Papas vitalicios y eméritos: donde hay renuncia o abdicación, suele haber catástrofe o hecatombes "Un Papa oficiando las exequias de otro Papa, emérito, será una novedad absoluta y nada tradicional"
"Es con ocasión de la muerte de los Papas, el tiempo adecuado para catequizar a los cristianos sobre la esencialidad cristiana del buen morir y la resurrección de los cuerpos"
"Pablo VI fue el primer Papa en la Historia que habló de su propia muerte, una muerte presentida y tal vez deseada por la casi depresión que padeció en los últimos años de vida, especialmente en los últimos meses (asesinato de su amigo Aldo Moro)"
| Ángel Aznárez, ex magistrado
Allí donde hay renuncia o abdicación, suele haber catástrofe o hecatombes.
Siempre quiso la tradición católica que el tránsito de los papas, desde la vida a la muerte, fuese sereno, sin ruidos propios de agonía o lucha, llegándose a pregonar que los papas morían, pero que no enfermaban. La placidez y la paz, en el momento postrero, siempre fueron deseadas. El peso de la tradición se manifiesta en las escasas y duraderas disposiciones legales, exclusivamente sobre las exequias pontificias, contenidas en la Constitución apostólica Universi Dominici Gregis de 22 de febrero de 1996, a diferencia, por ejemplo, de los cambios normativos, constantes, sobre la Curia romana.
Además, la razón de aquella tradición es de mucho argumento: el Papa moribundo es Vicario del Hijo de Dios, de Cristo, que se encarnó (Verbum Caro Factum Est) y se hizo verdadero hombre, luego también mortal, pero que al resucitar, por ser Dios, venció a la muerte. Dios y sus criaturas, al fin, se juntaron. La peculiaridad de la Religión cristiana, que consiste en la resurrección, ha de quitar tragedia al final de vida. Si después de morir, vamos a resucitar todos, incluido el Vicario de Cristo, a la muerte hemos de “tomarla” los cristianos con tranquilidad, no como si fuéramos paganos, que carecen éstos de la llamada “esperanza escatológica” e ignoran la “salvación”.
Es con ocasión de la muerte de los Papas, el tiempo adecuado para catequizar a los cristianos sobre la esencialidad cristiana del buen morir y la resurrección de los cuerpos, de ahí la importancia que la Iglesia da a esos momentos, y más en unos contemporáneos tiempos caracterizados: a) por una manifiesta “papolatría”, alimentada por la misma Iglesia, que no quiere perder oportunidades ante el combate, ya a la desesperada, contra una secularización arrasadora y victoriosa; b) por la existencia de unos inquisitivos medios de comunicación que --no obstante los secretismos, las torpezas vaticanas, los relativismos sobre la muerte y las prácticas de cortes imperiales de origen romano (como el Papado)-- alertan ante indicios de presuntos homicidios en brutales luchas por el poder financiero o político.
Por el carácter de corporeidad y encarnación que tiene el cristianismo, el estado físico y de conservación del que fue “cuerpo papal”, también el de los candidatos a la Santidad como se puede leer en las Instrucciones para la Causa de los Santos, es tan importante. La llamada incorruptibilidad corporal es argumento de preferencia divina, que hace a las instituciones eclesiásticas muy aficionadas a hurgar en sepulcros y tumbas en busca de incorruptibles que no son. Serían, tal vez, sorprendentes las conclusiones a las que se podría llegar si se conociesen los “avatares” de los embalsamamientos, momificaciones y vaciados de órganos de los cuerpos de los Papas a partir de Pío XII (ya sabemos lo que pasó con Juan XXIII, “incorruptible” por buen embalsamamiento y tratamientos químicos, y estamos ya a la espera de lo que ocurrirá con Juan Pablo II para ver también su cara en la Basílica vaticana por providencia del cardenal Comastri).
Juan XXIII, en su muerte como en su vida, fue ejemplar: ocultó su grave enfermedad, llegando a hablarse de una Malattia misteriosa, que, en realidad, era un cáncer de estómago, causante de fuertes dolores y hemorragias, clausurando con esas dificultades el denominado “primer periodo del Concilio” en la mañana del 8 de diciembre de 1962 (murió el 3 de junio de 1963).
Pablo VI fue el primer Papa en la Historia que habló de su propia muerte, una muerte presentida y tal vez deseada por la casi depresión que padeció en los últimos años de vida, especialmente en los últimos meses (asesinato de su amigo Aldo Moro), llegando a decir en el mes de mayo en plegaria al Altísimo: “Tu non hai esaudito la nostra supplica per l´incolumitá di Aldo Moro”. Pocos se enteraron de su muerte, ocurrida una tarde tórrida, allá en Castel Gandolfo, el domingo 6 de agosto de 1978.
Con Juan Pablo II todo cambió, pues la naturaleza, ostentosa y visible, de su última enfermedad, con ingresos hospitalarios, traqueotomías y privación de voz, hicieron que, emocionadamente, sus fieles hijos o hermanos siguieran con detalle el avance de la muerte, en contraste con el secretismo anterior de las enfermedades papales. Y lo más importante surgió: la aparición del dolor, de tanta raíz cristiana, al tiempo que expiación, también vía de salvación; una muerte dolorosa y en directo, que llevó a que muchas gentes exclamara lo de ¡Santo subito!
La Iglesia no perdió oportunidad y hasta se sirvió de excelencias como de películas, que eso fue el escuchar en la Plaza de San Pedro, de noche, muy oscura, al Arzobispo Sandri, que anunció la muerte del Papa, que “volvía a la Casa del Padre”, estando iluminados tres balcones, signos de vida, del piso tercero del Palacio Apostólico ¡Qué importantes, como efectos especiales, fueron las luces de esa balconada durante la agonía de Juan Pablo II!
Otro hito importante en la ruptura con la tradición, a la que aludimos al iniciar este artículo, se produjo el 11 de febrero de 2005 con la renuncia efectuada por Benedicto XVI al Ministerio Petrino, efectiva el 28 de febrero de 2013. Realmente, con la renuncia papal, se hizo añicos o trizas la tradición. Ni está prevista la renuncia en las escasas normas sobre las exequias pontificias de 1996 ni está prevista en los tradicionales usos, por ejemplo, en la comprobación de la muerte del Papa por el Camarlengo (cardenal), en la destrucción del anillo pontificio, en la procesión descendiendo, con la salma del Papa muerto, por la Scala Regia hacia la Plaza de San Pedro o en las Novendiales. Un Papa oficiando las exequias de otro Papa, Emérito, será una novedad absoluta; desde luego, nada tradicional. Y es que la tradición está pensada teniendo en cuenta el considerado carácter vitalicio del Papado.
Las muertes de un Papa en sustantivo y de un Papa en adjetivo (Emérito), o los procesos de las últimas enfermedades conducentes a la muerte, no son equivalentes, sino, por el contrario, muy diferentes. Y es que la renuncia al Magisterio Supremo, que rompe con el tradicional carácter vitalicio del papado, se deriva de un acto jurídico que únicamente destaca su tipicidad o posibilidad legal, carente de tradición. Un Papa jurista como Pablo VI lo tuvo en cuenta, por eso fijó la muerte como límite racional del ejercicio de sus funciones papales, y al Papa teólogo, Benedicto XVI, bastó, para su decisión, la muy escueta previsión jurídica de la renuncia en el canon 332 del Código de Derecho Canónico, con sus requisitos de libertad, formalidad y no receptibilidad; una renuncia que es concepto, según los juristas, cercano o pariente al de perdida, dejación o abandono.
La lenta muerte de Benedicto XVI, lentitud propia de la manera de morir los muy ancianos (más de noventa años), permite pensar en él y leer sus textos como se leen los escritos de los vivos y no a los muertos. Y unos textos que, siendo esenciales, no son los más conocidos y destacados, que, en el caso del Papa Ratzinger, son de carácter profundamente teológicos. Y uno de esos textos es su Discurso con ocasión del Encuentro con el Mundo de la Cultura en el Collège des Bernardins, pronunciado en Paris el 12 de septiembre de 2008.
En ese lugar, que fue primero monasterio de los monjes del Cister, no estuvo presente, durante el discurso papal, el entonces Presidente Sarkozy, de la República francesa, llamativamente canónigo de San Juan de Letrán, pero tampoco estuvo ausente, pues fue el autor de eso tan aplaudido que se llama la “laicidad positiva”. Y es que los Presidentes de la Francia laica no dejan de sorprender: la última sorpresa fue ver comulgar a Valery Giscard d´Estaing en el funeral por la muerte de Chirac, siempre su enemigo, en la Iglesia Saint-Sulpice (Paris), el 20 de septiembre de 2019, ello mientras el pianista Barenboim interpretaba obras de Schubert.
Ese discurso, en su momento, me interesó especialmente por la referencia que hay en él al monje cisterciense San Bernardo de Claraval, personaje que me fascinó por excelente místico y canonista. Resultó que el magnífico catedrático de Derecho Canónico, que fue don Alfonso Prieto, me encargó en su día efectuar un trabajo, dentro de la materia canonista de las relaciones entre la Iglesia y el Estado, analizando una frase del Santo, que está en el tratado De Consideratione, sobre la llamada “Doctrina de las dos espadas”, que es la primacía del poder espiritual. Siempre tuve muy presente a San Bernardo por el estudio que hice, con orientación de un buen profesor.
El próximo artículo se titulará El monaquismo occidental y Benedicto XVI, que tratará sobre aspectos fundamentales, resultantes del discurso pontificio en el Colegio de los Bernardinos, acerca de la estética, de la palabra y del canto, de la mística y del pensamiento griego y cristiano. Todo ello muy de Benedicto.