Día de difuntos, fiesta de la Vida ®

(Cinco minutos y medio)

En este día tan familiar y de tan gran misterio, como lo es el hecho de morir, no puede uno escaquearse de proponer sus observaciones.

Va para yo qué sé cuánto que descubrí un pequeño detalle del epílogo del Apocalipsis. Es aquel en que San Juan cuenta la visión de un ángel que le visita y él se postra a sus pies, pero el ángel levantándole le enseña: «No hagas esto, pues que soy un siervo igual que tú...» (Ap 22, 9) De lo que se deduce que si el ángel nos considera iguales es porque pertenecemos a su mismo orden sobrenatural.

En el libro del Génesis se cuenta que Dios después de crear el firmamento nos modeló en barro insuflándonos su aliento de vida. En las antiguas escrituras significa "hálito" y, también, "viento". Una "energía santa" venida de Dios, de quien somos templo. (1 Co 3, 16; 1 Pe 4, 14) Algo que no lo son los demás cuerpos y seres terrestres. Por lo que ese regalo nos otorga una singularidad procedente del "Único-Que-Es".

Así nuestra fe en Jesucristo es la respuesta al Pecado Original, del que no es tan importante calificarlo como el aceptar su concepto. Respuesta optimista y feliz puesto que es filosóficamente impensable que Luzbel-Lucifer pudiera imponerse al plan de Dios y frustrarlo. Con este "génesis", aun si venido y repetido desde la "noche de los tiempos", creer en la resurrección es más fácil que no creer.

"Creo en la resurrección de los muertos"

«—Pero, oiga, parece que usted no ve que la muerte es la destrucción de toda esperanza, el argumento definitivo de la nada; la refutación de la más ilusoria inmortalidad.»

En los años de mi juventud la muerte no se ocultaba en tanatorios asépticos -mentirosos - sino que la honrábamos en nuestras casas. Comprendo muy bien que la terrorífica evidencia de la descomposición, la visión dramática de un ser querido descendido a una fosa nos sacude hasta enterrar con él todas las ilusiones. Ese momento que es, sin discusión, “La Hora de la Verdad” pues que nos planta cara a cara con una fe débil, de la que huiremos más o, si es fuerte, para abrazarla como apuesta definitiva.

Con la enseñanza de la Iglesia católica aprendemos que la muerte no es final de viaje; que aun con todas sus tinieblas este túnel tiene una salida espléndida. Está prometido que después de la gestación en el útero del tiempo, Dios nos alumbrará a la Vida interminable... Así se desprende de la bellísima metáfora de Jesús: «La mujer, cuando está de parto, tiene congoja, pues llegó su hora; mas cuando da a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que nació un hombre al mundo.» (Jn 16, 21)

Inmortales

Somos inmortales por la fe en Jesús Nazareno, su redención de cruz y su resurrección. Si el mismo Dios de las escrituras promete abrir nuestros sepulcros...: «y os haré salir de ellos. [...] os infundiré mi espíritu y viviréis (...)» (Ez 37, 12b -14), todavía Jesús, su Hijo, el Verbo, se compromete a más en esta condición: «Quien cree al Hijo tiene vida eterna; quien no quiera creer al Hijo no verá la vida eterna...» (Jn 3, 36) (¡Qué poco Asis-tido estaba Jesús del nuevo ecumenismo...!)

Piense mi lector que si no existiera la vida eterna sólo nos quedaría la nada; que "la existencia" y "la nada" son ideas contradictorias. Que la nada es metafísicamente incapaz de producir lo que existe. Por tanto, la Creación, la vida y el espíritu tienen una causa primera, a la que llamamos Dios. No somos meteoritos destinados a quemarse tras brillar un segundo en la noche. El mensaje cristiano nos coloca delante de esta maravilla: nuestra originaria inmortalidad se corrompió por la seducción del soberbio, pero sólo lo fue en su carcasa pues que la esencia de inmortalidad quedó intacta, indestructible. ¿Dónde está la incineradora que aniquile el soplo de Dios? La Buena Nueva del cristianismo es justo esto: nuestra restauración en Cristo que tras anonadarse en nuestra naturaleza (Fil 2, 7-8) resucitó en aquella otra genuina que Él nos restituye.

Por tanto, el rescate de Jesús nos garantiza las ofertas más bellas que en los libros antiguos sólo son promesas : «Los sabios (los santos bautizados) brillarán con el esplendor del firmamento; los que enseñaron el amor (la Caridad) resplandecerán por siempre, como las estrellas.» (Dn 12, 13) «Dios al hombre le rescata de la fosa y le corona de amor y de ternura» (Sal 103, 4) Así se comprende que quienes encuentran la fe — es un regalo que hay que pedir al cielo —, reaccionen como el mercader de perlas que lo vendió todo para adquirir la más valiosa. (Mt 13, 4)

Creados, engendrados para vivir siempre.

Por todo esto, que podemos recordar al pie de una lápida, la resurrección prometida por Jesús Nazareno es el producto estrella de nuestra fe, junto al descubrimiento, antecedente, del tierno amor de Dios - Padre, Hijo y Espíritu Santo - que distingue al cristianismo de todo otro credo y testamento. El Evangelio predicado por San Juan nos enseña que «(...) tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca sino que tenga vida eterna.» (Jn 3, 16)

Miremos ahora lo que nos dice el ciego de Damasco: «Porque si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó.Y si Cristo no resucitó, vana es vuestra fe: aún estáis en vuestros pecados (la naturaleza perecedera). Si nuestra esperanza en Cristo la tenemos solamente puesta en esta vida, somos los más dignos de lástima de todos los hombres.» (1 Co 15, 16 y ss)

Estoy seguro de que si preguntamos qué es lo que resucitará en nuestra resurrección el noventa por ciento de las respuestas será para el alma, ya "liberada" del cuerpo. Pero los católicos creemos que en el trance de nuestra muerte sólo se cumple el exterminio de lo caduco y renovable. Con el cuerpo nada más muere una mitad de nosotros pues somos una unidad compuesta de cuerpo y alma. No somos espíritus sin cuerpo, como los ángeles, ni cuerpos sin alma como las piedras. Por tanto Dios no resucita a simples cadáveres sino que reintegra criaturas-hombre completas. Cualquier otra cosa qué resurreción sería... Desde luego no la de la Iglesia, sino la de las logias.

Así, en concordancia a nuestra doble composición materia-espíritu podemos concluir que los muertos no existen; es decir, que el "señor Y" o "la señorita X" a cuyo entierro asistimos no son "muertos" sino personas cuyo cuerpo se desprende, como capullo de crisálida, a espera de su restauración total. Lo cual nos lleva a la doctrina del Purgatorio enseñada directamente por el único Maestro y Señor de la Iglesia. (Mt 12, 32) Recordemos una vez más que cuando éramos inocentes sólo se nos prohibió comer de un árbol, el de la Ciencia del Bien y del Mal, con cuya infracción quisimos arrebatar a Dios el juicio sobre lo bueno y lo malo. Lo cual implica que todos los demás árboles del Edén estaban allí para nuestro libre uso y, de entre ellos, el Árbol de la Vida que nos hacía inmortales también en el cuerpo. (Gn 2, 9; 3, 22)

En consecuencia, si fuimos creados para la inmortalidad es que ésta es una cualidad propia nuestra. Lo dice con inigualable frase San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para tí y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en tí." (Confesiones) Lo que confirma a su vez el libro de la Revelación, que es lo que significa Apocalipsis, al prometer que «[...] al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el Paraíso de Dios.» (Ap 2, 7)

Dios quiera que seamos siempre odiados de la iniquidad en lugar de encandilados por su poder. Que a Él le sirvamos con intención entregada y le alabemos con humildad. De modo que en la hora de la muerte nos mande ir a Él para que con sus santos le alabemos por los siglos de los siglos. Amén. (De la oración "Alma de Cristo..." atribuida a San Ignacio de Loyola)

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