Gregorio Delgado Realismo y familia

(Gregorio Delgado, catedrático).- Quiero pensar que todos en la Iglesia somos conscientes de la importancia de la familia. No atesoro duda alguna al respecto. Sin embargo, tengo serias reservas acerca de la perspectiva y la óptica desde la que la Iglesia ha venido acercándose a ella (abstracta/doctrinaria/normativa/moralista) así como de la consiguiente acción pastoral derivada de la misma.

Llevo mucho tiempo en la oposición a la idea según la cual el matrimonio y la familia han de entenderse como aparece en la Biblia o en los respectivos Códigos religiosos y/o civiles (Cfr., por ejemplo, Delgado, G., ¿El divorcio católico? Un sitio a la verdad, Palma 1998, págs. 85-87; Otro matrimonio es posible, Palma 2005, pág. 65-68). Tal construcción abstracta y doctrinal, formalizada culturalmente a lo largo del tiempo, se ha venido entendiendo como un ideal unitario y único que se impone a los propias personas que lo protagonizan hasta el punto de que éstas apenas pueden hacer otra cosa que aceptar o rechazar lo que se les ofrece por el Estado o por la correspondiente Autoridad del grupo religioso. El protagonismo de los esposos (y/o convivientes) se entiende como muy limitado y casi nulo.

Como escribí ya hace unos años, "personalmente, siempre he rechazado ese modo tan poco humano y realista de entender el matrimonio o las relaciones de pareja. El matrimonio no existe, a mi entender, en los Códigos, ni civiles ni religiosos. Tampoco en ningún texto revelado. El matrimonio existe, fundamentalmente, en las personas, en su propia naturaleza humana, en su decisión voluntaria. Suelo decir que no he visto nunca por la calle a ningún matrimonio. Veo a personas concretas, hombres y mujeres, cogidas de la mano, comprometidas en un proyecto de vida en común, que intentan vivir como pareja con todas las consecuencias, que tienen hijos, que sobreviven a múltiples dificultades, que fracasan o que son felices" (Delgado, G., Otro matrimonio ... cit., pág. 66), que se desenvuelven en entornos culturales, personales, educacionales, psicológicos, ambientales e ideológicos muy diferentes.

Rostros concretos, cuyos ideales de vida en común no pueden desentenderse -tampoco valorarse- de la cultura predominante en el entorno ambiental (civilización) en que están instalados (AL, n. 3) y en el que despliegan sus vidas en común en conformidad con unos principios y valores, que aspiran a realizar. Lo cual -aunque sea difícil de comprender en muchos ámbitos eclesiásticos- origina la existencia de una clara diversidad de familias, pues "no existe un único modelo de familia" (Cfr. Concilium, Editorial, n. 365, 2016, pág. 176).

Aunque a muchos se les haga muy cuesta arriba y opongan toda clase de resistencias (llegan, incluso, a negar el carácter magisterial de la Amoris laetitia), lo cierto e indubitado es que, en los dos recientes Sínodos sobre la familia, la Iglesia se ha situado -quizás, por vez primera- en una perspectiva diferente a la mantenida hasta ahora. Lo ha recordado muy recientemente el papa Francisco en su discurso a la Asamblea de la Diócesis de Roma (OR 23, 2016, págs., 4-5). Se trata de la perspectiva que se impone y deriva de tener delante los rostros concretos de muchas familias. Esto es, se trata de poner o ‘dar rostro a los temas', que, además de liberarnos de ‘hablar en abstracto', nos permite ‘acercarnos y comprometernos con personas concretas'.

Lejos de ‘ideologizar la fe', se busca descender al terreno de la vida, profundizar (escuchar) en la experiencia familiar concreta y diversa. En vez de elaborar perfectas teorías y formalizaciones doctrinales abstractas, se quiere contemplar las familias concretas e individuales, con sus rostros singulares, con sus historias de vida y convivencia, con todas sus complicaciones y circunstancias personales y ambientales, con todas sus ansias y temores. Y, es que, como ya subrayó hace tiempo Salvador Pániker, el hombre no habita en un espacio único sino en una multiplicidad de espacios y tiempos (Primer testamento, Barcelona 1985, pág. 13).

Tal perspectiva -presente en la Amoris laetitia- trata de ser coherente con la realidad concreta existente en el plano familiar. No hay que evangelizar ni hay que atender y escuchar a ninguna abstracción ni construcción doctrinal por completa que sea en sí misma. Lo que la Iglesia está llamada a atender y escuchar son familias concretas, con nombre y apellidos, con circunstancias de todo tipo singulares y específicas de cada una, con una problemática, en consecuencia, muy personal, muy singularizada, muy a ras de suelo.

A partir de esta realidad familiar (siempre con valores positivos desde los que trabajar y crear), innegable e inexcusable (alejada de toda abstracción doctrinaria), cualquiera que haya sido su origen (sacramental o no), se puede y se debe intentar ayudar, apoyar, secundar, alentar, ilusionar (mostrar un camino) a favor de una maduración y perfeccionamiento futuros a realizar por sus protagonistas: la personas que conviven. Siempre se encuentran valores que realizar en la vida personal y familiar, que pueden ser identificados, aceptados, secundados y realizados. Es en ese terreno en el que hay que desplegar la acción pastoral.

El amor es "artesanal" (AL, n. 221), moldeable en el tiempo y en el desenvolvimiento de la convivencia. No es algo que venga dado de antemano, que sea preexistente, que ya esté acabado y perfecto. Es susceptible de evolucionar, de acomodarse a las peculiares circunstancias que rodean en cada momento a quienes en su día decidieron compartir la vida. Lo ha recordado de nuevo el cardenal Christoph Schönborn. La familia, la vida familiar, es una experiencia vital, no algo preestablecido de antemano, de manera fría y abstracta (AL n. 312). No es cuestión de idealización del amor, sino de algo más prosaico, pero más humano: la realidad, la vida misma, siempre irrepetible y concreta.

En el fondo, lo que molesta de esta nueva orientación magisterial (el magisterio -aunque muchos no lo quieran aceptar- también evoluciona) es el verse señalados con el dedo acusador: la Iglesia lleva mucho tiempo en relación con la familia (también respecto de otras cuestiones) dando golpes de ciego. Ya sé que algunos no lo quieren aceptar. Peor para ellos. Pero, como ha recordado el Card Sebastián, "el principal problema que tenemos en la Iglesia a propósito de la familia no es el pequeño número de los divorciados recasados que desean acercarse a la comunión eucarística.

El problema más grave que tenemos es el gran número de bautizados que se casan civilmente y el gran número de bautizados y casados sacramentalmente que no viven su matrimonio ni su vida matrimonial de acuerdo con la vida cristiana y las enseñanzas de la Iglesia" . Una evidencia y una realidad a pesar de tanta exposición doctrinal, de tanta exigibilidad moral, de tanta condena. Lo cierto es que sólo una muy mínima minoría de bautizados se casa sacramentalmente y, sobre todo, vive de conformidad con las enseñanzas de la Iglesia. Este es el verdadero problema, el auténtico drama. ¿Qué hacer frente al mismo?

No parece que la respuesta exigible a la Iglesia consista sin más en ofrecer a la gente más de lo mismo, en profundizar aún más en la realidad familiar a partir de la misma perspectiva abstracta, moralista, normativa y doctrinal. Esto ya se ha venido haciendo con reiteración, pero sin fruto alguno significativo. La Amoris laetitia creo que ofrece otras respuestas. Insistir en lo de siempre supone, como también recordó el Card Marx en el último Sínodo, entender que "el divorcio civil y el nuevo matrimonio provocan a menudo un proceso de distanciamiento de la Iglesia o aumentan la distancia que ya existe con ella. A menudo este proceso lleva a dar la espalda a la fe cristiana". Otra obviedad. ¿Qué se puede hacer?

A mi entender, esta nueva perspectiva va a encontrar una clara dificultad operativa. Las estructuras eclesiales están mal "equipadas para responder a los desafíos que afectan a las familias contemporáneas" (Concilium, Editorial, n. 365, 2016, pág. 178); los responsables de la pastoral en las parroquias no parece que estén capacitados para este nuevo reto; la realidad que han descrito los Cardenales Sebastián y Marx limitan, sin duda, las posibilidades de respuesta; la posible movilización necesaria del laicado -tan decepcionado por tantas postergaciones- se presentará muy cuesta arriba.

A todo ello, habrá que añadir la ineludible planificación de una formación cristiana seria y continua que fructifique en futuros convivientes y protagonistas del hecho familiar, más capacitados para afrontar la adaptación necesaria a las circunstancias en que les toque vivir. Se trata, a mi entender, de realizar un verdadero esfuerzo por conocer y comprender la cambiante cultura, que predomine en cada momento, sin el que el mensaje eclesial no será eficaz (Cfr. Carta Pastoral de Mons Chamolí, Arzobispo de Concepción, cuyo texto puede consultarse en RD).

Todo un mundo de trabajo a emprender, que, de momento, no ha provocado reacción alguna en el episcopado ni en nuestra Conferencia episcopal. ¿Qué se puede hacer? Cualquier cosa menos la inacción actual.

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