Felices quienes han comprendido que Dios está más allá de los nombres, las imágenes, las afirmaciones de la fe. Pero le sentimos: nos mira, nos respira, nos envuelve.
Felices a quienes cada mañana les despierta el mismo sol y les acuna por la noche la luna de siempre y en ello comprenden que Dios se mantiene día y noche cuidándonos, esperándonos.
Felices quienes han llegado a descubrir que Dios es como un Padre lleno de bondad, ternura y misericordia, con un corazón de Madre.
Felices quienes anuncian con su vida que el buen Padre Dios lo único que desea es nuestra felicidad.
Felices quienes han abandonado todos sus miedos y temores sobre Dios, al comprender que sólo puede ser delicadeza, sensibilidad, belleza, comprensión, cuidado y amor.
Felices quienes creen como contrario a la verdad y a un Dios de bondad, al Dios justiciero, al Dios castigador, al Dios a quien debemos aplacar su ira con nuestros sacrificios.
Felices quienes van dejando en el olvido a un Dios Padre de imposiciones y obediencia deshumanizante, para dejar su lugar a un Dios Madre de la libertad y la responsabilidad.
Felices quienes ayudan a los demás a descubrir lo que han vislumbrado bajo la inmensa luz del misterio de Dios, e intentan expresarlo con profunda humildad, desde sus palabras y, sobre todo, con sus hechos diarios.