sin previsión, una huida hacia ninguna parte. Ahora, en aquella pobreza y en medio del silencio y la soledad del campo, comenzaba a ver claro.
–He sido un estúpido –se dijo–. ¿Qué hago yo aquí? ¡Con lo bien que estaba en casa! Tenía de todo lo que deseaba y lo que se me pudiera antojar. ¿Quién me mandaba a mí marcharme y encima despilfarrar el dinero como un poseso? En casa, hasta a los jornaleros les sobra el alimento. Y, llorando amargamente, se dijo a sí mismo:
–¿Sabes que te digo? Que yo me vuelvo a casa y le diré a mi padre: He pecado contra Dios y te he ofendido; no merezco ni llamarme hijo tuyo. Solo te pido que me trates como a uno de tus jornaleros.
Así que David se puso en camino. Tras largas jornadas de viaje, exhausto, sucio y desastrado vio desde una loma la hacienda de su padre. Nadie había en el solitario camino que serpeaba hacia su casa. No se veía un alma. Llamó a la puerta. Los criados al principio ni le reconocieron. A duras penas le condujeron a su amo y señor, Eliseo. Entonces David, arrodillado en el suelo y hecho un mar de lágrimas, le dijo:
–Padre, reconozco mi pecado y lo que te he hecho sufrir. Sé que no me merezco llamarme hijo tuyo. Por favor, recíbeme como a uno de tus jornaleros.
Eliseo, rojo de ira, gritó:
–¿Quién es este pordiosero? No le conozco. Arrojadlo inmediatamente de mi presencia, no quiero verlo. Llevadlo lejos de la hacienda y jamás le permitáis la entrada. Una vez tuve un hijo, pero ya está muerto para siempre.
Onán, el hijo mayor, que estaba supervisando los trabajos del campo, se enteró por los criados de lo ocurrido. Corrió a ver a su padre y, muy excitado, le dijo:
–Has hecho muy bien, padre. ¡Ese desgraciado, que se ha comido tu fortuna con prostitutas, no se merecía otra cosa!
Entonces, para celebrarlo, Eliseo mandó matar un ternero cebado en honor de Onán, el hijo fiel e intachable, el que tenía el corazón de piedra.
Esta era la triste historia de mi sobrino David. No era pues de extrañar que, cuando mencionamos su nombre y preguntáramos por él durante la visita, a su padre se le demudara el color.
–¡David está muerto! –respondió.
–Eliseo: Jesús y yo sabemos que David vive. Se le ha visto alguna vez en el pueblo –intervine.
–Comprende, María –terció Ruth– que la situación para nosotros no es fácil.
–¡Pobre David! –exclamé con inmensa ternura.
Una lluvia torrencial entre poderosos truenos aporreaba en aquel momento el tejado y una espesa cortina de agua interrumpía la visión de los viñedos en la ventana. Hubo un denso silencio. Entonces Jesús tomó la palabra y dijo:
–Eliseo, ¿no fuiste capaz de perdonar a tu propio hijo? Dime, si no perdonamos a los que nos ofenden, ¿perdonará Dios nuestras deudas? Con el juicio con que juzguemos seremos juzgados, y con la medida con que midamos se nos medirá. ¿Dónde está David, Eliseo?
Lo dijo con tal fuerza e indignación que Eliseo se puso de pie, se quedó lívido y apretó los puños.
–¿Quién te has creído que eres? –farfulló indignado–. ¿A eso has venido a mi casa?
Jesús ya se había levantado, dado la vuelta y estaba de pie para marcharse.
Ruth, más conciliadora, nos acompañó hasta la puerta:
–Llueve mucho. Esperad un poco que escampe, hijos. ¡Qué apuro! ¿Cómo vais a salir con este diluvio?
Y, en voz baja, añadió:
–David no vive lejos de aquí. Se cobija en una cueva a pocos pasos del camino del río. Un criado os acompañará. De vez en cuando le mando algo de comer, sin que mi marido lo sepa. ¡Pobre hijo mío! ¡Gracias por vuestra visita! ¡Lo siento!
Con paso rápido caminamos callados bajo la lluvia. Jesús me cubría con su manto para que no me mojara. El criado, después de desviarse por un sendero escarpado, nos condujo hasta la cueva a través de un camino embarrado. Con ojos de lobo enjaulado, entre greñas, la barba crecida y prematuramente cana, nos divisó David. Se quedó inmóvil sin saber qué decir. Jesús entró en la gruta, se sacudió el manto del agua y dándole un fuerte abrazo, se lo comía a besos. David lloraba de emoción.

Así se quedaron largo rato.
Aquella imagen de David y Jesús abrazados me acompaña siempre. Sobre todo cuando alguien me hace daño, me menosprecia o me devuelve mal por bien. Al lado de mi hijo aprendí que no hay medicina más eficaz para el corazón que perdonar y que el olvido y la comprensión son los rasgos que nos diferencian de las bestias del campo y los que ensanchan el alma más allá de los límites del universo. Nuestros padres decían «ojo por ojo y diente por diente», la famosa ley del talión; mi hijo enseñó que hemos de perdonar no siete, sino setenta veces siete, que es como decir siempre. Perdonar nos recupera dentro nuestra verdadera efigie, la borrosa imagen de Dios, que se nos desdibuja con el trasiego y el roce de la vida, el modelo con el que fuimos creados.
Luego hicimos fuego y, cuando escampó, nos llevamos a David a casa. Allí se secó y se aseó. Jesús le regaló una túnica nueva y yo cociné para él un cabrito con tomillo. Mientras comíamos, salió el sol y pocas veces he visto a Jesús tan alegre y hablador.
También sacamos un cántaro de vino que había envejecido años en el agujero del corralón, cantamos y bailamos bajo la parra como en otros tiempos, cuando vivía José. Tanto que con el jaleo se acercaron los vecinos extrañados:
–¿Qué pasa? ¿A qué viene tanta fiesta?
Jesús con una gran sonrisa les contestó:
–Nuestro primo, David; que estaba perdido y ha sido hallado; estaba muerto y ha vuelto a la vida.
Durante un tiempo estuvo viviendo en nuestra casa hasta que Jesús le encontró un puesto de trabajo en Séforis. David, a partir de entonces, nos visitaría con frecuencia y a mí me querría como a una madre, nunca me abandonó. Al cabo de los años reapareció entre los mejores discípulos del grupo de Jerusalén.
Cuando más tarde llegó a mis oídos, que en sus correrías como maestro, Jesús contaba un relato de un cierto hijo pródigo, cuyo anciano padre salía cada mañana a esperar su regreso en el camino, yo me sonreía al comprobar hasta qué punto había dado la vuelta a la historia. Para explicar cómo era el corazón del padre del cielo no tenía sino que mirar su propio corazón.
Por eso y gracias a aquellos maravillosos años en que compartimos la casa de Nazaret, yo bebí los primeros sorbos de la buena nueva. A veces, como en esta ocasión, la había visto con mis propios ojos y oído desde sus mismos labios en nuestras sosegadas conversaciones. Otras muchas veces la había recibido en la anchura de un dilatado silencio, sentada a sus pies o mientras hacía girar mi vieja rueca.
Hoy podría escribir muchas más páginas sobre su forma de ver la vida, el poder del amor sobre la ley, la fuerza de una oración constante, el desasimiento y la verdadera alegría de un corazón sencillo. Pero la mayoría de ellas son conocidas por sus propios hechos y palabras. Yo hoy me quedo con la imagen de aquel Jesús, joven hombre, con su negra melena al viento, en la cima del Nebí-Saín, mientras el sol se ponía detrás del Esdrelón. Mi hijo, todo un hombre, me dedicaba su mejor piropo:
–Tú entiendes porque ves, madre, porque siempre fue limpio tu sensible corazón; y por eso eres también luz y estrella de la mañana para el que te mira. Los que sufren persecución por proclamar la verdad son propietarios del reino. Que eso te colme de alegría cuando llegue el momento.
El momento, la hora.
¡Solo Dios sabe cuántas veces he saboreado esas palabras en mis días de soledad y lágrimas bajo la negra quietud estrellada de la noche!"
PMLamet, Las palabras calladas, ed. Paulinas, págs. 214-221