"Por fin has alzado el vuelo, ya libre de dolores: Gracias por todo" Meri, en el cielo de nuestro corazón
"Las comidas, las navidades, los cumpleaños eran siempre una fiesta, celebrando la vida con sus hijos e hijas, los cuñados, los nietos..."
"Era dialogante, abierta, muy tolerante. También realizaba una férrea crítica contra la clase dirigente prepotente y corrupta, que da la espalda al bien del pueblo y se aprovecha de la gente"
"Se sentía feliz por ser atendida, visitada y querida por sus hijos e hijas, nietos y nietas, cuñadas y cuñados. Pero estaba deseando marcharse, se lo decía siempre a todos, sobre todo al final. Un cáncer de colon se la acaba de llevar después de varios meses de sufrimiento"
"Se sentía feliz por ser atendida, visitada y querida por sus hijos e hijas, nietos y nietas, cuñadas y cuñados. Pero estaba deseando marcharse, se lo decía siempre a todos, sobre todo al final. Un cáncer de colon se la acaba de llevar después de varios meses de sufrimiento"
Partió de las lindes de su pequeña aldea de Pedre, en Pontevedra, en tiempos de posguerra, para continuar sus estudios en Madrid y atender a su padre, que estaba trabajando allí para lograr congregar a su familia. Siguió estudiando Comercio, desplazándose a pie varios kilómetros, de un lado a otro de esta gran ciudad, para poder ahorrar lo más posible. Al final se pudieron reunir su madre, su hermana y su hermano con ellos, iniciando una nueva vida, como tantos otros gallegos por el mundo, pero en la capital de España.
Como tenía que aportar algún de dinero empezó a coser, algo que le encantaba y no abandonó ya nunca más, dedicándose a ello por completo y enseñando más tarde a otras chicas a hacerlo.
Más adelante se prendó de ella un joven espigado, con un fino bigote, atractivo, que le entregó su corazón. Ella confiesa que cuando le veía llegar por la equina de su calle, se le ponía el corazón a cien. Y el noviazgo acabó en boda, en una entrega que duraría toda una vida.
Empezaron a llegar los hijos, siete en total (dos chicas y cinco chicos), una familia numerosa de las muchas que fomentaba el régimen franquista de aquel entonces. Alimentar tantas bocas en aquellos difíciles años sesenta y setenta no fue fácil. Natalio, el padre, trabajaba en una fábrica, con un sueldo por entonces decente pero muy escaso. Por eso Meri, apelativo de Emérita (ella siempre decía que ese nombre provenía de Mérida, en latín Emérita Augusta y todos se quedaban asombrados de sus conocimientos) tenía que trabajar de la mañana a la noche como modista, para poder llegar a final de mes, además de atender a las innumerables labores caseras.
Con este incesante trabajo pudieron sacar a sus siete hijos adelante, darles estudios, al menos sacando el bachillerato, pudiendo así vivir con sencillez y dignidad. Los mayores tuvieron que empezar pronto a trabajar, porque crecían las necesidades y era muy justo el dinero que entraba en casa. De esa forma fueron aprendiendo que el hogar solo funcionaba con el aporte de todos y cada uno.
Con el tiempo los hijos y las hijas se fueron casando o teniendo pareja la mayoría, y más tarde llegaron los nietos y las nietas. Como la vida misma. Meri y Natalio, al frente de esta gran familia, tuvieron que afrontar los problemas diarios de la existencia: alguna separación, accidentes, enfermedades, paro… junto con otras muchas alegrías.
Allá por los años ochenta pudieron por fin empezar a salir de vacaciones con los más pequeños. Y entre otros lugares, Meri pudo volver a su aldea natal unos cuantos años de veraneo.
Las comidas, las navidades, los cumpleaños eran siempre una fiesta, celebrando la vida con sus hijos e hijas, los cuñados, los nietos... y a los dos se les veía muy felices teniendo a todos a su alrededor.
Meri tenía un humor con una fina ironía gallega, cuando se reía lo hacía con ganas y contagiaba su risa, tenía unas manos magistrales para cocinar cualquier clase de comida y para cuidar de sus flores y plantas. Era dialogante, abierta, muy tolerante. También realizaba una férrea crítica contra la clase dirigente prepotente y corrupta, que da la espalda al bien del pueblo y se aprovecha de la gente.
Conocía a todos los amigos y amigas de sus hijos e hijas, los estimaba muchísimo, se preocupaba por cada uno de ellos, le dolían las dificultades por las que pasaban y celebraba sus buenas noticias. Su casa siempre fue un constante peregrinaje de unos y otras, a veces como lugar de refugio, otras de consuelo, otras de celebración, otras de saludo, charla y encuentro personal. Todo el mundo salía satisfecho y agradecido.
Hace seis años, el 7 de mayo de 2015, Natalio falleció. Nunca se habían separado y, aunque lógicamente tenían sus diferencias, no hubo problemas importantes entre ellos. Permanecieron siempre muy enamorados el uno del otro. Por eso, a partir de entonces, Meri sufrió un declive constante, aumentaron sus dolores físicos y la soledad se cernió como un ave de presa sobre su vida.
Se sentía feliz por ser atendida, visitada y querida por sus hijos e hijas, nietos y nietas, cuñadas y cuñados. Pero estaba deseando marcharse, se lo decía siempre a todos, sobre todo al final. Un cáncer de colon se la acaba de llevar después de varios meses de sufrimiento.
Hoy sienten profundamente su ausencia y su definitiva orfandad. Pero nadie les podrá arrebatar jamás sus consejos, sus gestos de cariño y preocupación por cada uno, sus palabras de aliento, su reconocimiento de los defectos y sus disculpas a los errores o forma de ser de cada uno, su inmenso amor hacia su padre, que no se lo pudo quitar nadie y que mantenía encendido en su corazón, mirando constantemente la fotografía que tenía de él sobre la mesa del comedor y a la silla en la que se solía sentar y desde donde le decía cosas bonitas.
Meri era y es para siempre mi madre.
De ella guardo con inmensa ternura, entre otros muchos buenos y grandes recuerdos, algunos de los que compartí a su lado durante los últimos meses.
Solía decirme: «Cada vez que arrecia el dolor siento que no debo quejarme, porque pienso en la cantidad de personas que, en tantos países pobres, no tienen los médicos que me atienden tan bien, ni las medicinas que calman mi dolor».
Un día me sorprendió, como lo hacía últimamente con sus preguntas trascendentales, preguntándome: «Oye Miguel, ¿tú crees de verdad que hay otra vida, que nos vamos a poder encontrar de nuevo?». Y yo me quedé sin palabras. Solo pude balbucear que el amor que nos teníamos y el que entregábamos a los demás no podía morir nunca. Y no dijo nada, pero asintió satisfecha.
La última vez que fui a verla, a la casa donde la atendía Rosa Mari, mi hermana mayor y su familia, le pude enseñar el último libro en el que había colaborado, se puso muy contenta y me comentó que era muy bonito. Y a punto de despedirme me dijo: «No tienes tiempo ahora de escribir mucho, ¿verdad?». Yo le respondí que seguía escribiendo todo lo que podía y me contestó: «Ya verás, cuando te jubiles, vas a tener tiempo y a disfrutar escribiendo más. Le voy a decir a Rosa Mari que me lo vaya leyendo poco a poco». Pero ya no pudo ser.
La última noche que pasé con ella en el hospital, ya sedada y medicada para evitar los dolores, entre las incoherencias que le provocaba la morfina, hubo un momento en que me dijo: «Dame un beso». Y yo encantado se lo di. Pero a continuación me dijo: «Dame otro beso». Y yo al dárselo recibí otro suyo, que recibí y me guardo como oro en paño.
A la mañana siguiente estaba dormida pero, cuando me venía a relevar mi hermano Carlos, le di un beso de despedida, abrió los ojos y pronunció sus últimas palabras. A partir de entonces ya no despertó más.
Mamá, hoy solo puedo decirte: gracias por tu vida, por tanto cariño y dedicación. Me quedo con tus abrazos últimos, fuertes, profundos, y con tus besos, a pesar de que no queríamos acercarnos a ti por la posibilidad de contagiarte el virus. Pero, sabiendo que se acercaba tu final, no querías privarte de ese último gozo ni de ofrecérmelo, y por eso alguna vez me forzabas.
«Yo me quedo con todas esas cosas, pequeñas, silenciosas, con esas yo me quedo», dice Pablo Milanés en una canción. Yo también me quedo con las que he referido y muchas cosas más dentro de mi corazón; te lo repito hoy también, cuando te siento tan lejana y tan cerca a la vez. Me dejas lleno de vida, de toda tu vida cuidándonos, preocupándote por nosotros, queriéndonos, acompañándonos a todos y a cada uno de nosotros. A mí en concreto.
Por eso solo puedo decirte: Gracias por todo.
Por fin has alzado el vuelo, ya libre de dolores. Abraza y besa de nuestra parte al amado de tu vida. En su pecho olvidarás todo tu sufrimiento. Pero jamás a tu familia. Tu sonrisa, como un hermoso arcoíris, nos acompañará ya para siempre, cada vez que elevemos la mirada al cielo de nuestro corazón.
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