La promesa de una nueva humanidad

Van llegando poco a poco. Cada uno/a desde sus casas, sus compromisos, de sus vivencias cotidianas. Nunca se empieza con puntualidad. Quien llega va saludando a todos/as. Y, a veces, aunque se haya empezado, se comienza de nuevo. Porque cada persona que se recibe es importante y da calor y color a la celebración.
Mientras llegan se han ido comentando las noticias de la semana: el último salto de la valla, la redada reciente, ese hombre que no sabe dónde va a dormir esta noche, la manifestación contra el terrorismo y la guerra del domingo pasado… Y cuando, al fin, empieza la celebración se continúan compartiendo estas informaciones y otras, que comunican otros amigos y amigas, junto a nuevas convocatorias.
Predominan los símbolos esparcidos sobre la mesa, velas, flores, fotos… junto a las canciones que denuncian, motivan y nos hacen vibrar, movernos. Y las buenas vibraciones al sentirnos unidos, se reflejan en el contacto corporal con las manos, las miradas, los abrazos. Porque el cuerpo también es sagrado y necesita expresarse, entrar en relación.
Se leen textos del Corán, de la Biblia. Y también escritos de poetas, testigos, profetisas. Y se va tomando la palabra. Una palabra plena de vida, de dolor, de indignación, de sentimiento, de lucha y esperanza. Palabras que conmueven, que convocan al silencio, a la contemplación, que desafían, provocan, motivan.
Palabras dolientes, agradecidas, sinceras, de personas que han tenido que abandonar sus hogares, sus países de origen, que han tenido que sufrir innumerables violencias y marginación, hasta que han encontrado un grupo de amigas y amigos que les han ayudado a encontrar una habitación, a buscar un trabajo, a regularizar sus papeles, a coger un autobús que les conduzca hacia otro país de destino.
En cada celebración se hace presente el dolor, la rabia, la impotencia ante tanto sufrimiento y exclusión. Las cruces de la vida, impuestas, inhumanas, criminales. Pero también brotan las ilusiones, las pequeñas victorias, los papeles concedidos, el trabajo conseguido, la amistad que crece y aflora aún el invierno reinante, la acción de gracias por haber encontrado un grupo de gente que te ayuda desinteresadamente, sin pedir nada a cambio, simplemente por sentirnos hermanos y hermanas. El Reino de Dios, ese otro mundo posible y fraterno, que se hace presente en esta pequeña comunidad variopinta, multicultural e itinerante que se reúne los martes en la calle Mallorca,4 de Madrid, donde viven nuestras queridas amigas, Carre, Mayte y Pepa, mujeres rebosantes de ternura y solidaridad, luchadoras incansables para borrar las fronteras, diciendo con sus vidas que nadie es ilegal, que todos somos hermanos/as.
El color, el calor, la preocupación de unas hacia otros, la sonrisa, el trabajo, la lucha, la ilusión de quienes pasan por allí, hacen que cada celebración sea una fiesta de la vida, esa existencia diaria rebosante de incertidumbres, pero también de solidaridad, alegrías y ternura.
En medio de matrimonios, religiosas, emigrantes de distintas nacionalidades (aunque predominan los africanos), religiosos, solteros, y últimamente un preciosos perro, todas y todos comprometidos por un mundo sin diferencias ni exclusiones, más humano, en el que nadie sea ilegal… me siento bendecido por cada uno de ellos y ellas. Y, por lo tanto, por el Dios bueno al que podemos llamar con cualquier nombre: Dios, Alá, Padre y Madre, Bondad, Justicia, Esperanza, Libertad, Misericordia…
Al final se comparte lo que cada uno ha llevado para la cena. Es el ágape de una comunidad comprometida, fraterna, abierta, fronteriza. Es algo así como mi eucaristía semanal. Donde la muerte y el sufrimiento se concretizan y la resurrección se hace también presente, iluminando el presente y el futuro. Y la vida sigue su curso al bajar las escaleras, con una sonrisa en los labios y el gozo de haber podido celebrar la promesa de una nueva humanidad.
Volver arriba