De cisnes negros y blancos: una música, dos finales.

Tomando nota de una buena costumbre de los blogs de cine, comienzo advirtiendo al lector que en este post se va a revelar el final de dos películas, así que, si no quiere que se las cuenten antes de verlas, ¡hasta aquí puede leer!

Y hecha la advertencia, sigo. He visto con pocos días de separación dos películas muy distintas, recientemente premiadas, una en Francia y otra en Estados Unidos, y me ha llamado la atención que las dos emplean de modo muy impactante la misma música en el momento decisivo de su desenlace.

Me refiero a la película de Xavier Beauvois De dioses y hombres (Des hommes et des dieux, Francia, 2010), sobre los monjes franceses asesinados en 1996 en Argelia, por un lado, y a Cisne negro, dirigida por Darren Aronofsky y protagonizada por la oscarizadaNatalie Portman.

En una escena simbólicamente admirable, la primera película nos muestra la última cena de los monjes en su monasterio antes de ser secuestrados. Sin palabras, sólo con la música del comienzo del Acto II del Lago de los Cisnes de Tchaikovski, y unos primeros planos impresionantes (¡magníficos actores, por cierto!), el director logra transmitirnos que esa última cena revive el ambiente pascual de la otra Última Cena. Los cambios de la música y de las caras manifiestan sucesivamente alegría, miedo, aceptación. Nos muestran la entrega auténticamente pascual de los monjes, que han asumido su posible destino martirial. Ellos no quieren, de entrada, ser mártires, pero deciden, en unos diálogos de discernimiento muy logrados en la película, no abandonar su monasterio y la población rural en la que viven profundamente encarnados. Su secuestro y muerte anunciada transmiten, en medio del drama, serenidad y esperanza pascual.

En cambio, la película Cisne negro nos narra paso a paso la autodestrucción de una perfeccionista joven bailarina. Su deseo de protagonizar la famosa obra saca lo peor de sí misma, y la hace hundirse en un abismo de esquizofrenia y pérdida de sentido de la vida. La misma música que pone un excepcional marco sonoro a la cena pascual de los monjes, acompaña ahora el hundimiento final y trágica muerte de la joven, transformada en un juguete roto con la inestimable “ayuda” de su madre y del director de la obra, que sólo saben perjudicarla. El final de esta película nos llena de desasosiego y nos deja un sabor muy amargo.

La misma música y dos finales trágicos. Pero… ¡qué distintos! Uno es de entrega pascual y plena; otro, de una autodestrucción improductiva y absurda. En ambos casos, la música de Tchaikovsky nos conmueve. En el primer final, esa música nos hace sentir las cimas de dignidad y autenticidad que puede alcanzar el ser humano. En el segundo, nos llena de tristeza por tantas vidas desperdiciadas y destruidas, ofrecidas a un cruel y opresivo Dios Moloch: el Dios de la fama, del dinero, del actual vacío y sinsentido actual de parte de la cultura occidental, de la desesperanza.

Ocurre más a menudo de lo que parece: una sola música y dos finales opuestos. La cara y cruz de la historia. Los cisnes blancos y los negros. Los mismos discursos y las interpretaciones opuestas. Un mismo evangelio y modelos de vida contrarios. Y mejor lo dejamos ya aquí.
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