Meditaciones teológicas a la luz (y las sombras) del misterio pascual (I) Michael Moore: "Evitemos escapar rápido hacia el domingo de Resurrección, como si fuese el happy end de una historia que ya conocemos"
"Los invito a imaginar y contemplar -con discreción- a Jesús que, luego de varios días de caminata, fatigado, se detiene -seguramente- en el huerto de los olivos: desde esa altura mira la ciudad santa que se extiende, en suave pendiente, unos trescientos metros más abajo, y llora"
"Brotará una pregunta como un rumor de demonios, que lo aguijoneará durante toda la pasión: '¿habrá valido la pena?'"
| Michael Moore
Quisiera compartir con todos ustedes algunas breves reflexiones durante los días de esta Semana Santa tan especial. Comienzo aclarando los títulos: he escogido el género literario de “meditación teológica”; no serán, pues, exégesis de los textos, ni meras consideraciones piadosas. Tampoco pretendo ofrecer ni guiarme por una hipotética reconstrucción histórica precisa de los hechos, empresa del todo imposible dada la alta teologización de los acontecimientos narrados. Mi propósito es más modesto: intentaré un ejercicio de meditación creyente en voz alta, a partir de algunas de las muchas provocaciones que contienen los relatos de la pasión.
Lo haré desde la convicción de que la fe es un camino; esto es: no hace referencia, al menos en primer lugar, a un catálogo de verdades -más o menos entendibles- a las que debemos adherir -con mayor o menor convicción e intelección-, sino a una actitud global frente a la vida y, más en concreto, frente al misterio del Dios que envuelve, atraviesa y sostiene nuestras historias.
Y, como en todo camino, hay luces y sombras; tramos donde vamos muy de prisa, otros donde tambaleamos, caemos, nos quedamos paralizados… o intentamos atajos para ir más rápido, aunque no lleguemos más lejos. Creo que un poco de todo esto experimentaron también Jesús y sus discípulos yendo a Jerusalén. Los invito, pues, a caminar conmigo en un andar pausado y contemplativo donde, sin duda, lo más importante no será lo que yo pueda decir, sino el eco y la provocación a reflexionar que ojalá estos rumores susciten en ustedes.
Antes de partir, permítanme un solo consejo del cuaderno de bitácora para itinerantes: déjense guiar por el mismo Espíritu que condujo -y sostuvo- a Jesús, evitando caer en la tentación de escapar rápido hacia el domingo de Resurrección, como si fuese el happy end de una historia que ya conocemos. No seamos spoilers del misterio pascual: la seriedad de la vida (de fe) no lo permite ni lo soporta.
Cuando la fe se hace camino: el último viaje a Jerusalén
Reafirmando lo dicho en la introducción, la fe es un camino; y si no lo está siendo hoy -porque estamos anestesiados o abatidos- debe hacerse, porque la vida misma con sus interpelaciones y sorpresas nos obliga constantemente a deconstruir(nos) para reconstruir(nos). De lo contrario, de la parálisis se pasa al anquilosamiento y, de éste, a la necrosis de la vida espiritual. E imagino esa tensión existencial también en Jesús y en ese puñado de gente que lo acompaña en su último viaje a Jerusalén, obligados a re-transitar sus itinerarios de fe.
Quizá por eso sostengo que el creer se conjuga en gerundio: cuando me preguntan a mí si creo (en Dios, en los hombres, en la vida, etc.), me gusta responder “voy creyendo”.
Pienso que esta fue también la experiencia que tuvieron aquellos hombres y mujeres que se cruzaron con Jesús por las calles polvorientas de Galilea: primero hubo un encuentro con aquel judío marginal, seguido de cierta seducción ejercida por él, luego el seguimiento y la convivencia para, recién al final, proclamar la confesión de fe. Comenzaron sospechando y terminaron creyendo. En otras palabras: la entrega total que supone la fe se da, en todo caso, al final de un devenir nunca exento de vaivenes.
Pero focalicemos ahora nuestra mirada en ese Jesús que ha decidido ir a Jerusalén, él, que en sus cortos años de ministerio había optado por predicar en las aldeas y no en la ciudad-corazón de aquella Palestina.
¿Por qué ahora, sabiendo que su vida corría peligro? ¿Qué motivos le impulsaban? ¿Quería sencillamente unirse a su pueblo para celebrar la Pascua como un peregrino más? ¿Se dirigía a la ciudad santa para aguardar allí la manifestación gloriosa del reino de Dios? ¿Quería desafiar a los dirigentes religiosos de Israel para provocar una respuesta que arrastrara a todos a acoger la irrupción de Dios? ¿Buscaba movilizar al pueblo para una suerte de “golpe de estado”?
No podemos pretender una respuesta exacta y unívoca a esas cuestiones. Pero tampoco podemos aceptar sin más la respuesta que desde la catequesis aprendimos muchos de nosotros: “Jesús fue a Jerusalén porque anhelaba ser crucificado, para así, derramando su sangre -mucha-, redimirnos de nuestros pecados” (entiendo que aquí se impondría hacer una buena exégesis de algunas palabras que los evangelistas ponen en boca de Jesús... lamento no poder hacerlo en este espacio).
Lo cierto es que Jesús está de camino. Allí, los evangelistas ubican numerosas y distintas escenas -según conviene a su teología-: encuentros significativos, parábolas, gestos, etc. Yo voy a detenerme -arbitrariamente- sólo en un momento, que siempre me sacudió el corazón: el llanto sobre Jerusalén. “Al acercarse y ver la ciudad, lloró por ella”, narra Lucas (19,41) quien, páginas atrás, nos presenta a Jesús apostrofando la ciudad: “¡Jerusalén, Jerusalén! La que mata a los profetas y apedrea a los que le son enviados. ¡Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como una gallina a sus polluelos bajo sus alas, y no habéis querido!” (Lc 13,34). Ambas afirmaciones me conmueven. Rezuman una serena tristeza; resignación, creo, más que enojo.
Los invito, pues, a imaginar y contemplar -con discreción- a Jesús que, luego de varios días de caminata, fatigado, se detiene -seguramente- en el huerto de los olivos: desde esa altura mira la ciudad santa que se extiende, en suave pendiente, unos trescientos metros más abajo, y llora. Pocas veces los evangelistas se animan a mostrar a su Maestro llorando. E interpreto que llora por la dureza de corazón de su pueblo; la bellísima metáfora de la gallina con sus pollitos lo avala.
Los brazos de Jesús se han ofrecido a la humanidad como una extensión carnal de los de su Padre, intentando abrazar y atraer hacia su corazón a todos sus hijos, como la gallina lo hace con sus pichones bajo las alas. Pero esos hijos rechazaron a tal Padre. Así ha quedado inmortalizado en el gesto del hermano mayor de la conocida parábola (Lc 15, 11-32), que no acepta ser abrazado (no así el pródigo), se niega a entrar en la casa, en la dinámica de la misericordia sobreabundante.
En definitiva, rompe en llanto, porque acepta ya, resignadamente, que su oferta de un Dios-Abbá y su propuesta de entrar gratuitamente al reino, no convencía a sus oyentes… porque no les convenía. Y no les convenía puesto que las expectativas de la gran mayoría eran las de un mesías que, entrando glorioso y violento en Jerusalén -justo cuando las fiestas conmemoraban la liberación de la esclavitud del faraón-, sacudiera el yugo romano e hiciera de la tierra prometida un país de libertad, ya que ahora eran esclavos, pero en su propia tierra.
Mirando hacia Jerusalén, sus ojos habrán chocado, en primer lugar, con las murallas de la ciudad. Quizá le resultaron crudas metáforas de las defensas que los hombres habían levantado para no permitir que él les tocara el corazón. Por eso rompe en llanto. Y, desde el hondo drama de la existencia, brotará una pregunta como un rumor de demonios, que lo aguijoneará durante toda la pasión: “¿habrá valido la pena?”.
Después de un sordo silencio, Jesús enjugó sus lágrimas y comenzó el descenso hacia Jerusalén. Lentamente. Atrás -bastante más atrás- lo seguían, temerosos e indecisos, los discípulos. Ya en la ciudad, se animará a un último anuncio. Que le costará la vida… ¿lo sabía Jesús? Del mismo modo que sabía -intuía- Mons. Romero por aquellos días de marzo de 1980 que la muerte lo rondaba y llegaría, implacable, si seguía con sus anuncios y denuncias.
He aquí, y para finalizar, la primera gran cuestión que se nos plantea en el camino de fe durante todo el misterio pascual y, específicamente, en este último viaje a la ciudad santa. Jesús de Nazaret enraizaba su fe y su misión en una profunda y cuestionadora experiencia de Dios que no estaba dispuesto a desdibujar para tranzar con las expectativas humanas. Aunque le costara la vida.
Pues bien, en estos días en que la liturgia se condensa en el misterio de la vida y muerte de quien es nuestro paradigma de humanidad, se nos invita como creyentes a replantearnos quién es Dios para mí y hasta qué punto soy capaz de testimoniar y defender esa verdad existencial. Porque no todo es igualmente importante en nuestra vida de fe. No por toda verdad -aunque sea “revelada”- vale la pena morir. No por toda verdad vale la pena vivir. ¿Cuál es mi unum necessarium? (cf. Lc 10,42). Que nuestra vida no sea meritoria de otro llanto amargo. Nos reencontramos mañana, si ustedes quieren, para seguir caminando juntos nuestra fe.