Una Iglesia y unos ministros "débiles"

El que esto escribe está pasando un mes de julio habitando en dos mundos muy distintos, digamos que casi paralelos. La primera quincena en un campamento con unos 100 chicos/as, un campamento en tiendas de campaña, como los de hace años. Y la segunda peleándome con textos y libros teológicos nada veraniegos, “por culpa” de una tesis que avanza en medio de los calores del verano madrileño. Mejor la primera quincena, por cierto.

El caso es que leyendo un artículo sobre la Iglesia (WOLFGANG BEINERT, El sentido de la Iglesia, en J. FEINER – M. LÖHRER (Dir.), Mysterium Salutis, vol. IV/1: La Iglesia, Madrid, Cristiandad, 1973., pp. 298-320) he encontrado un argumento que parece una respuesta a la crisis de credibilidad sacerdotal actual, pero escrita hace 40 años. Su autor, el teólogo alemán Wolfgang Beinert, habla de la kénosis de Cristo, o sea, su autovaciamiento o debilitación máxima al encarnarse, compartir lo que somos los humanos y morir en la cruz (cf. Flp 2).

Beinert considera que la kénosis de Cristo consiste también en que ha querido depender de la debilidad de hombres concretos que son los apóstoles y sus sucesores:

"La Iglesia no sólo se define por el carácter "divino" de su esencia, sino también por su carácter humano. Este, al igual que aquél, no es algo accidental, sino principal. Por eso la Iglesia vive en la historia bajo el signo de un doble quebranto, causado por la contingencia, que forma parte inevitablemente de la naturaleza del hombre, y agravado por la pecaminosidad, que viene dada de hecho con el mismo ser humano. Por tanto, lo humano y lo demasiado humano en la Iglesia, su figura de Iglesia pecadora, integrada por pecadores, su imperfección a todas luces perceptible (y percibida de hecho), no constituyen un lamentable fracaso en su funcionamiento —un fracaso que no debería existir y que convendría minimizar—, sino una forma esencial de la presencialización de la salvación divina. La fuerza de Dios llega a su perfección en la debilidad: lo cual no significa una justificación de la debilidad, aunque excluya también todo título jurídico para una eliminación de la imperfección de la Iglesia. En virtud de su apostolicidad, las afirmaciones de soberanía y de poder únicamente son aplicables a la Iglesia bajo el prisma de la debilidad kenótica. Hay que constatar ambos aspectos a la vez, sin excluir ninguno de ellos: ni su grandeza ni su pecaminosidad. De lo contrario, caeríamos en la tentación de un triunfalismo superficial, que entona himnos a la Iglesia con tanto entusiasmo como falta de realismo, o sucumbiríamos a una mística del pecado, que sólo ve en la Iglesia la suma de todos los males y una total carencia de espíritu cristiano” (W. BEINERT, El sentido de la Iglesia, p. 308)


Lo anterior no es ninguna excusa ni justificación, pero sí una invitación a aceptar con humildad las acusaciones justas. Y asumirlas. Y las consecuencias coherentes, según Beinert, han de ser éstas:

“Cristo llevó a cabo la salvación identificándose en la kénosis con la realidad cotidiana y abdicando así del poder; o más exactamente: pronunció su palabra poderosa al revelar, en una obediencia absoluta y en el olvido de sí, su respuesta libre a la voluntad del Padre. La pobreza de Cristo que la Iglesia tiene que ejercitar es, por tanto, amor; lo cual equivale a la renuncia a los deseos de tenencia y posesión —que hacen poderoso al hombre—, alcanzando así el poder infinito anejo a la carencia de todo poder: la libertad de la entrega total en el amor perfecto. De esta forma, la Iglesia, al ser y hacerse pobre, puede revelar ante los ojos del mundo el poder del amor y vigorizarlo liberándose de la impotencia propia del poder mundano, que consiste en la esclavización al mal” (W. BEINERT, El sentido de la Iglesia, p. 313).


¿Se imaginan si todos los que han (hemos) recibido algún ministerio ordenado en la Iglesia se pusieran (nos pusiéramos) en serio a cumplir estas palabras?
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