La Ciencia Ficción y el Pecado Original. ®
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Vuelve a oirse del envío a Marte de una nave tripulada. Se trata del programa Mars One, que pretende partir de la Tierra el próximo 2024. Ya tiene registrados 200.000 voluntarios. ¡Doscientos mil...!
Noticias como ésta nos dejan pasmados ante el arrojo del ser humano, presto a sobrepasar su habitat «hasta el infinito y más allá». Para añadir mérito a estos propósitos recordemos que con ellos el hombre obedece, aun sin pensarlo, el mandato del Creador de "dominar la tierra"; igual a decir la entera Creación. (Gn 1, 28)
Es maravilla que muchas de las fantasías nacidas de la imaginación de escritores como Julio Verne y su De la tierra a la luna hayan sido confirmadas por la realidad, cuando no superadas. De mi juventud recuerdo novelas sobre civilizaciones interestelares con historias de desbordante imaginación; de hipótesis sobre criaturas casi angélicas con las que sus autores diluían el misterio de la Creación. Mucho influyó en el nacimiento de estas alucinaciones el libro del astrónomo Flammarion (1920), La pluralidad de mundos habitados.
Vienen a mi memoria algunos de los mejores especialistas en esta literatura: Stapledon, Lovecraft, Plans... Casi contemporáneos a ellos nos dieron emociones e incisiva filosofía otros, para mí superiores, como el católico John R. R. Tolkien . Y bien anterior podemos contar al reverendo irlandés Jonathan Swift (1667-1745), con su Viajes de Gulliver y la sorprendente descripción de los satélites de Marte que Gulliver recibía de los sabios de una isla volante que se gobernaba por la fuerza de la gravedad. (Nada de extrañar con un Isaac Newton contemporáneo de Swift.) También es digno de mención H. G. Wells con La máquina del tiempo, y La isla del doctor Moreau.
Otros autores precursores o continuadores interpretaban a su manera, a su loca manera, misterios arqueológicos y supuestas pruebas de visitantes extraterrestres. Era el llamado realismo fantástico lanzado por nombres como Louis Powell, Eric von Däniken o Daniel Danyans.
La literatura de Ciencia Ficción nos ofrece inspiradores juegos de prestidigitación con el ingenio y el misterio. A menudo una propuesta bien manipulada y, muchas veces, con algunas dosis de poesía e, inclusive, teología. Sin embargo -¡Ay, los sin-embargos!-, no todo era bueno. Mal tufo deja a este género el haber sido tan divulgado desde la URSS, de donde salían centenares de miles de ejemplares gracias a los copiosos presupuestos que el Estado soviético les dedicaba. ¿Por qué? Pues está bien claro, porque se abandonaba la fe en la creación por un solo y único Dios. Al mismo tiempo, desde la Cuba castro-estalinista se difundía una casi religión, esotérica, cuando no seudo-luciferina, por bibliotecas públicas de la América Hispana. Yo mismo, apasionado de sus relatos, conseguí libros entonces muy difíciles en España, como Crónicas Marcianas (Bradbury) que me lo trajeron de La Habana (1969), o la Nebulosa de Andrómeda, (Efrémov) regalo de un amigo a su vuelta de un viaje de negocios a Moscú (1971).
La razón de financiar las ediciones con dinero estatal era presentarnos la autonomía de la criatura-hombre respecto de su Creador... que, por supuesto, siempre se da por inexistente. Un creador al que se rechaza volviendo a la teoría de generación espontánea, al gusano que surge de la manzana, al negacionismo abstruso que ya desmontaron los sabios de Grecia -Tales, Parménides, Sócrates... - y sus ideas de la Perfección Absoluta. No obstante, nada arredra a los fantasiosos por cuyo mensaje, subliminal o directo, el hombre es una realidad inexplicada... Patente oposición a la enseñanza católica de que el hombre es la razón de que exista el Universo. De esto, hoy, la teoría antrópica da la razón a San Pablo cuando afirmaba que "Dios nos escogió desde antes de la creación del mundo." (Ef 1, 4)
Un gramo de metafísica
¿Cómo puede entenderse que de la nada salga el Universo? ¿O que sea una exageración de energía y belleza destinada a que nadie la admire? ¿Cómo admitir que lo que no existe pueda darse a sí mismo la existencia? ¿En qué cabeza cabe que no hubo una causa primera detrás del big-bang inicial? Ahora, cuando, según el Nobel Weinberg, podríamos entender un Universo en su doble infinitud por el extremo de su origen y por el de su fin, ¿no retomamos con ello la vieja definición de Dios enseñada por la Iglesia: Principio y fin de todas las cosas? Lo que viene a significar que no tiene principio ni fin. Una idea de eternidad ya empieza a darnos la astrofísica con la teoría, todavía no ley, de la alternancia de expansión y contracción que hacen al cosmos inextinguible.
Las historias de ciencia-ficción quieren enseñarnos un universo autónomo. Para el materialismo, y su hijo el liberalismo, resultan enormemente útiles pues, repito, nos inyectan el abandono de la fe. Y una vez huérfanos de referencia ésta la encontraremos en el endiosamiento del hombre masificado. (Gn 3, 5) Es decir, descartada la firme idea de un Dios, Creador y Padre, nos ilusionaremos agarrándonos a la brocha del absurdo.
Pensemos que somos herederos de las escrituras judías en tanto que las asumimos por el aval de la encarnación del Cristo que en ellas se anuncia (Isaías 54, 13); interesantes por eso y nada más que por eso. Reparemos en que la antes llamada Historia Sagrada nos reservó los más antiguos relatos de fantaciencia, y perdónenme la broma. ¡Qué les voy a decir...! Solo con la expulsión de los ángeles rebeldes podría hacerse una novela “de batallas galácticas”. O con la visión de Ezequiel; o con un Elías raptado en un carro de fuego; o la destrucción de Sodoma y Gomorra por una lluvia desintegradora; o Moisés cruzando el Mar Rojo a pie enjuto, y el sol detenido por Josué, y la ballena de Jonás, y etc. etc. Historias cuyo detalle no importa tanto por sus prodigios cuanto por lo que enseñan.
Todavía hay un género sutilmente más opuesto al pensamiento trascendente, cristiano. Antes que la actual literatura fantástica hubo otra, con autores como Rudyard Kipling o, más tarde, Edgar Rice Bourrougs que nos hablaban de niños que se criaban y vivían entre animales. Así, respectivamente, El libro de la selva, que los Korda recrearon para el cine; y Tarzán de los monos. Literatura que devoré en mi niñez adolescente, protagonizada por superhombres en selvas paradisíacas, animales nobles e ingenuos salvajes.
Tanto Kipling como Bourrougs se adherían a la doctrina liberal de que jamás se produjo el Pecado Original. Ambos se inspiraban en el modelo del Emilio, aquel niño silvestre que Rousseau quiso convertir en prueba de una robotizada inocencia del hombre... El quid del asunto es que si se conseguía "instruir" -sólo con literatura, claro- sobre la inocencia mítica del Paraíso, de ello se concluiría la inocencia de Adán y Eva. Y, si en ellos no hubo pecado, Cristo jamás habría sido necesario. Por tanto, o nunca existió o fue un farsante. Tacada de carambolas...
Nada nuevo bajo el sol, puesto que desmontar la identidad divina de Jesús ha sido y es el objeto de todas las herejías. De ahí los medios a bombo y trompeta para estos autores. Igualmente el respeto reverencial para Freud, o para el “Humanismo integral" y "La Nueva Cristiandad” con que el marxista y pretendido tomista Maritain encandiló a los pontífices conciliares, o a sus curias, tan aficionados, todos, a bailar al borde del abismo y pisando una pastilla de jabón.
No tenemos más que oir a los nuevos teólogos y su falsa divinización del hombre, presentada casi a la letra con los mismos argumentos de la masonería. Propuesta que entresacan del Evangelio de San Juan y de los Padres de la Iglesia. Pero escondiendo que esta divinización la comunica solamente Cristo; sólo lo es para quienes aceptan y reciben a Jesús, el Verbo. Y también de San Ireneo, de San Atanasio y de Santo Tomás de Aquino. No dejaré este párrafo sin añadir las debidas referencias, pues son tan formidables que no compartirlas sería desatención a mis lectores.
San Juan.- Jn, 1: (...Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros... y a los que creen en su nombre -Cristo-Jesús-, les dio potestad de ser hijos de Dios; los cuales no de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino de Dios nacieron.)
San Ireneo.- haer., 3, 19, 1: (Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina se convirtiera en hijo de Dios.)
San Atanasio de Alejandría.- Sermón De Incarnatione, 54, 3: (Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios).
Santo Tomás de Aquino.- opusc 57, In festo Corp. Chr., 1: (El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que habiéndose hecho hombre hiciera dioses a los hombres).
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A propósito del Pecado Original.
Y es que si lográramos desembarazarnos del Pecado Original seríamos entonces lo más de lo más. No ya aquella creación generosa colmada de dones preternaturales -que Adán y Eva tiraron a la basura- sino la repanocha total, el desiderátum... Francamente, es tan estúpido esto que sólo puede explicarse por la locura que la soberbia fatalmente produce.
El Pecado Original es el efecto de un don muy superior: la Libertad. La que se nos concedió, ya en aquella primera hora, para escoger con voluntad propia el bien y buscar al Padre creador de la vida, la terrestre y la eterna. Buscarle para amarle sin coacción ni mandato. "No me mueve, mi Dios, para quererte el cielo que me tienes prometido..." según el maravilloso soneto atribuido a San Juan de Ávila. Que, si bien miramos, aquel pecado de nuestros primeros padres no fue tanto un estigma o execrable bufido de orgullo, sino consecuente con la necesaria facultad de amarle, o no amarle, por imperio de nuestro albedrío. El verdadero amor es efecto de ese divino regalo, digámoslo otra vez, que se vuelve vía única para amar a Dios sobre todas las cosas. Y al próximo como a uno mismo.
Amar a Dios es la razón y la esencia de nuestra naturaleza que nos distingue de toda otra criatura. Desiguales de nuestros primeros padres con respecto a su culpabilidad somos, sin embargo, pecadores; como siempre lo seríamos aunque ellos no hubieran pecado. Por eso nos llamamos pecadores, porque lo somos. En el sentido de que podemos pecar, rebelarnos, pasar de Dios, ignorarle... ¿Qué mérito tendría la honradez donde el engaño fuera imposible? Con respecto al Génesis no somos víctimas inocentes de un Dios que nos castiga por la sedición y orgullo de otros sino un producto cuya calidad se averió de salida. Y, como es bien sabido, cuando unos padres por sus vicios pierden su hacienda y salud, transmiten a su descendencia esa ruina y esas enfermedades.
Pensemos en el inmenso amor preferencial hacia nosotros, la especie hombre, distinguida entre todas, aun de aquellas celestes hermanas del inmortal Luzbel. La redención decidida desde la Trinidad, en tanto que criaturas, cobra sentido por el don de ser capaces de preguntarnos, asombrarnos y anonadarnos ante lo excelso e inabarcable. El broche final de todo esto es Jesu-Cristo, único posible salvador ayer, hoy y siempre. Porque de Jesucristo, al que creemos Dios mismo, recibimos consciencia de nuestro destino triunfador de la muerte por su encarnación, su enseñanza y su sangre. (Gen 3, 22) Una realidad que da sentido a esta vida terrena frágil, difícil y efímera... y, muchas veces, tan hermosa que ya anuncia la venidera.
«No hay otro nombre bajo el cielo por el que podamos ser salvos», dijo San Pedro. (Hch 4, 12) Ya puede don Francisco decir lo que quiera en su disparatada vicaría de Jesús, que esta afirmación del Pescador sigue siendo el fundamento de nuestro ser y existir.