La Misa de Sir Alec Guinness ©
Esta efemérides me destaca la conversión al catolicismo del gran actor inglés, unos ocho años antes.
Pío XII, muy próximo a su muerte, fue su última audiencia, le recibió en privado. A nadie sorprenderá, sabida la afición al cine de aquel papa - sesenta alocuciones en su defensa - que hablasen de su aprovechamiento para cristianizar el mundo. También podemos imaginar al papa Pacelli interesándose por el inicio de la conversión; de lo que Alec Guinness aseguró fue por la liturgia católica. Por la Misa hoy llamada de Rito Extraordinaro. (Un papa ante la historia, Georges Roche, Edit. Luis de Caralt, Barcelona 1973, ps. 414-415).
Este irenismo rebautizado “nuevo ecumenismo”, empieza necesariamente por reducir las tres grandes religiones monoteístas a una sola propuesta, lo cual, como es obvio, obliga a que todas sacrifiquen algo de sus credos. De acuerdo con esto, aunque cada cual renuncie a algo, la religión más despojada será aquella que más doctrina sobrenatural contenga. Es de cajón que el objetivo más deseado, y más posible, sea la Iglesia de Roma; por su organización y disciplina jerárquicas centradas en el Papa. Ninguna otra ofrece la facilidad de ser influenciada a través de una sola persona, en especial si se la diviniza, en contraste con el Islam y los judíos, todos ellos desgajados en múltiple variedad de sectas y subgrupos con disciplinas independientes.
Ahora bien, lo que nos afecta a la Iglesia católica es el hecho de que no se pierde lo mismo de una fe recibida del Dios hecho hombre ("Seréis enseñados por Dios mismo", Jn 6, 45; Is 54, 13 y Jer 13, 33) que por renunciar a un libro, por ejemplo, el Corán, o a unos preceptos morales, como los de Confucio. La nueva “pastoral” basada en un concilio atípico, sin autoridad religiosa, y no en la cátedra de San Pedro que sí la tiene, lleva medio siglo sacándose de la manga – como los tahúres - una nueva predicación y culto que puedan armonizarse con quienes hasta este minuto no han cejado en perseguir a Cristo.
Por esa persecución y por esos planes, se cambiaron muchas cosas, justo en el culto que le es debido; con necesarias modificaciones que debilitasen nuestra percepción de la divinidad de Jesús. ¿Por qué? Porque influidos por lo nuevo a practicar dejaríamos de creer en lo que siempre habíamos creído. Para ello era necesario que Paulo VI aprobara un Novus Ordo dirigido como missil a la desacralización de nuestra religión. Esto de la desacralización lo anunciaban multitud de sacerdotes y nuevos teólogos, muy en particular como más decididos - osados, temerarios, violentos - los hijos del Padre Arrupe.
Esta desacralización se muestra en la libérrima misa del Concilio Vaticano II impuesta, sin respeto al derecho de los fieles. Nadie honrado que haya vivido el ayer y el hoy de lo que hablamos podría imaginar poco o nada de lo que se avecinaba con la nueva liturgia. En España más agravado por el rechazo a cargos eclesiales de "los simpatizantes con los vencedores de nuestra guerra o, peor, preferidos los candidatos del lado perdedor", según recomendación de Juan XXIII a 'sus' obispos de España.
Nada nos sorprenda, pues, de los desahucios de Dios en sus templos. El que primero se manifestó fue la marginación de los sagrarios con respecto a los altares...
«Separar el Tabernáculo del altar sería lo mismo que separar dos cosas que por su origen y naturaleza deben permanecer unidas.» (Pío XII, Alocución al Congreso Internacional Litúrgico, celebrado en Roma y Asís, 18-23 de septiembre de 1956).
Repasemos una aberración que la Iglesia - todos los bautizados - deberíamos haber impugnado del atrevimiento del estamento clerical -"minorías audaces" - en la desacralización del Credo. Con intenciones evidentes de oscurecer, o eliminar si se les hubiera dejado, la confesión expresa de la divinidad de Jesús.
Hace unos pocos años, en la misa nueva los fieles notamos que el Credo de Nicea, que era preceptivo por igual en el misal de San Pío V y en el susodicho, se sustituía por el más antiguo, o Símbolo de los Apóstoles. "Para mayor ventaja", se dijo, también así se acortaba la duración de la Misa.
Los traductores al español del credo de Nicea, llegado al punto esencial de nuestra fe se decidieron por ignorarla, como veremos seguidamente. Se justificaban en que “lo de consustancial no lo entendía nadie” y se pasaron al Símbolo, con el que se libraban de rectificar, humillación impensable, la traducción incorrecta.
Veamos que, no obstante, en cada credo se confiesa la divinidad de Jesucristo.
Símbolo de los Apótoles.- «[...] está sentado a la derecha...»
En el tiempo en que fue compuesto, tan cercana la cultura egipcia, todo el mundo entendía que estar “sentado a la derecha” del Padre era una manera de decir que Jesucristo tiene su misma autoridad. Se recordaba al Primer Ministro del Faraón, como su principal delegado, que aparecía de pie y a su derecha, presto a ejecutar los deseos de su señor. Todos los niveles de gobierno sabían que sus decretos y funciones eran trasunto de los del Faraón.
El detalle diferenciador marcado en este Credo es que al confesar de Jesucristo que “está sentado” le reconocíamos igual al Padre porque "todo poder le fue dado en el cielo y en la tierra". (Mt 7, 29; 28, 16; Lc 4, 32; 22, 69) Esto es, que Jesucristo es Dios.
Si no quedaba suficientemente cerrado, como más tarde se hizo en Nicea —«Dios verdadero de Dios verdadero (…) de la misma sustancia que el Padre»-, bastaba la referencia egipcia para que todos entendieran. Sólo cuando se extendió la blasfemia arriana hubo que remachar más el mensaje. Sea esto dicho como prólogo al sinsentido de algunos pastores que sólo saben cambiar lo que están obligados a explicar.
Concilio de Nicea.- «[...] consustancial al Padre».
El Credo niceno, que en latín es el mismo para ambos misales, ordinario y extraordinario, fue cambiado sin decoro por los liturgistas españoles, que no tradujeron del latín sino, extraña cosa donde las haya, de la versión en lengua francesa. ¿Es posible que en la Iglesia de España ya no hubiera traductores fiables del latín? Desde luego que sí que los había, pero los traductores acudiendo a la versión francesa se exculpaban del desatino teológico.
Lo cierto es que, antes de este progresismo de cangrejos, en las traducciones de los misales de los fieles se decía que el Hijo, Cristo, era “consustancial al Padre” y ahora ya no. Hoy, el celebrante español y los fieles españoles hemos de decir que el Hijo es “de la misma naturaleza...”
Muchos nos aseguran que no hay diferencia y que es más inteligible para el pueblo decir “misma naturaleza” que misma sustancia. Sin embargo, estas insignificancias causaron en su tiempo grandes disturbios entre el pueblo fiel y los reinos – y papas - arrianos. Tan verdad es que de entonces viene el dicho: “Se armó la de Dios es Cristo.”
Aclaremos por qué se debe rechazar “de la misma naturaleza”.-
Usted, lector, sabe muy bien que un melón es “de la misma naturaleza” que otro melón pero, también, que los dos no son el mismo melón. Sabemos que una mujer y su hija son de una misma naturaleza, y mismo sexo, pero que la una no es la otra. La Iglesia puso mucho cuidado en explicarlo. Mejor que mis palabras acudamos a las del Prefacio de la Santísima Trinidad, que se recitaba en aquellas misas todos los domingos como constante catequesis magisterial, dogmática, acerca de la persona de Jesús.
«En verdad digno y justo es, debido y saludable, el darte gracias en todo tiempo y lugar, Señor santo, Padre omnipotente, Dios eterno.
Que con tu unigénito Hijo y con el Espíritu Santo, eres un solo Dios, eres un solo Señor; no en la unidad de una sola persona, sino en la Trinidad de una sola sustancia. Pues lo que de tu Ser glorioso por revelación tuya creemos, eso mismo sin diferencia ni separación sentimos de tu Hijo, eso mismo del Espíritu Santo. De suerte que en la confesión de la verdadera y eterna Deidad, adoramos la propiedad en las Personas, la unidad en la Esencia, y la igualdad en la Majestad. A la cual alaban los Ángeles y los Arcángeles, Querubines y Serafines, cantando incesantemente a una voz: ¡Santo, Santo, Santo, Señor Dios de los ejércitos! Llenos están los cielos y la tierra de tu gloria. ¡Hosanna en las alturas! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor!... »
Por eso el Credo católico del Rito Ordinario, en su texto latino, sigue afirmando que Cristo (Jn 14, 9; 16, 28) comparte con el Padre una misma y única sustancia divina. En inglés se dice: «...of one Being with the Father»; y en italiano: «...della stessa sostanza del Padre.» Lo que destaca que los responsables españoles cometieron una arbitrariedad herética intolerable, y que es un auténtico escándalo no ya la subordinación a los textos franceses sino
Preguntémonos:
¿Dónde está el quid del asunto?.- Sin duda en las utilidades que aporta para la destrucción del Cristianismo. Sabían bien los traductores que acostumbrándonos a decir y, por consecuencia, a pensar que Cristo es "de la misma naturaleza", sugerirían que puede haber otras naturalezas similares desprendidas de Dios Padre. De esta manera, Jesucristo pasa a ser uno más entre otros posibles. Si a Cristo no se le confiesa como Dios, es posible, es probable que antes de una generación se extinga esta burla de iglesia mil-millonaria de agnósticos buenistas, y quede y permanezca como ‘pequeño rebaño’, perseguida, como es su seña de identidad, la que lealmente atestigüe la fe de los Apóstoles. Lo dice nuestra tradición: «El que persevere hasta el fin ése será salvo.» (Mc 13, 13; Mt 10, 22 y 24, 13)
¿Dónde la solución de los males?
En volver a la autoridad ejercida con ayuda de la fuerza.- El orden no se alcanza ni se consigue sin la fuerza. Del mismo modo que la virtud personal requiere hacerse violencia, lo exige también el orden de cualquier sociedad. El bien debe superar al mal en medios de difusión y en instrumentos de defensa ante sus ataques. De nada valen el examen y la disección de nuestros errores si el "agere contra" se reblandece en la permisividad. El bien y la verdad tienen derecho a la libertad de expresión, por lo menos tanto como su oposición; el bien y la verdad tienen derecho a ser servidos y defendidos también con energía y total entrega, hasta de la propia vida; porque la vida no se merece sin el Bien y la Verdad, conceptos que definen a Dios mismo. Ni esta vida ni la que esperamos después de ésta.
El triunfo de este vomitivo buenismoes hacernos creer que la Iglesia "no está para condenar a nadie" y sí para adaptarse al mundo. Pero no se justifican las leyes por adaptarse al delito sino por evitarlo y reprimirlo. Este giro de 180 grados auspiciado por los papas buenísimos del post-Concilio - ¡van a ser canonizados todos! - es mucho más que una apostasía, es una deserción y una sedición. Porque el sentido de la Iglesia se justifica en todo lo contrario, esto es, por el mandato de su Fundador: «Id y enseñad a todas las gentes. El que crea en mí se salvará, y el que no, se condenará.» (Mc 16, 14-15)
Terminaré este artículo recurriendo otra vez al filmeLa caída del Imperio Romano. Muerto Marco Aurelio, quien, por cierto, se educó en España con sus abuelos; cuando su hijo bastardo, Cómodo, cae en duelo a muerte con Cayo Metelo Livio, los que minutos antes seguían a aquél proponen como césar al vencedor. Se vuelven al populacho y gritan:
«¡Ave, Livio! ¡Ave, César!» Lo cual la multitud repite enardecida.
Uno de los aduladores le dice: «El pueblo te aclama como César, el Imperio es tuyo, Livio.»
Éste se vuelve y les contesta: «Yo no os convengo como César. Mi primera orden sería mandar que os crucificasen a todos.»
Y entonces Livio y Lucila se van, mientras que el trono imperial se subasta al mejor postor.
Una voz en off acompaña los fotogramas finales de la película: «Así empezó la caída del Imperio Romano; que sólo se puede destruir a una gran nación cuando ella misma se ha destruido interiormente.»