María, mujer misericordiosa
La misericordia desempaña la mirada, desuntemece las manos y los pies, para dirigirnos hacia los caminos donde se sufre, donde impera la exclusión, donde se experimenta la ausencia vital de la solidaridad, del amor.
Cuando la existencia se tiñe del color de la misericordia, todo adquiere otra tonalidad, otras son las prioridades, los paradigmas desde donde se parte para transformar la realidad. Ya no es el poder, ni la obsesión por el dinero, por el consumo, por el individualismo lo que mueve a las personas, sino la ternura, la razón cordial, la apertura al diferente, la cercanía hacia los olvidados de la sociedad, el compromiso por la justicia y la paz.
Si la misericordia inunda el corazón del creyente, comienza a ser “fiel” a una llamada, a un clamor, a un lamento. Fiel a una promesa de Dios que no incumplirá nunca. Fiel en las alegrías y en las adversidades. Fiel a sanar las heridas y enjugar las lágrimas. Fiel a celebrar el misterio, la sorpresa permanente de la vida. Fiel a festejar los buenos momentos y a acompañar cuando la tristeza se adueñe de los demás.
Quienes son fieles a la voluntad de nuestro buen Dios se adornan con sus propios sentimientos, siendo uno de sus mejores tesoros la misericordia. La misericordia esponja las entrañas para sentir, comportarse y exponerse como Jesús lo hizo. La misericordia ahuyenta al miedo e imprime las alas de la verdadera libertad.
Esperamos la misericordia de Dios haciéndola presente en nuestro mundo. La esperanza es pasión y com-pasión por el mundo en el que vivimos. No hay esperanza sin responsabilidad, asumiendo el riesgo de construir otra tierra donde habite la justicia, la paz y la misericordia.
No hay herida que la misericordia no sane, ni lamento que no abrace, ni ausencia que no acompañe, ni odio que no diluya. Trabajar por otro mundo posible es intentar afianzar el cauce por el que fluya la misericordia.
María, mujer misericordiosa. Con un corazón que no le cabía en el pecho. Y unas entrañas que se conmovían ante el sufrimiento del prójimo, saliendo a su paso como una buena samaritana, para sanar sus heridas y reilusionarle de nuevo.
Su espíritu rebosaba de misericordia, la que le regalaba su buen Padre Dios, la que derramaba a raudales con quien se cruzara por su camino…
La misericordia, que consideraba como un don gratuito de Dios, la esencia de Dios mismo, la hacía suya y la motivaba a una plegaria agradecida por la lluvia constante y pertinaz que Yahvé hacía descender suavemente sobre sus fieles, que le reconocían como el fundamento y la vitalidad de la existencia.
La fuente viva de la que bebía el agua fresca y revitalizadora, la oración confiada, la contemplación gozosa y dolorida de cada acontecimiento, la hacía ser cada día más misericordiosa, más atenta, más paciente, más acogedora, más comprometida con el bienestar íntimo de cada persona, con la justicia de las dignas pretensiones de su pueblo.
Su misericordia era compasiva con el enfermo y con quien le solicitara cualquier favor; cordial con quien se aproximaba a saludarla, entraba en su casa o iba de camino; diáfana, pues traslucía la misma ternura que Dios empleaba con ella; clemente con los errores y pecados de su prójimo, con quien pensaba diferente; paciente con las debilidades de quienes la rodeaban en la vida cotidiana.
María, mujer misericordiosa por excelencia. Porque así era su Dios. Y ella no podía comportarse sino como Él la amaba a ella con un cariño infinito.
Oración
María, la misericordia de Dios
te cubrió como a la tienda
del Arca de la Alianza,
te acompañó por el desierto,
tiñó de ternura tus acciones,
se desprendía por todos tus poros
haciendo el camino de los demás
mucho más llevadero y feliz.
Condúcenos a nosotros hoy por la senda
de la misericordia y la compasión,
para que salgamos al encuentro
de los caídos en la cunetas del mundo.
Amén.
(La Buena noticia de María. Ed. CCS)