Antonio Aradillas Como anillo al dedo
En la Iglesia, igual y aún más que en los grande imperios de la antigüedad, se es –y se sigue siendo- muy dados a divinizarlo todo, o casi todo
Exactamente así, “como anillo al dedo” –es decir, “oportuno, conveniente y adecuado”- se impone en esta ocasión periodística reflexionar acerca de un tema que nacional e internacionalmente fue recientemente noticia a propósito de la visita del papa al santuario mariano de la Virgen de Loreto en Italia. Adelanto además que “a nadie se le caerán los anillos al suelo” –“sentirse humillado y rebajado respecto a su posición social o jerárquica”-, por el simple hecho dedicarle parte de su tiempo a esta reflexión.
El papa Francisco, sin más consideración y con gestos para algunos hasta toscos e ineducados, sin perder la sonrisa y el talante inherentes a los educadores, y más en la fe, quiso dejar una vez más, religiosa y socialmente claro, que la “papalatría”, como tantos otros cultos, sigue siendo uno de los pecados absurdos y graves de los que la Iglesia y sus representantes han de despojarse, con urgencia y con catequesis. Solamente Dios es santo, y meta y sujeto divinos.
Y es que Francisco, ya desde que se llamara y se le conociera como padre Jorge Bergoglio, denostó y mostró frontal desacuerdo con adjetivaciones distintas de las de Obispo de Roma y de papa. Le sonaron mal, rematadamente mal, términos y consideraciones tales como Romano Pontífice de la Iglesia Universal, Cabeza visible de la Iglesia católica, Pontífice máximo, Vicario de Cristo en la tierra, Sucesor del príncipe de los apóstoles, Vice-Dios, Su Santidad, Santo Padre, Soberano de la Ciudad del Vaticano, Siervo de los siervos del Señor…. La teología, el sentido común y la historia proporcionan elementos de juicio, serios y santos, como para que el uso de tales ditirambos sean administrados con mayor cordura y legitimidad.
En la Iglesia, igual y aún más que en los grande imperios de la antigüedad, se es –y se sigue siendo- muy dados a divinizarlo todo, o casi todo. Y, por supuesto, a prestarle la correspondiente adoración. A Alejando Magno, lo mismo que a los emperadores romanos y a otros procedentes de diversas latitudes y creencias, con inclusión de las cristianas, se les rindió el culto propio de los dioses, con explícito reconocimiento de la omnipotencia y representación de la Divinidad Suprema.
En la Iglesia, con excepción de los laicos, y especialmente, de las laicas, todo o casi todo es, se considera y se estima, “sagrado”, con explícitas referencias a objetos y a personas. Todo es parte y expresión de la Divinidad. Para su justificación sobrarán teólogos, canonistas, liturgistas, papas y obispos, que lo acrediten aún con textos bíblicos. Son sagrados de modo eminente, los papas, sean o no pecadores, en público o en privado. Y lo son los obispos, abades,-mitrados o no-, sacerdotes, abadesas, monjes y monjas, religiosos y religiosas... Son sagrados los templos y las propiedades y las cuentas, y las doctrinas si están cortejadas de los respectivos “Nihil Obsta” diocesanos, y las determinaciones que tomen los responsables de obras y entidades eclesiásticas, y las campanas, y cualquier objeto bendecido por sacerdotes y obispos, sin excluir centros comerciales, fábricas y hasta sucursales bancarias…
La sacralización, mendaz ya a los ojos de muchos, es una tarea que demandan con mayor urgencia teólogos y canonistas en el inicio de procedimientos de religiosidad radical, que se identifiquen en plenitud con el actual de la “desacralización” y la “a” o “anti” clericalidad- clericalismo, que tantas rentabilidades en esta vida y en la otra pudiera haberles supuesto a personas, organismos entidades, movimientos y aún a partidos políticos.
En relación con los anillos y los besos de los devotos del papa, excusa y objeto de esta reflexión, es preciso anotar, entre otras cosas, que, como insignia pontificia y episcopal en general, su uso se generalizó en el siglo XII, aunque como distintivo de autoridad -timbrar con él las actas y los documentos-, comenzó a emplearse en España en el siglo VII. El “sentido místico” de las bodas episcopales con su Iglesia se le añadió más tarde, hasta exigírseles a los poseedores que lo fueran de dos, uno “ordinario” que llevarían siempre en un dedo de la mano, y otro llamado “pontifical” o administrativo. El Sumo Pontífice contó con otro- el tercero- llamado “el anillo del Pescador”, como sello de los Breves Pontificios.
Como dato curioso es de recordar que en tiempos recientes los fieles que besen devotamente el anillo papal ganan 300 días de indulgencias, cien si besan el de un cardenal y cincuenta si besan el de un patriarca, arzobispo, obispo o vicario apostólico, y la mano de los sacerdotes….¿Hay quién dé más”. Es posible que tal “generosidad” pontificia explicara en parte la afluencia de los devotos de la Virgen de Loreto, y el empeño adoctrinador del papa Francisco por acabar cuanto antes con “papalatrías” y otras infantiloides monsergas, impropias de aspirantes a adultos en la fe.
No me resigno a dejar inédita esta anécdota: pasando en cierta ocasión por una calle importante de una ciudad, conocida ella como del Obispo, al que acompañaba, un sacerdote mayor, todo ensotanado, al verlo y querer saludarlo, se arrodilló delante de él, para besarle el anillo… Sorprendido yo, y anonadado, ante el gesto, le comenté al prelado mi disconformidad, limitándose a decirme que “tal era la costumbre y que creía no haber razón alguna para eliminarla, dado que los sacerdotes serían los primeros en sentirlo”.