Antonio Aradillas La autocrítica es pecado

(Antonio Aradillas).- En la historia general, y más en la eclesiástica, los obispos fueron, y son, noticias frecuentes. Reflexionar sobre ello, con sus limitaciones y riesgos, jamás será ni ofensivo ni ocioso, sino constructivo y edificante, tal y como lo exige la buena conciencia, al dictado de lo que es y significa la Iglesia de verdad.

Ya en los libros venerables litúrgicos medievales, de entre los formularios oficiales de los que se hacía uso para la aplicación de las intenciones por las que se "pagaban" las misas, llaman de modo especial la atención la de "contra iúdices inicuos", y la de "contra malos epíscopos". El pueblo fiel abonaba el estipendio establecido y, sin más, el celebrante de turno recitaba las oraciones correspondientes, con citas expresas de la intención principal que justificaba el encargo sagrado.

Con el reconocimiento y participación de la comunidad eucarística, previa la notificación conveniente, celebrante y pueblo conscientes de ello, sin ninguna clase de escándalo y como algo aceptado por al misma Iglesia en su liturgia, "a Dios Padre, por el Hijo y en la unidad del Espíritu Santo", le demandaban "que los jueces y los obispos ejercieran su actividad ministerial, judicial y episcopal, al servicio del pueblo" y no en interés propio y de los suyos.

La política eclesiástica referente al nombramiento, y al comportamiento de los obispos en España, es manifiestamente mejorable. Lo es, tanto o más que la "otra" política, con directa mención a la de los partidos, mayoritariamente inventados y mantenidos no precisamente por servir del pueblo, sino para servirse del mismo hasta enriquecerse ilimitadamente, con invocación del sagrado nombre de la democracia.

Sin los, al menos teóricamente, útiles y beneficiosos procedimientos democráticos, la sola invocación y defensa "dogmática" de la teocracia, como sistema de gobierno en la Iglesia, suscita, y hasta da por supuestas, indigencias o excesos, según, en quienes se creen revestidos de poderes que encarnan en exclusiva la "sagrada voluntad de Dios". La teocracia, en la práctica multisecular de las religiones, con inclusión de la católica, causó y causa muchos, y más graves, desvaríos, que las que puedan ser sus fautores los políticos, por políticos.

Poco o nada significa el argumento que en esta dirección convence a muchos, y que se sustenta en el hecho de que, en realidad, tanto la autocrítica como el examen de conciencia en la Iglesia, y menos en su jerarquía, sean inherente a la constitución de institución tan sagrada. La jerarquía y sus miembros, son, se intitulan y se reconocen hasta "oficialmente", "santos" de por sí, por lo que, quienes sugieran la necesidad de la autocrítica -aún teniendo en cuenta lo de "Ecclesia semper reformanda"-, serán automáticamente anatematizados en esta vida y en la otra. La Iglesia -y más su jerarquía- es santa y ya está. Todos los demás, y todo, son pecadores, o simplemente, pecado.

Apenas si cabe la posibilidad de hacerles ver a los señores obispos que dediquen parte importante de su tiempo, de su devoción y de su ministerio, al sagrado deber de la autocrítica. Por citar ejemplos recientes, los responsables de tres Comisiones de la Conferencia Episcopal Española han dedicado los mejores elogios a la situación de la "Vida contemplativa", de las "Vocaciones sacerdotales" y de la "Vida familiar cristiana", cuando a la vez, con datos y apreciaciones científicas, el resto del pueblo de Dios había llegado ya a la conclusión de la inveracidad e insinceridad los plácemes episcopales. Cuando quienes tienen la responsabilidad oficial, "en el nombre de Dios",  de tales áreas eclesiásticas, dan la impresión de vivir en el mejor de los mundos, con rechazo de cualquier autocrítica, su palabra y su acción resultarán irremediablemente ineficaces.

El más leve proceso de autocrítica habría de exigirles a los obispos, por ejemplo, abandonar sus estancias y comportamientos palaciegos. Les habría obligado a poner sus "cargos" a disposición de la Santa Sede, al averiguar cómo, por qué, para qué, y por quién fueron nombrados -que no elegidos- para obispos y para diócesis concretas, sin que los criterios pastorales fueran sus principales -únicos- vectores. Causa escándalo y rubor descubrir los porqués por los que fueron seleccionados unos sacerdotes y otros, de la misma terna, rechazados.

La autocrítica, en sus balbucientes inicios, tendría que haberles obligado a todos los obispos de España a revisar si sus doctrinas, declaraciones y comportamientos son ya abiertamente "franciscanos", o si de alguna manera, hasta indulgenciada, las oraciones de feligresas y "feligresas" de movimientos "religiosos", que les piden a Dios que a este papa "lo ilumine, o lo elimine" lo más prestamente posible.

Aprovecharse de los paramentos y de los títulos "superlativísimos", litúrgicos o protocolarios, por la condición de cardenales, arzobispos u obispos, y además "lucirse" y "lucirlos" ante el pueblo de Dios, descalifica hoy a cualquier miembro de la Iglesia. Y aún a los mismos ciudadanos.

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