Jesucristo es Dios (I) Y seguirá siéndolo en el Nuevo Orden Mundial. ®
No podemos rechazar la divinidad de Jesucristo.
No podemos.
Justamente la Iglesia Católica, por lo que su adjetivo significa, no tenemos derecho ni facultades para escamotear el nombre de Cristo a los pueblos que le ignoran, o para conformarnos a sus enemigos escondiéndole. Bien podríamos aceptar que la figura de Cristo no ha de ser una pedrada contra los que lo rechazan, pero nunca la Iglesia habrá de enterrarlo por cortesías de mercado.
Si los actuales príncipes de la Iglesia, en virtud supuesta de no entorpecer el pretendido Nuevo Orden Mundial, creen conveniente rebajar la cualidad divina de Jesús, mejor les sería atarse al cuello una piedra de molino y tirarse al mar.
Por el contrario, si en la conciencia acariciamos y guardamos la certeza de que Jesucristo es Dios, todo lo que en la vida hagamos estará implícitamente guiado hacia Él. En Él viviremos, nos moveremos y existiremos. (Hch 17, 28) Así la Iglesia nada temerá de los llamados vientos de la historia, entendiendo aquí que el temor no es el de perder la vida - ...y, después de todo, ¿qué es eso, la vida?... - sino el dejar a la tierra sin la luz del cristianismo.
Consideremos, por tanto, que Jesucristo es Dios y, de todas todas, reforcemos entre nosotros que no hay bajo el cielo otro nombre por el que seamos salvados de nuestra autodestrucción. (Hch 4, 12)
Jesucristo es Dios, porque El lo afirmó, ser Dios mismo, y delante del sumo sacerdote de quien sabía tenía poder para entregarle a la muerte… Como, en efecto, lo declaró reo. (Lc 22, 69) ¡Y de qué muerte!
Jesucristo es Dios, porque dijo de sí mismo ser el Hijo de Dios. (Mt 7,21; 12, 50)
Jesucristo es Dios, porque así lo subrayó al decir que el Padre y Él son una misma cosa. (Jn 14, 9)
Jesucristo es Dios, porque dijo ser anterior a Abraham. (Jn 8, 58)
Jesucristo es Dios, porque de Él Abraham hubiese querido ver aquellos sus días. (Jn 8, 56)
Jesucristo es Dios, porque dijo ser mayor que Jonás y Salomón. (Mt 12, 42)
Jesucristo es Dios, porque se antepuso a toda elección advirtiéndonos, exigiendo, que el que no dejase padre, madre, hacienda y casa por su nombre, y aun a sí mismo, no sería digno de Él ni, consecuentemente, de entrar en el reino de los cielos. (Mt 10, 37)
Jesucristo es Dios, porque perdonaba pecados como sólo Dios puede hacerlo. (Lc 5, 21)
Jesucristo es Dios, porque afirmó que vendrá a juzgar a las naciones al final de los tiempos. (Mt 25, 31-46)
Jesucristo es Dios, porque se proclamó dueño de toda potestad en los cielos y sobre la tierra. (Mt 28, 18)
Jesucristo es Dios, porque en la sinagoga de Nazaret se identificaó con la profecia de Isaías - aquel precristiano Isaías que murió mártir aserrado por la mitad -, de la cual proclamó a los asistentes: «Esto que acabáis de oír se ha cumplido hoy.» (Lc 4, 21; Is 56, 1).
Y aún hay más afirmaciones de su divinidad a pesar de que, al menos al principio, no podía llamarse a sí mismo Dios, ante unos judíos para los que era maldito y culpado de muerte todo aquel que nombrara al Dios Innombrable o se refiriera a sí mismo diciendo como en el Sinaí: Yo Soy.. De ahí la extraordinaria ocasión, que se recoge arriba, de los inicios de la Pasión: "Vosotros lo habéis dicho."
Sí, señores, así lo creemos, que Jesucristo es Dios. Nada de comparsa entre cientos de dioses; nada de lider político, nada de icono revolucionario al gusto de una ideología. ¡Es Dios!
¿Quién con sano juicio puede usar de su figura con fines revolucionarios originados en aquel blasfemo e irracional día -¡qué paradoja! ¡qué despropósito!-, en que la Diosa Razón lo echó de Francia?
Jesucristo, Dios infinito, sin principio ni final.
Jesucristo, “el que es” sin recibir el ser de nadie; nacido de una virgen, como fue profetizado en tanto que singularidad que le identificaría. Pero, si nacido de mujer, criatura al fin, originado también como hijo del Altísimo que la "cubrió con su sombra". Y si hijo, consustancial al Padre. (Lc 1, 35)
Jesucristo es Dios, porque sus afirmaciones aunaban en Él las filosofías y profecías de Sócrates-Platón-Parménides citándose ser, Él mismo, Camino, Verdad y Vida. (Jn 14, 46)
Jesucristo es Dios, porque se definió a sí mismo como la luz del mundo, de todo el que al recibirle se libra de las tinieblas de la muerte. (Jn 8, 12)
Jesucristo es Dios, porque San Juan nos lo presenta como la Luz Verdadera que alumbra a todo nacido de mujer. (Jn 1, 9)
Jesucristo es Dios, porque ante Pilatos se señaló bajado a la tierra para dar testimonio de la Verdad, es decir, de Dios, como interpretaron el culto gobernador y su esposa. (Jn 18, 28)
Jesucristo, Majestad de los Cielos, Dios mismo al que no le importó dejar su gloria, bajar a la tierra y, por nosotros, anonadarse hasta la condición de siervo. (Anonadarse significa hacerse la nada...) Y asemejarse a los hombres, hecho obediente hasta la muerte... Por lo cual el Altísimo le exaltó con un nombre que por siempre estará sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos. (Fil 2, 5-11)
Jesucristo es Dios.
Un Dios tan grande como un bebé nacido en un pesebre, según fue profetizado en las viejas escrituras. (Miq 5, 2)
Más deslumbrante todavía, Jesucristo es Dios e igual de grande aun metido en una hostia y dentro de un sagrario. Como hostia, consagrada en los altares en cuanto "pan vivo bajado del cielo" (Jn 6, 51); cordero, víctima en forma de trigo y uvas según el Sumo Sacerdote Melquisedec, que rompe con el sacrificio de Aaron; víctima ofrecida en un altar de sacrificios y dispuesta para ser consumida. Ofrenda pura y sin mancha "desde donde sale el sol hasta el ocaso". No en una mesa de comer, en solo recuerdo de una cena, confusión hoy muy extendida y que la Iglesia evitó separando su deglución con un previo ayuno.
Sin embargo, nosotros, en la dirección inversa del Dios que se abaja y nos busca, queremos crecernos, dar rienda a nuestro orgullo, ansiamos superarle, sustituirle para, fatalmente, olvidarle.
Nosotros, el Punto Omega de la vanidad y del humanismo integral.
Nosotros, criaturas hechas con la misma materia que cualquier animal.
Nosotros, aun así, vértice entre el polvo que se olvida y la intuición de eternidad.
Nosotros, apenas un ramo de hematíes que late y vive y puede helarse.
Nosotros, el hombre, como mucho una interrogación en el firmamento.
Qué paradoja que los hombres del tercer milenio de su era queramos igualarnos con Dios, cuando ni siquiera podemos asegurarnos ni una sola hora de vida, ni darnos un codo más de estatura.
Sin embargo...,
Jesucristo-Dios nos sigue esperando. No nos pierde de vista y hasta nuestros cabellos tiene contados. (Mt 10, 30; Lc 12,7) Qué consolador es saberle paciente con nuestro atolondramiento y saber que puede convertir nuestra agua en vino; mi agua y la de todos. Sucia como la de aquellas tinajas de las abluciones que sólo Él puede convertir en el mejor de los vinos.
¡Oh, Señor…!
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue Jesús mío,
que a mi puerta, cubierta de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
"Alma, asómate ahora a la ventana;
verás con cuanto amor llamar porfía!"
¡Y cuántas, hermosura soberana,
"Mañana le abriremos", respondía
para lo mismo responder mañana!
Este soneto de Lope ha valido como oración para muchos cristianos y, en estos tiempos de rebajas, bien será que lo recordemos y lo aprendamos de memoria.
No podemos.
Justamente la Iglesia Católica, por lo que su adjetivo significa, no tenemos derecho ni facultades para escamotear el nombre de Cristo a los pueblos que le ignoran, o para conformarnos a sus enemigos escondiéndole. Bien podríamos aceptar que la figura de Cristo no ha de ser una pedrada contra los que lo rechazan, pero nunca la Iglesia habrá de enterrarlo por cortesías de mercado.
Si los actuales príncipes de la Iglesia, en virtud supuesta de no entorpecer el pretendido Nuevo Orden Mundial, creen conveniente rebajar la cualidad divina de Jesús, mejor les sería atarse al cuello una piedra de molino y tirarse al mar.
Por el contrario, si en la conciencia acariciamos y guardamos la certeza de que Jesucristo es Dios, todo lo que en la vida hagamos estará implícitamente guiado hacia Él. En Él viviremos, nos moveremos y existiremos. (Hch 17, 28) Así la Iglesia nada temerá de los llamados vientos de la historia, entendiendo aquí que el temor no es el de perder la vida - ...y, después de todo, ¿qué es eso, la vida?... - sino el dejar a la tierra sin la luz del cristianismo.
Consideremos, por tanto, que Jesucristo es Dios y, de todas todas, reforcemos entre nosotros que no hay bajo el cielo otro nombre por el que seamos salvados de nuestra autodestrucción. (Hch 4, 12)
Jesucristo es Dios, porque El lo afirmó, ser Dios mismo, y delante del sumo sacerdote de quien sabía tenía poder para entregarle a la muerte… Como, en efecto, lo declaró reo. (Lc 22, 69) ¡Y de qué muerte!
Jesucristo es Dios, porque dijo de sí mismo ser el Hijo de Dios. (Mt 7,21; 12, 50)
Jesucristo es Dios, porque así lo subrayó al decir que el Padre y Él son una misma cosa. (Jn 14, 9)
Jesucristo es Dios, porque dijo ser anterior a Abraham. (Jn 8, 58)
Jesucristo es Dios, porque de Él Abraham hubiese querido ver aquellos sus días. (Jn 8, 56)
Jesucristo es Dios, porque dijo ser mayor que Jonás y Salomón. (Mt 12, 42)
Jesucristo es Dios, porque se antepuso a toda elección advirtiéndonos, exigiendo, que el que no dejase padre, madre, hacienda y casa por su nombre, y aun a sí mismo, no sería digno de Él ni, consecuentemente, de entrar en el reino de los cielos. (Mt 10, 37)
Jesucristo es Dios, porque perdonaba pecados como sólo Dios puede hacerlo. (Lc 5, 21)
Jesucristo es Dios, porque afirmó que vendrá a juzgar a las naciones al final de los tiempos. (Mt 25, 31-46)
Jesucristo es Dios, porque se proclamó dueño de toda potestad en los cielos y sobre la tierra. (Mt 28, 18)
Jesucristo es Dios, porque en la sinagoga de Nazaret se identificaó con la profecia de Isaías - aquel precristiano Isaías que murió mártir aserrado por la mitad -, de la cual proclamó a los asistentes: «Esto que acabáis de oír se ha cumplido hoy.» (Lc 4, 21; Is 56, 1).
Y aún hay más afirmaciones de su divinidad a pesar de que, al menos al principio, no podía llamarse a sí mismo Dios, ante unos judíos para los que era maldito y culpado de muerte todo aquel que nombrara al Dios Innombrable o se refiriera a sí mismo diciendo como en el Sinaí: Yo Soy.. De ahí la extraordinaria ocasión, que se recoge arriba, de los inicios de la Pasión: "Vosotros lo habéis dicho."
Sí, señores, así lo creemos, que Jesucristo es Dios. Nada de comparsa entre cientos de dioses; nada de lider político, nada de icono revolucionario al gusto de una ideología. ¡Es Dios!
¿Quién con sano juicio puede usar de su figura con fines revolucionarios originados en aquel blasfemo e irracional día -¡qué paradoja! ¡qué despropósito!-, en que la Diosa Razón lo echó de Francia?
Jesucristo, Dios infinito, sin principio ni final.
Jesucristo, “el que es” sin recibir el ser de nadie; nacido de una virgen, como fue profetizado en tanto que singularidad que le identificaría. Pero, si nacido de mujer, criatura al fin, originado también como hijo del Altísimo que la "cubrió con su sombra". Y si hijo, consustancial al Padre. (Lc 1, 35)
Jesucristo es Dios, porque sus afirmaciones aunaban en Él las filosofías y profecías de Sócrates-Platón-Parménides citándose ser, Él mismo, Camino, Verdad y Vida. (Jn 14, 46)
Jesucristo es Dios, porque se definió a sí mismo como la luz del mundo, de todo el que al recibirle se libra de las tinieblas de la muerte. (Jn 8, 12)
Jesucristo es Dios, porque San Juan nos lo presenta como la Luz Verdadera que alumbra a todo nacido de mujer. (Jn 1, 9)
Jesucristo es Dios, porque ante Pilatos se señaló bajado a la tierra para dar testimonio de la Verdad, es decir, de Dios, como interpretaron el culto gobernador y su esposa. (Jn 18, 28)
Jesucristo, Majestad de los Cielos, Dios mismo al que no le importó dejar su gloria, bajar a la tierra y, por nosotros, anonadarse hasta la condición de siervo. (Anonadarse significa hacerse la nada...) Y asemejarse a los hombres, hecho obediente hasta la muerte... Por lo cual el Altísimo le exaltó con un nombre que por siempre estará sobre todo nombre; para que en el nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los infiernos. (Fil 2, 5-11)
Jesucristo es Dios.
Un Dios tan grande como un bebé nacido en un pesebre, según fue profetizado en las viejas escrituras. (Miq 5, 2)
Más deslumbrante todavía, Jesucristo es Dios e igual de grande aun metido en una hostia y dentro de un sagrario. Como hostia, consagrada en los altares en cuanto "pan vivo bajado del cielo" (Jn 6, 51); cordero, víctima en forma de trigo y uvas según el Sumo Sacerdote Melquisedec, que rompe con el sacrificio de Aaron; víctima ofrecida en un altar de sacrificios y dispuesta para ser consumida. Ofrenda pura y sin mancha "desde donde sale el sol hasta el ocaso". No en una mesa de comer, en solo recuerdo de una cena, confusión hoy muy extendida y que la Iglesia evitó separando su deglución con un previo ayuno.
Sin embargo, nosotros, en la dirección inversa del Dios que se abaja y nos busca, queremos crecernos, dar rienda a nuestro orgullo, ansiamos superarle, sustituirle para, fatalmente, olvidarle.
Nosotros, el Punto Omega de la vanidad y del humanismo integral.
Nosotros, criaturas hechas con la misma materia que cualquier animal.
Nosotros, aun así, vértice entre el polvo que se olvida y la intuición de eternidad.
Nosotros, apenas un ramo de hematíes que late y vive y puede helarse.
Nosotros, el hombre, como mucho una interrogación en el firmamento.
Qué paradoja que los hombres del tercer milenio de su era queramos igualarnos con Dios, cuando ni siquiera podemos asegurarnos ni una sola hora de vida, ni darnos un codo más de estatura.
Sin embargo...,
Jesucristo-Dios nos sigue esperando. No nos pierde de vista y hasta nuestros cabellos tiene contados. (Mt 10, 30; Lc 12,7) Qué consolador es saberle paciente con nuestro atolondramiento y saber que puede convertir nuestra agua en vino; mi agua y la de todos. Sucia como la de aquellas tinajas de las abluciones que sólo Él puede convertir en el mejor de los vinos.
¡Oh, Señor…!
¿Qué tengo yo, que mi amistad procuras?
¿Qué interés se te sigue Jesús mío,
que a mi puerta, cubierta de rocío,
pasas las noches del invierno oscuras?
¡Oh, cuánto fueron mis entrañas duras,
pues no te abrí! ¡Qué extraño desvarío
si de mi ingratitud el hielo frío
secó las llagas de tus plantas puras!
¡Cuántas veces el ángel me decía:
"Alma, asómate ahora a la ventana;
verás con cuanto amor llamar porfía!"
¡Y cuántas, hermosura soberana,
"Mañana le abriremos", respondía
para lo mismo responder mañana!
Este soneto de Lope ha valido como oración para muchos cristianos y, en estos tiempos de rebajas, bien será que lo recordemos y lo aprendamos de memoria.