¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué le hemos abandonado? ©

(Dos minutos)

«Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
mueveme el ver tu cuerpo tan herido,
muevenme tus afrentas y tu muerte.»
(Anónimo)


En cinco días será Viernes Santo

* * *



Señales de la divinidad de Jesús las hay en abundancia en los Evangelios pero pocas tan dramáticas como sus palabras en la cruz. Podemos destacar aquellas en que trata al Padre con matices de familiaridad inconcebibles para un aventurero y en aquella situación: “Abba”, papá. O las también impresionantes con que pidió al Padre perdonase a los que no sabían lo que hacían. El tema de hoy es el lamento de Jesús que mayor perplejidad suele despertar entre los bautizados: «¡Dios mío!, ¡Dios mío! ¿Por qué me has abandonado?» (Mt 27, 46) Así que vamos a analizarla según la enseñanza tradicional de la Iglesia...

Aproximadamente por el año 1957 presencié una proyección de diapositivas sobre la famosa Sábana Santa, conservada en Turín, y de la que se disponen pruebas históricas, arqueológicas, botánicas, médicas... de que fue la misma en la que se envolvió el cuerpo de Jesús en su sepultura.

Veinte años después escuché a un médico describir desde su enfoque forense la concordancia de las manchas del lienzo con la anatomía del cuerpo que las originó. Indiscutible la del golpe del esbirro de Caifás que le partió la nariz, patente en las manchas. Sin discusión, la huella de la bofetada de un soldado del Sanhedrín en el juego del «Adivina quién te dio.» Perfectamente claras las de sangre de sus manos y pies traspasados. Y si pudiera objetarse que todo eso era común entre los crucificados nos queda la singularidad de la lanzada en el costado y los chorros secos de sangre en su frente, que sólo y nada más pueden ser de "Jesús Nazareno".

Entre otras cosas el conferenciante destacó que a aquel ajusticiado, Jesús, al permanecer colgado de unos clavos en estudiado tormento que le provocara la asfixia, se le hacía muy trabajoso completar frases. Razón por la que Jesús se dirigía a sus oyentes alternando el susurro con la voz en grito, por la dificultad de llenar de aire los pulmones. Esto revela por qué no todos los testigos podían entenderle. Precisamente la frase que nos ocupa fue dicha en arameo: «Eloí, Eloí, lamá sabakhthani», y ya algunos de los presentes entendieron que llamaba a Elías. Si esto fue así con los directos espectadores del Gólgota, qué no sería sin la guarda de la Iglesia, en especial en sus biblias de antes del Concilio Vaticano II. Las que la Iglesia leyó sin la guía de los rabinos.

También nosotros hemos de ver que se yerra garrafalmente cuando se cree que Cristo, al recitar esas palabras manifestaba haber sido abandonado de Dios. Error muy propio de quienes discuten su naturaleza divina.

Sin embargo... Todo cambia diametralmente cuando descubrimos que esas palabras son el comienzo del mesiánico Salmo 21, de David, que nos describe el padecimiento que habría de pasar el Hijo del hombre. Este salmo empieza con tales palabras y concuerda con Isaías 53, 3 y su descripción del “siervo de Yahvé”. Su lectura se la recomiendo al lector.

Francamente, ¿a quién se le ocurriría lamentarse de un tal abandono recitando un salmo? Ni a Rocambole... Nadie hace una cosa así en trance de muerte; es absurdo. Tan chocante como si se pusiera a recitar la lista de los Reyes Godos. Y más aún en Jesucristo, que sólo en tal recitado citó como Dios al que siempre había llamado Padre...

Pero volvámonos al crucificado y mirémosle otra vez ahogándose por el estiramiento de los brazos y el peso de su cuerpo que le va matando de asfixia. Efecto fatal en los miles de crucificados de aquel tiempo, a los que se les ponía a los pies una especie de misericordia donde apoyarse, con el doble objeto de aliviar la asfixia y dilatar una tortura a la que se ponía fin partiéndoles los huesos de las piernas.

Si, ahí, para nuestra memoria hedonista y autoidólatra está Él en la cruz cada Viernes Santo. En estado semicomatoso, ya bien azotado -"cuerpo de Cristo, sálvame" - por especialistas hasta los límites legales. Contemplémosle. Parece una res en la cámara de un matadero, colgado de unos enormes clavos que le desgarran muñecas y pies y le arrancan tendones con un dolor paralizante... La nariz rota, un labio partido, el ojo izquierdo que no puede abrir. Un hombre al que la sangre riega su cara, sus cejas y párpados por la corona de espinas que le perforan la frente y de las que la Sábana Santa conserva incluso las huellas de sus punzadas.

Y examinemos que es en esa situación de extrema debilidad cuando Jesús intenta decir algo a los que pasan por delante de Él y le insultan, curiosean, se burlan... o se anonadan. Tiene que ser muy importante lo que les está diciendo desde lo alto de la cruz y en semejante tortura. Tan intensa que apenas si puede hacerlo en versos sueltos, entrecortados. Y lo que oyen los presentes es el inicio del Salmo 21, de David. Algo que sólo se explica por el deseo de auto-señalarse ante el pueblo judío, sabedor de las profecías sobre el “varón de dolores”, el libertador del pecado, el redentor. Como si les dijera: “Miradme, yo soy ése que describen vuestros libros sagrados..."

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
[...]
Pero yo soy gusano, que no hombre;
oprobio humano y mofa de la plebe.
Todos los que me ven de mí se burlan,
chasquean los labios, la cabeza agitan;
-En Dios confía, que Él le haga libre,
pues que tanto le ama venga Él a salvarlo.
[...]
Banda de malhechores me anda en torno,
mis manos y mis pies me han traspasado,
y puedo ya contar todos mis huesos.
Míranme ellos, y viéndome se gozan;
mis ropas se reparten
y acerca de mi túnica echan suertes.»

Cuando David escribió este salmo no podía imaginarse un crucificado. Ni nosotros al llegar a la vida esperar tanto amor - "no lo hay más grande que dar la vida por los amigos" - del mismo que nos la regaló y nos diseñó en su fe para tenerla abundante: "El que cree en mí vivirá para siempre". Pensar en ese crucificado ahoga el pulso, el corazón se estruja como un estropajo hasta llorar con o sin lágrimas por tanto acomodarnos, por ejemplo en Asís, a la corriente que nos arrastra a su olvido.


Muéveme, en fin, tu amor de tal manera,
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera
pues si lo que espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.



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