Presencia viva y subversiva

«Encontrar la vida divina en la profundidad doliente de la humana realidad, es una misión de esperanza que la Eucaristía nos confía» (Xavier Quinzà Lleó).
La Eucaristía es un sacramento de la Iglesia que procede directamente de Jesús. Él nos invitó a conmemorar esos últimos momentos de su vida, como una completa donación de sí por amor durante toda su vida, para que nos sirviera de recuerdo, de presencia actualizada de su vida y sentimientos en nuestra realidad, como comunión con Dios y con los demás.
En la Eucaristía entramos en la escuela del don gratuito, de la acción de gracias permanente por todo lo que somos y tenemos, de la admiración ante la acción de Dios en quienes emplean su vida por la liberación de los demás, haciendo presentes en la celebración a los crucificados de nuestra historia y también las acciones y momentos de resurrección que esa misma historia nos ofrece.
Si pensamos que la Eucaristía debería vivirse así, o de una forma similar, comprobaremos lo poco que tienen que ver las Misas que se celebran normalmente en las diversas iglesias del mundo, con la última cena de Jesús o con esta vivencia de la misma. Las celebraciones según las normas que marcan los misales, están marcadas por ritos rígidos, preguntas y respuestas, oraciones ya conocidas.
¿Dónde queda la libertad del cristiano, la respuesta libre alentada por el Espíritu, el espíritu de fraternidad, de alegría, de diálogo…? Nuestras iglesias están cada vez más vacías, en parte por el alejamiento del pensamiento de la jerarquía eclesial de la vida concreta de los hombres y mujeres de hoy (excepción hecha de algunos pocos obispos y de la libertad que mantiene el Papa Francisco). Y, en el aspecto celebrativo, la gente por lo general no encuentra ningún motivo para ir a celebrar algo que no comprende, que es triste, que no hace presente la realidad de su existencia.
Y es que la Eucaristía es un misterio diáfano de amor, de gozo, de entrega. Un encuentro fraterno donde la vida en todas sus facetas se hace presente, y un recuerdo se actualiza, haciéndolo presente, donde se perciben los contornos de una Presencia real, que motiva y reaviva las brasas en cada uno de nuestros corazones.
La Eucaristía debe cambiar radicalmente, para que sea expresión de lo que celebra, desterrando las palabras incomprensibles y mágicas, la frialdad de los ritos y la rigidez de una ortodoxia, que debe dar paso a la libertad del Espíritu y al auténtico don de la comunión.
La comunidad es la base de quienes celebran la Eucaristía. Sin una comunidad de hermanos y hermanas que se conozcan, que vibren al unísono, que se comprometan contra las injusticias desde la ternura de la solidaridad, que alaben a Dios desde un estilo de vida diferente, no consumista, ecológico, no-violento… no podrá haber verdadera Eucaristía, pues esta se convierte en Presencia por la fe y el compromiso de la comunidad.
Entonces se podrá contemplar el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el sufrimiento y en el dolor de los crucificados del mundo. Y cómo se transforma la realidad y brota la esperanza cuando surgen signos de resurrección a nuestro alrededor.
Solo así, quienes comulgan con el pan y el vino de la fraternidad, y se encarnan en el mundo de la alegría y las lágrimas, la fe y la incredulidad, el odio y la compasión, la injusticia y la solidaridad, mostrarán en sus actuaciones la presencia viva y subversiva del Resucitado.
«Felices quienes recrean, actualizan, sugieren, vivifican cada Eucaristía que celebran».