"Hay que imaginar el llegar a creer en el Resucitado como un proceso" Michael Moore: "En la cena de Emaús lo que emerge y se pone en juego es nada más y nada menos que nuestra imagen de Dios"

Resucitado. Caravaggio
Resucitado. Caravaggio

"Puedo sostener que es razonable creer en el Resucitado sin tener que circunscribirme al sentido literal de los textos que expresan las experiencias pascuales como encuentros con Jesús a través de apariciones corporales-materiales"

"Los procesos personales de conversión-convicción, luego compartidos en las comunidades; a través de la interpelación seductora de un Dios discreto y exquisitamente respetuoso"

En estos días, la liturgia nos ofrece a la contemplación diversos textos donde aparecen, contrastantes, la -aparente- evidencia del Resucitado y la -patente- incapacidad de los discípulos para reconocerlo. Miedosos, dubitativos, faltos de paz, ausentes de alegría y mezquindades varias los retratan. Pues bien, aunque nadie me lo haya pedido, permítanme una breve apología de los incrédulos e, indirectamente, de su incredulidad.

Por honestidad intelectual, aclaro que, en realidad, necesito defenderme a mí mismo -y en todo caso, a quien le quepa- porque, cada vez que leo el capítulo 20 de Juan, siento que, al final, el narrador sale del texto y, sutilmente, me espeta en el rostro: “… y felices los que creen sin haber visto” (Jn 20,29). Y, por si no entendí, antes de cerrar el relato de todo su evangelio, me recuerda que todo esto fue narrado “para que yo crea” (cf. Jn 20,31). Entonces, para tratar de comprenderlo y comprenderme, necesito volver a re-pensar acerca de la -supuesta- evidencia de las apariciones de Jesús resucitado y de la -incomprensible- tozudez de los discípulos para aceptar tan clara evidencia. Revelación (de Jesús) y fe (nuestra) que, como dicen los teólogos, son realidades correlativas. Para hacerlo, me limitaré a dos textos bellísimos -saltándome del uno al otro, con el perdón de los exegetas-, que nos presentan unos personajes exquisitamente humanos: me refiero a los discípulos de Emaús (Lc 24,13-35) y a Tomás, quien pasó a la historia con el (in)merecido mote de “el incrédulo” (Jn 20,19-29).

Detalle de 'La cena de Emaús', Rembrandt. Antes de 1630
Detalle de 'La cena de Emaús', Rembrandt. Antes de 1630

Sin duda, el objetivo primero de todas las narraciones de apariciones es proclamar la certeza de que Jesús está vivo, que el crucificado ha resucitado, que su Padre lo ha rescatado de los lazos de la muerte y que esa muerte no se ha reservado la última palabra sobre su destino. Aunque de un modo distinto, sigue presente. Y, en esta afirmación, lo primero es tan importante como lo segundo. Porque por la resurrección, Jesús entra a gozar de la vida plena de Dios que es puro Espíritu; llega a ser uno con el Padre… aunque conserve su identidad (pero este galimatías se lo dejamos a los especialistas en Misterio trinitario); es resucitado, glorificado, elevado y sentado a la derecha del Padre (que no tiene ni derecha ni izquierda ni trono donde sentarse).

Por eso decimos que el Resucitado sigue presente pero no al modo físico en que lo fue el Crucificado y, antes, el profeta itinerante. Pero para destacar la identidad entre aquel y este, los discípulos narran situaciones y actitudes (comidas, llagas, palabras, gestos, etc) que permitan al lector identificar al Cristo que ahora ellos experimentan vivo y vivificador con el Jesús terreno. Otro tema es cómo ese grupo de hombres y mujeres llegaron a la convicción de que, de alguna manera, el maestro seguía vivo no sólo en su causa sino también en su persona, ya que era él mismo, aunque no era el mismo. Identidad y diferencia, continuidad y discontinuidad, entre vida terrena y vida resucitada.

Cristo y la duda de Santo Tomás
Cristo y la duda de Santo Tomás

Sin duda estamos ante el intento de explicación de una situación límite -porque, en definitiva, la resurrección es un acontecimiento meta-histórico, no constatable empíricamente- y de un imaginario sensible para la piedad de muchos. Lo importante para destacar, llegados a este punto, es que, como en todas esas cuestiones últimas, lo que emerge y se pone en juego es, nada más y nada menos, que nuestra imagen de Dios. Así, si yo pienso que la omnipotencia de Dios consiste en que Él puede hacer lo que quiere, cuando quiere y como quiere, no tendré mayor dificultad que aceptar que le permita a su Hijo jugar a las escondidas por Galilea mientras se aparece esporádicamente y durante cuarenta días, para después, sí, alejarse de la tierra en ascensión sin escalas hasta el cielo.

Y tampoco me creará mayores dificultades el asumir sin más que el resucitado es por momentos incorpóreo -por eso puede atravesar paredes cuando las puertas están cerradas-, mientras que en otros recupera su cuerpo mortal -por eso puede comer pescado, ser palpado en sus llagas o ser visto cuando asciende de la tierra al cielo-. Materialización y desmaterialización como actos de magia. Si Dios todo lo puede -al menos, cuando quiere- a Él eso no le causaría problemas. Es que, en verdad, me los causa a mí. Esto es, al Dios en quien yo creo. Por supuesto que se trata de fe: no tengo pruebas apodícticas para demostrar que aquello que yo no acepto es absolutamente imposible, al menos en el plano teórico… y según los presupuestos. Pero también puedo sostener que es razonable creer en el Resucitado sin tener que circunscribirme al sentido literal de los textos que expresan las experiencias pascuales como encuentros con Jesús a través de apariciones corporales-materiales.

Detalle de "La transfiguración", Rafael
Detalle de "La transfiguración", Rafael

La coherencia del conjunto de la revelación del Dios manifestado en Jesús y del Jesús que transparenta a ese Dios, me muestran a un Dios presente a lo largo de su historia, pero de un modo anonadado y discreto, que interpela las libertades desde la seducción y no desde la constringencia de una supuesta omnipotencia. Desde allí, me invitan a ensayar otra hermenéutica que intente echar algo de luz acerca de cómo los discípulos llegaron a la convicción de que Jesús estaba vivo (génesis de la fe pascual).

Porque, repito, el mensaje fundamental de las narraciones pascuales es testimoniar para sus contemporáneos y para nosotros que el crucificado ha sido resucitado; el cómo arribaron a esa certeza es otra cuestión. Y en continuidad con ese Jesús que invitaba a quienes querían conocerlo a que se acercaran e hicieran proceso, dejando el ancho espacio de la libertad para convivir con él y también para abandonarlo, creo que hay que imaginar el llegar a creer en el Resucitado como un proceso, no definido ni en un día ni por un único motivo. Sostengo -con otros muchos teólogos- que confluyeron en ese iter: las relecturas del Antiguo testamento que realizarían los discípulos reunidos luego de un primer esparcimiento post-crucifixión; las charlas y rememoraciones de palabras y gestos del Jesús terreno en torno al binomio vida-muerte y la fe-confianza que todo aquel seguimiento había desatado; la sospecha -aunque puesta a prueba- de que el Abbá anunciado y vivido por Jesús no podía abandonarlo en los brazos de la muerte, y esto, desde el horizonte de una incipiente creencia judía en la resurrección.

Crucificado
Crucificado

Los procesos personales de conversión-convicción, luego compartidos en las comunidades; y otras posibles experiencias íntimas difícilmente traducibles en lenguaje categorial para ellos (y para nosotros). Todo esto, promovido y sostenido por el Espíritu de aquel que ayer los había invitado a seguir sus pasos y hoy los convocaba a proseguir su causa, cimentados en la certeza de que él seguía vivo, que en verdad era el mesías y su proyecto de reino debía seguir adelante. Fe pre-pascual y post-pascual suscitada sin intervenciones milagrosas propias de un Dios intervencionista, sino a través de la interpelación seductora de un Dios discreto y exquisitamente respetuoso.

Y aquí comienza mi mini-alegato en favor de todos nosotros, extemporáneos de Jesús, los incrédulos, los que estamos llamados a creer sin ver. Pero ahora, con la empatía que nos produce saber que tampoco los primeros discípulos lo vieron ni lo tocaron materialmente. Porque con los discípulos de Emaús, yo también recorro el camino de mi fe con dudas, decepciones y temores. Me pesan los ojos y discuto conmigo y con cualquier otro. Y muchas veces me vuelvo, me escapo. Porque Él no cumple mis expectativas; no responde a mis necesidades (… ¿para qué creer?).

Entonces necesito que, una vez más, alguien se acerque -siempre discretamente- y me vuelva a explicar los libros de las escrituras -o el libro de la vida- para que entienda que no existe mesianismo sin cruz, vida sin contradicción, fe sin crisis. Para que me haga replantear mi imagen de Dios (“nosotros esperábamos que…”: Lc 24,21) y me invite a caminar hacia una fe adulta. Para que me anime a deconstruir y luego reconstruir. Para que me vuelva un poco más confiado en el testimonio de los que, porque han tenido experiencia del Resucitado, viven una vida de resucitados.

"Entonces yo -Tomás, Cleofás, Judas y Pedro- me siento nuevamente seducido para seguir caminando y buscando"

Y también necesito que, después de explicarme todo una y mil veces más, “haga ademán de seguir” (Lc 24,28), me deje solo, recree el espacio de mi tiempo y mi libertad para volver a pensar, optar y -eventualmente- decidir seguir caminando. Para volver a los lugares de donde había huido, para volver a habitar mis zonas oscuras con unas pocas nuevas luces.

Aquí termina mi apología. Dejando constancia de que la incredulidad es tan humana como la fe, y que toda nuestra historia se entreteje en un diálogo no exento de tensión entre ambas. Ni constringente la evidencia del Resucitado ni extraña la incredulidad de los discípulos, pues.

De vez en cuando, también a mí me arde el corazón (cf Lc 24,32), pero sólo muy de vez en cuando. A menudo sucede cuando hago memoria cordial y logro sospechar lo divino que hay en una entrega tan gratuita y total como fue la vida de ese Jesús, condensada simbólicamente en la cruz -Tomás tocando las llagas del Crucificado-Resucitado- y la eucaristía -el pan partido que reciben los discípulos de Emaús-. Como ellos, también puedo “tocarlo” hoy, sufriendo en tantas llagas, y recibirlo en la fracción de todo pan. Entonces yo -Tomás, Cleofás, Judas y Pedro- me siento nuevamente seducido para seguir caminando y buscando. Y me digo, un tanto autosatisfecho: “felices los que creen… ¡lo que nadie ha visto!”.

El beso de Judas
El beso de Judas

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