Felices quienes, cuando escuchan la palabra encarnación, piensan en carne, en cuerpo, en compromiso.
Felices quienes siguen a Jesús y se encarnan en las realidades que les sugiere el Espíritu, desde los propios carismas recibidos.
Felices quienes contemplan la encarnación de la Divinidad en los lugares y en las personas que aparentan estar lo más alejados de cualquier imagen preconcebida de Dios.
Felices quienes piensan que la encarnación consiste en arriesgar, en descender, en ser sal y levadura en medio de la masa.
Felices quienes se han comprometido, han luchado, han perdido estatus, han compartido su tiempo y su dinero, encarnándose así con alegría en la realidad.
Felices quienes se abajan de sus cielos, se embarran para conocer las situaciones concretas en las que viven, sufren y gozan tantas personas encarnadas por la liberación, la paz y la justicia.
Felices quienes “pasan por uno de tantos”, quienes no destacan, quienes trabajan y crecen humanamente desde la cotidianidad, desde el esfuerzo y el servicio en silencio, desinteresado.
Felices para quienes la esencia de la Encarnación no está en la creencia de un dogma, sino en la práctica diaria del amor por los demás, y por lo tanto, por el Buen-Dios-Amor.