Jacobo y las riquezas del oro. ©

Carlos dio un respingo y casi gritó: «- ¡Jacobo! ¡Es Jacobo! Seguro que es él.»

Así se decía mientras colocaba en la percha del coche el traje de su mujer recogido de la tintorería. Ya, cuando le observaba atender a las señoras que estaban delante pensó decirle que su cara le recordaba a un amigo; pero se contuvo pues le vio con prisa y sin un mínimo gesto de sintonía. Se quedó en el coche sin ponerlo en marcha, dudando si volver a la tintorería a refrescarle la memoria y darle un abrazo. Finalmente, decidió pasarse por allí otro día y en horario de menos trabajo.

¡Qué recuerdos…! Se conocieron cuando muchachos veinteañeros en el antiguo frontón de pelota y cancha de baloncesto de la calle Alfonso XI. Aquel viejo Fiesta Alegre a media distancia de la Puerta de Alcalá y la plaza de la Cibeles, al que el Real Madrid había convertido en Club Social… Allí, aparte de la pelota vasca y las apuestas, jugaba la sección de baloncesto sus partidos de liga. Justo aquel año ganaba el campeonato de España con los inolvidables Emiliano, Luik, Buscató, Sevillano, Lolo Sainz… Aún no había acabado la década de los cincuenta.

No era entonces el fútbol la afición de Carlos sino el baloncesto. Pero sobre todo el ajedrez. Esa era la razón de hacerse socio juvenil, por el deseo de jugar con Arturo Pomar en una de sus simultáneas. Como Jacobo fue uno de los jugadores seleccionados y el único de la edad de Carlos, fue entonces que entre ellos se inició una duradera amistad.

Conduciendo hacia su casa pensaba con nostalgia en sus raras y escasas tardes de aficionado. Carlos, que trabajaba en una empresa cercana al frontón, no siempre podía acudir a la cita. Por el contrario, Jacobo tenía todo el tiempo del mundo. Una sonrisa se le escapó al recordar cómo se hería su amor propio cuando su nuevo amigo le ganaba; y lo extraordinario que le parecía que éste, sin embargo, mostrase tan rara indiferencia cuando perdía.

De todo esto hacía tantos años… A ver… Carlos echó cuentas: « - Sin duda, cerca de cuarenta.»

Recordó que Jacobo tenía una inteligencia y cultura poco corrientes, aunque por su delicada salud, que le traía a Madrid por largos períodos, llevaba muy retrasado el Bachillerato. Decía que a su padre no le importaba tanto el curso de los estudios sino el que cada hijo se hiciera cargo de una parte del negocio. Pertenecía a una conocida familia de Lugo propietaria de estratégicos establecimientos de platería y joyas en Santiago y otras capitales gallegas. Boyante negocio ampliado con una pequeña oficina de préstamos contra garantía de alhajas.

Jacobo, en Madrid, vivía con su hermano mayor, Pedro. Éste, rebelde al plan familiar se licenció en Derecho, en Santiago; se casó y se unió a un importante gabinete jurídico y financiero del que su suegro era su presidente. Carlos guardaba de sus veladas en aquella estupenda casa-chalet de la colonia de El Viso una limpia simpatía, casi arrobada admiración hacia la cuñada de Jacobo, Isabel; joven dama de noble cuna, esbelta, elegante y de cálido trato. Con ellos, más que atenta, cariñosísima en las ocasionales tardes de merienda, muchas veces servida por ella misma o, cuando estaba fuera, por la frágil y viejita sirviente de apenas cuarenta kilos que con sus guantes impolutos y su cofia ladeada se presentaba de repente con un estridente “Señoritos…” obligándoles a quitar deprisa cosas de encima de la mesa. Su nombre era Hermenegilda pero ella quería ser llamada Herme... Y en secreto los dos amigos la llamaban Gilda.

Puesto que los días de sus tratamientos en el hospital la convalecencia de Jacobo desaconsejaba salir a la calle, a Carlos le encantaba acompañar a su amigo en tan acogedor ambiente.

De los cuatro hermanos sólo dos trabajaban para su padre, razón por la cual Jacobo se incorporó de inmediato cuando, felizmente, fue curado de su mal. Con su traslado a Vigo, poco a poco, insensiblemente, la distancia y los deberes imposibilitaron el trato. Hasta este día en que su amigo le reconoció atendiendo el mostrador de una tintorería.

Por la noche, Carlos le contó la anécdota a su mujer.

- ¡Qué casualidades tiene la vida! – comentó ella. - ¿Por qué no le llamas mañana? En el tique de caja seguramente venga el teléfono.

Carlos se hurgó los bolsillos y encontró el papel.
- Acertaste. Aquí está. Es el siete... tres... siete...

Lo apuntó en la agenda de bolsillo. Mas, aun con esta sincera intención Carlos, entonces encargado de los negocios para España de una importante multinacional, demoró llamarle hasta pasadas dos semanas. Quiso antes resolver urgentes tareas en Marruecos y, a la vuelta, ya tantearía el deseado encuentro. También darse tiempo para desbrozar en su cabeza si ello sería oportuno, después de tantos años, en sólo Dios sabía qué ánimo y qué situación atravesara Jacobo.

Se citaron en los salones de un hotel cercano a la tintorería. Jacobo estaba puntual esperándole. Se levantó con su “seria sonrisa” de siempre y se estrechó con Carlos en un fuerte abrazo.

- ¡Qué cosa tan buena este encuentro, Jacobo!

Éste confesó:

- Desde que vine a Madrid pensé que esto podría ocurrir.

- Pues, somos cuatro millones, o más, de habitantes – dijo Carlos con una carcajada.

Acomodados y ya servida la consumición Jacobo le comentó a Carlos que tenía muy buen aspecto.

- Se ve que las cosas te han ido bien y me alegro no sabes cuantísimo.

Un rictus de tristeza se le insinuó mientras lo decía y Carlos, que se dio cuenta, trató de suavizarlo.

- Bueno… Tú algo conoces de mi infancia y mucho más de mis años adolescentes y de juventud. Vamos, que sabes que lo mío no fue un lecho de rosas.

- Sí, pero eso, sin duda, te fortaleció en la vida. Luchar en solitario es una escuela formidable.

- Te agradezco el consuelo; tú también pasaste las duras pruebas de tu tumor.

Siguieron hablando más de una hora sobre sus recuerdos. Carlos preguntó por la cuñada, Isabel.

-¡Ah! Pedro e Isabel estuvieron diez años sin conseguir un hijo pero, al final de muchos médicos, y más que paciencia, tuvieron dos gemelos y, un año después, una niña. La verdad es que a Isabel no le pesan los años. Está tan guapa como siempre.

- Bueno – recordó Carlos -, tu hermano se casó cuando ella recién cumplió los dieciocho. Tuvo una suerte fantástica al ser su elegido.

- Pues, sí, es verdad. Siempre se lo digo a Pedro.

- Por favor, dales mis recuerdos.

Jacobo asintió:

- Claro, por supuesto. Aunque hoy las cosas no son como antes. Quiero decir que sólo nos vemos una o dos veces al año.

Se repantigó en la butaca.

- ¿Y no me vas a preguntar qué hago yo en una tintorería?

- Esperaba que tú me lo dijeras. Pero, si tardas un poco más, desde luego que te lo habría preguntado.

Jacobo entonces le contó que su padre en la gestión del negocio se volvió loco, un verdadero tirano que no admitía opinión enfrentada a las suyas. Que desde que murió su madre la viudez acentuó sus defectos a grados de grave enfermedad, con episodios violentos. En las tiendas decayó la clientela

porque los diseños quedaban anticuados, los escaparates eran de otro siglo. Solamente les visitaba gente de más de sesenta años, por simple tradición. El hijo del orfebre, que había estudiado el oficio en Roma, no quiso trabajar para ellos y se fue a Barcelona.

- Mi padre cada vez era más tacaño. Llegamos a pasar hambre, hambre física… de la de comer.

- Pero yo creo – interrumpió Carlos – haberte oído decir que teníais mucho oro.

- No recuerdo… - Jacobo se mostró sorprendido. – Mira Carlos, eso era lo de menos. Sí, es verdad, mi padre tenía mucho oro. Te marco con énfasis “mi padre”, no la familia. El problema, terrible, fue que no lo vendía nunca porque se sentía morir con la sola idea de perderle precio. Decía que por qué vender hoy si mañana estaría más caro. Y por esa maldita avaricia todo se iba arruinando. De sufrir estúpidas carencias que disimulábamos en casa, pasamos a atrasar pagos a los proveedores, a los talleres, a los engarzadores. Incluso nuestra vida se arruinaba a grados de agitanamiento y miseria no imaginables.

Para destacar lo grotesco del caso, Jacobo apuntó:

- Fíjate. Me anovié con una chica, Lolita, y cuando salía con ella nunca tenía mucho más dinero que para pagar una coca cola.

- Por Dios, Jacobo – exclamó Carlos - ¡qué me estás diciendo! Eso es un clarísimo caso de locura.

Jacobo se encogió de hombros.

- No lo sé… Es una enfermedad muy corriente aunque, en el caso de mi padre, aguda en extremo. Yo creo que un gen judío le invadió el cerebro. Esa pasión de puño cerrado “en previsión de malos tiempos”, como él decía, no tiene otra explicación. La previsión dejaba el uso del dinero para la tumba.

Se quedaron mirándose sin mirar, pensativos. Carlos juzgó la sinrazón con palabras muy acertadas:

- Como el chiste ese de vender el coche para pagar la gasolina.

Jacobo se debatía entre el disgusto y el deseo de descargarse con el amigo de confianza. Probablemente pensó que la conversación le vendría bien. Adelantó la butaca, colocó los codos en los brazos y la barbilla sobre las manos cruzadas y, como el trapecista que se lanza sin red, continuó:

- Unos dos años antes de su muerte mi padre conoció a una mujer aún joven y de exuberancias bien colocadas, una polaca de buen ver y malas artes. Mi padre empezó a venir tarde por las noches, a veces un poco ebrio. Dispuesto a discutir por todo. En un alarde derrochador se compró un coche, un Renault utilitario, que como no sabía conducirlo – Jacobo adoptó su cara de póquer - lo regaló a… ¡la polaca!

Carlos escuchaba con afecto comprendiendo que la breve descripción escondía un drama de muy duro y largo sufrimiento para Jacobo. Éste continuó:

- Con tal escenario un día así y otro peor, me di cuenta de que estaba viviendo dentro mismo del infierno. Rico, por los depósitos de oro, pero en la más real de las miserias; el negocio de las tiendas desaparecido desde el momento en que los empleados ya no pudieron cobrarse sus salarios con el género que se vendía; mis hermanos, dispersos arreglando sus vidas como podían. Y yo con un padre cada vez más violento y más dominado por el sexo que la polaca le sabía dosificar.

Cambió el tono para aclarar:

- No vayas a creer que me oponía a que tuviese una mujer, estando viudo en nada me disgustaría que encontrase una nueva compañera... ¡Pero no semejante ejemplar salido del circo de Manolita Chen!

Carlos le sugirió un gesto de aprobación.

Jacobo tragó saliva, respiró hondo y de su garganta más que de su boca iban saliendo las palabras:

- Un tarde de domingo la... señora esa nos propuso salir a dar un paseo en el R7, el Renault que – hizo el signo de las comillas - “le compró” mi padre. Yo iba pensando en qué querrían decirme pues la propuesta era bastante rara. Fuimos a unos diez kilómetros, dejamos el coche entre la sombra de unos eucaliptos y empezamos a andar hacia un remonte desde donde se ven pasar, abajo, los trenes. Era un sitio al que cuando era niño solíamos ir mi padre y yo. Él y la polaca andaban ridículamente cogidos de la mano. Yo les seguía separado unos tres pasos. Se colocaron al borde de la vertical… A mí estos sitios siempre me dieron vértigo y procuré apartarme, pero ellos dos… ellos dos… - Jacobo mira hacia al techo y vuelve a mirar a Carlos - Mi padre pareció escurrirse al pisar alguna arenilla sobre la piedra.

Carlos exclama:

- ¡No me digas que...!

- Los dos se despeñaron golpeándose los cuerpos en el terraplén como si fueran de trapo. El de mi padre quedó sujeto por unos tojos. La autopsia informó de muerte por rotura múltiple craneal. Pero la polaca cayó hasta el final quedando justo encima de los raíles del tren. Todavía había sol en el cielo. Corrí al coche y conduje como pude hasta un restaurante de carretera cercano. Llamé a la Guardia Civil que me dijo esperase allí mismo. Subimos al lugar para descubrir el camino de acceso a los cuerpos. Mandaron una unidad urgente a socorrer a la mujer pero el TALGO de Madrid llegó antes y la partió en dos.

- Presumo que se abriría una investigación – apuntó Carlos totalmente atrapado por la historia.

- Naturalmente, por supuesto. Estuve unos cuatro meses de trámites y citaciones. Realmente muy poco por la suerte de que el informe que se hizo "a prueba de vista", dictaminó accidente.

Callaron. A pesar de las voces de los clientes que poblaban el hall del hotel Jacobo y Carlos se sentían envueltos en el silencio más absoluto. Carlos no sabía qué pensar ni qué decir. Volvió la cara a la ventana. Los coches de la calle le avisaron de que ya era noche cerrada. Miró la hora, las diez. Al fin, y para superar la mala atmósfera que dejó la narración de Jacobo, se le ocurrió preguntar:

- ¿Tienes familia? Familia tuya, quiero decir. ¿Te casaste con Lolita?

- No. Lolucha me dejó y durante un tiempo me dediqué a viajar.

Volvió la vista a Carlos para continuar:

- El realizable que repartimos los hermanos no fue finalmente tan poca cosa. Después de dos años sabáticos durante un tiempo busqué en donde invertir y diversificar. Además compré la tintorería y parece que acerté porque marcha por sí sola, y bastante bien.

- Sí, ya he visto. Pero no me has contestado del todo. – Jacobo no entendía. – Quiero decir que si te casaste, si tienes familia.

- No. Hasta hoy nunca quise que nadie cargara con mi pasado.

- Ese “hasta hoy” ¿no significa nada...?

Jacobo alcanzó un vaso que aun tenía algo y lo apuró. Le brillaron los ojos de nuevo.

- Pues significa eso, que pronto cerraré con un final feliz todo lo que te he contado.

- ¿Qué nombre tiene ese final feliz?

- Raquel. Por estar cerca de ella fue que adquirí la tintorería.

Se levantaron, llegó el camarero y Carlos intentó pagar sin que Jacobo se lo permitiera. Éste, poniéndose el abrigo confesó:

- ¿Sabes? Aunque por su edad Raquel ya no puede tener hijos, estamos preparando la boda para este verano… Va a hacer un año que vivimos juntos. - Como pidiendo comprensión explicó: - Al menos estamos seguros de que nos sabremos llevar.

- En todo caso - sentenció Carlos - yo creo que la peor de las compañías es la soledad.

La reunión tocaba a su fin y Carlos le ofreció:

- ¿Te llevo a algún sitio?

- No, gracias. Vivo aquí cerca y voy andando.

En el abrazo de despedida Jacobo informó, como si fuera noticia de primera plana, que desde que se fue de Madrid no volvió a jugar al ajedrez.

- Ni yo – contestó Carlos.


De nuevo en el coche la impresionante historia que acababa de oír le asaltó con interrogantes que no quería enfrentar. Pero en su cabeza unas neuronas le repetían: «… un sitio al que cuando era niño solíamos ir mi padre y yo.»

Llegó a casa. Al oírle, su mujer se levantó del sofá llevando en la mano el libro que estaba leyendo.

- ¿Has cenado? Te hemos dejado comida que te caliento ahora mismo.

- No, no he cenado; pero tampoco tengo ganas.

Carlos contó a su mujer la historia de Jacobo y, al llegar al episodio de la excursión, expuso su sospecha de un intento de parricidio, asesinato de Jacobo a su padre y a su amante. Pero su mujer no era del mismo parecer.

- No, no tiene visos. ¿Y sabes por qué? – Cerró el libro de sus manos y Carlos se sentó a su lado. – Porque es mucho más creíble que el padre y la polaca quisieran deshacerse del hijo… Me parece muy raro que le invitasen con el propósito de hablar y que Jacobo no te dijera de qué hablaron. Tenía que ser importante y, aun así, no te contó nada. Está claro que esa no era la razón de la excursión. Jacobo les estorbaba más que “un chino” en el zapato y es muy natural que, dada la adicción del padre a la... "poderosa" polaca, hubiera ya un plan para eliminarle. Que una vez allí, al borde del mirador y sabiendo el padre del vértigo de Jacobo, al contemplar el paisaje, un simple empujón bastaría para… Pero ocurrió lo que ocurrió. Que el padre resbaló, perdió el equilibrio y si estaban, como te dijo Jacobo, cogidos de la mano, en su caída arrastró a su amante.

- Pues, sí, - convino Carlos - creo que fue así. Además esta versión explica que la Guardia Civil cerrase el caso enseguida y no se pasara a Penales. Tal vez, después de investigar las conductas irregulares de las víctimas llegaron a la misma conclusión que tú. En este supuesto, el inicial dictamen de accidente se mantuvo hasta el final.

- Y conociendo a la Guardia Civil es también muy posible que por piedad hacia el huérfano, o por innecesaria, callaran cualquier otra interpretación dejando como única la del accidente.

- Oye, oye, qué contento me dejas. La teoría del parricidio resulta ahora, al revés, mucho más cierta. Era más intención de los amantes que de Jacobo, que ni siquiera propuso la excursión. - Carlos se levantó, le apresó la cara a su esposa y se la besó admirado y orgulloso. - Pero qué lista eres, mi amor…

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