Felices quienes dejan de ser pobres
«Dichosos los pobres, porque vuestro es el Reino de Dios» (Lc 6,20).
Parece que una de las palabras o frases que nos relatan los Evangelios y que provienen de la misma persona de Jesús sería la que encabeza este texto.
Se ha especulado mucho a lo largo de la historia sobre su sentido. Hablamos en primer lugar de empobrecidos, porque las personas (en la inmensa mayoría de los casos) no son pobres porque sí, porque les guste o porque lo hayan decidido, sino que son pobres porque otras personas se han enriquecido, en mayor o menor medida, a su costa. En definitiva, y para resumir, existen pobres porque hay ricos. Se ha hecho mucho daño, a lo largo de la historia, a millones de empobrecidos, haciéndoles creer que tenían que sufrir con paciencia su pobreza para luego alcanzar el reino de los cielos, según la expresión de Mateo. Porque, además de mentirles con esta interesada interpretación de la bienaventuranza, se les hacía (y aún se les hace) creer que el Dios de Jesús también aceptaba su vida miserable, para así llegar a alcanzar la felicidad eterna a su lado.
También ha habido muchos cristianos, desde la predicación de Jesús hasta nuestros días, que se han jugado la vida, denunciando la pobreza como una injusticia a erradicar, provocada por las élites económicas, políticas o religiosas contra los pobres y anunciando la oposición radical de Dios a que existan tales diferencias sociales y económicas entre unas personas y otras. Pero, ¿por qué proclamó Jesús dichosos a los pobres? ¿El Reino de Dios es lo mismo que el cielo prometido para la otra vida?
Jesús llamó dichosos a los empobrecidos (principalmente), a los oprimidos, marginados y excluidos, porque Dios y él mismo les ama de una forma especial, con absoluta preferencia. No porque sean mejores, ni más éticos que otras personas, sino precisamente porque sufren la injusticia estructural sobre sí mismos.
Según J. Jeremías el Reinado de Dios es exclusivamente de los pobres. Y de quienes optan, se comprometen y comparten su vida con ellos, a quienes los pobres abren sus brazos y sus corazones para compartir este deseo de igualdad y justicia y la lucha por implantarlo aquí en la tierra.
Felices, dichosos los pobres que se proponen cambiar la situación en la que viven. Que se unen a otros pobres para conseguirlo. Que se dejan acompañar por otros hombres y mujeres de otras clases sociales, para que trabajen unidos a ellos y ellas por su liberación. Y en ese esfuerzo, en esa lucha conjunta, en las derrotas y en las pequeñas o grandes victorias, va brotando, extendiéndose, comunicándose el Reinado de Dios, ese otro mundo posible que es necesario construir.
Ese esfuerzo va acompañado de alegrías y tristezas, esperanzas y desilusiones, fiesta y desamparo, conquistas y pérdidas. Es vital en este proceso el mantener una fuerte espiritualidad, una mística profunda de ojos y oídos abiertos, adheridos al espíritu de las Bienaventuranzas, para no desfallecer y continuar siempre adelante.
Quienes acompañan las luchas y esperanzas de los empobrecidos, excluidos y oprimidos, cumplidos los objetivos, no pretenden figurar ni que se les den medallas, su único regalo es la felicidad que han sentido a su lado, retirándose después silenciosamente para seguir, por otros caminos, en la senda de la liberación.
«Felices quienes pretenden ser únicamente una humilde luz en el camino de la liberación de los empobrecidos».