Nuevas oleadas de inmigrantes asaltan España ©

Situación difícil para las autoridades de acogida, ante el nuevo aluvión de inmigrantes que se anuncia para antes de que empiecen las lluvias. A las duras situaciones que contemplamos se suma el problema de la atención médica, darles comida, una colchoneta y abrigo. Y eso no es todo. Lo importante es encontrar qué hacer con masas de seres humanos desvalidos, no cualificados, acostumbrados en sus países a esperarlo todo de aquellos que los explotan y se los quitan de encima. Que arriban a España como al cuerno de la fortuna por la insensata obediencia del Gobierno Zapatero, franquiciado intérprete de nuestra caridad.

A esto se suma el bombardeo con el que las ONG laminan Occidente encogiéndonos el alma. Las mismas fotos con distintos remites y comentarios al pie, de quienes se gustan tan llenos de santo humanitarismo. Circulan todavía algunas fotos que son de la guerra de Biafra. El mensaje es de este porte: Un chico gordo y coloradote y al lado el texto: «¿No te dieron tu paga de fin de semana...?» Al lado otra foto con un esqueleto viviente y el contraste: «Pues, él no tiene qué comer.» Y así, como con esos bebés adormecidos que alguna gitana exhibe pidiendo a la puerta de un mercado, las ONG muestran el drama que nos lleve derechos a hacer la transferencia. Cien euros y me quedo

tranquilo, particularmente si no quiero enterarme del apuro de esa familia de al lado, del vecino que necesita conversación, del hijo por el que tiré la toalla de comunicarme con él...

Lo dijo Jesucristo: “Los pobres siempre estarán con vosotros...” (Mt 26, 11; Jn 12, 8). Desde luego que sí, y en particular para responsabilizarnos del buen uso de los beneficios heredados de nuestros antecesores. ”Al que más se le dio más se le pedirá.” (Lc 12, 48)

Pues, bien, lo que hemos de dar es precisamente eso: lo que hemos recibido. No recibimos oro ni plata sino fe en Dios y en nosotros mismos; orden en la sociedad y en las conciencias, con muchas ganas de trabajar; capacidad de sacrificio y más trabajo. Y, en consecuencia, generosidad. Por supuesto, esta actitud debe empezar por los gobernantes y por aquellas magníficas instituciones de antes de la Segunda Guerra Mundial que se esforzaban en instruir a los naturales.

Tomemos por ejemplo el SIDA del que casi todo el África negra está enferma. Se habría evitado, yo lo creo firmemente, de continuar con la educación cristiana que se ofrecía por las metrópolis y la Iglesia. Una educación que el dislate libertario no puede dar como se demuestra en el liberacionismo predicado por los nuevos misioneros. Sospecho, sobre bases médicas conocidas por mi experiencia profesional, que el SIDA no es una pandemia provocada por experimentos, como se ha insinuado, sino el efecto de menospreciar los frenos éticos de tribu. Añadido a la deserción de los principios cristianos con los que la moral tribal podía ser bautizada.

Desprovistos de esas dos pautas morales, no ya el SIDA sino el infierno entero es el fruto seguro. ¿Qué hacen los nuevos misioneros? Reparten preservativos.. Y abren pozos de agua, dicen una misa que no sabemos qué cosa es, quieren mucho a sus indígenas... Pero llevan más de medio siglo sin ofrecer religión pues no pueden dar lo que no conocen. Son misioneros de Caritas pero no de la fe de la Iglesia que engloba todo bien. ¿Es que nunca sabremos valorar nuestra cultura cristiana? Parece que no, que preferiremos avergonzarnos de ella. La nueva humildad consiste en admirar a los protestantes y respetar a los ateos. De los musulmanes ni digamos: según las más altas instancias eclesiales “adoramos al mismo Dios”. Es la ciencia (?) teológica de la Iglesia de hoy. Así no es extraño que nos avergüence reconocer y defender todo aquello que la Humanidad perdió cuando empezó a romperse la Cristiandad.

Y es que la pobreza en el mundo no podemos evitarla nosotros solos; lo dice la Aritmética. Se necesita antes que nos caigamos del burro de la democracia salvaje y la entendamos como castigo más que como bendición. El castigo de darle al medio el trono que le quitamos al fin, Dios. El problema radica principalmente en una idea de libertad prostituida de intención, por la que pueblos que no estaban preparados se compararon con civilizaciones antiguas. Las nuevas libertades lo único que consiguieron fue separar a los pueblos de sus protectores y educadores, incluso de sus normas tribales que por bien de experiencia eran buenas, excepto en su desconocimiento del verdadero Dios.

África estaba siendo convertida casi toda a la fe católica, excepto algunas áreas de iglesias evangélicas y un mahometismo limitado a las viejas fronteras árabes de Oriente Próximo y costa norte. La mayoría de la población negra se consolidaba para Cristo. Y la formación católica, en su filosofía, su moral, su Credo, sus preceptos, en muy pocas generaciones habría dado a la negritud un gran protagonismo en el mundo.

Por supuesto, extraíamos las riquezas pero las gentes estaban muchísimo mejor que ahora. Se abrían carreteras, se cultivaba la tierra, se competía en el comercio, se levantaban escuelas y, en tanto que se inauguraban universidades, sus hijos venían a formarse a las metrópolis de Europa. El producto de sus riquezas se repartía, creo recordar que en algunos países superando el 60% de la utilidad para los naturales. Y no valoro la dirección y la administración, en alto porcentaje encomendada a órdenes religiosas cuyos miembros trabajaban gratis.

Preguntémonos qué árbol dio estos frutos de huida en masa. El árbol de la vuelta a la nada del animismo. A esas gentes se les quitó a Cristo, recién descubierto, y se les “liberó del opresor colonialismo”. Se les vendió el odio independentista para perderse en la explotación ideológica, de partidos, entre el hambre de su pueblo y la riqueza rápida de sus gobernantes.

Miremos el caso del Sahara y Guinea Española. Es un dolor que golpea a nuestro corazón cuando les oyes hablar de su pasado español, nunca llamado “colonial” ni por ellos ni por nosotros. Los guineanos estudiaban nuestros mismos libros de Bachillerato; tenían nuestros mismos héroes, reyes y santos; rezaban como nosotros y surgían familias cristianas nobilísimas; tenían su representación a Cortes, Seguridad Social y jubilación reglada... Igualmente los saharianos, los Hombres Azules... El español en su boca era encantador, además de perfecto. Nuestros africanos no magrebíes tenían el alma tan española como cualquiera de nosotros.

Es también verdad que en muchas naciones los cuadros dantescos que se envían a nuestros ojos no los miran allí igual. Desde su etnia y, sobre todo, desde sus gobernantes no ven las cosas igual que nosotros. No lo que nosotros vemos y cómo lo vemos. Tienen autoridades para quienes no hay seres sufrientes y apenas si ven a unos parias, “intocables”. Y cuando los ven suele ser como reclamos para las limosnas con que arruinan toda voluntad de recuperación. En algunas regiones ya ni se cultiva la tierra pues es más cómodo 'administrar' lo que se les manda.

Envíense, pues, a la ONU todas esas fotos de barrigas hinchadas y madres de pechos secos; esos torsos desnudos temblando de frío. Mandemos esas ironías comparativas, niño gordo niño flaco, a los libérrimos estadistas de esos pueblos. Esos contrastes que nos clavan en la conciencia vayan allí donde los vean sus embajadores en la ONU, la mentirosa y cínica ONU a la que el Nuevo Orden encargó la descolonización inmediatamente después de acabada la Segunda Guerra Mundial. Por cierto, un plan al que se adhirió la Iglesia de los pontificados de Juan XXIII y Pablo VI. (‘Pacem in terris’ y ‘Populorum progressio’, Carta del Papa Roncalli, 1963, a De Gaulle y al Legado de Argelia).

Allí, en Nueva York, en los amplios espacios que aún dispone la sede de Naciones Unidas, es donde deben levantarse los “campamentos de los santos”.

Señores, ni a España ni a Europa, ni a todo el Occidente puede 'culpársenos' de nuestra civilización, de nuestros siglos de cultura cristiana, de nuestro trabajo de generación en generación, de nuestros gobiernos -aquellos- ordenados bajo las leyes de Dios. Me refiero a lo que hoy todavía nos guía, aun si ya erradicado de nuestros estados.

Y menos que a nadie a nosotros, los españoles.

Porque, quien os escribe conoció una España en alpargatas que ya venían deshilachadas de caminar sobre la invasión francesa, la Guerra de la Independencia, la Primera República y los cantonalismos, Amadeo de Saboya, el cuento chino de la ayuda de los ilustrados, el reinado de Isabel II podrido de masones (como ahora), la subasta salvaje de la Desamortización con la avaricia de sus aprovechados que se quedaban fincas para dejarlas improductivas... Una patria exhausta de guerras internas por la defensa de su identidad, hundida en la desmoralización del noventa y ocho, sangrada en las guerras de Cuba, Filipinas y África, empobrecida en un desierto industrial y con una política de empleo funcionarial y burocrático. (Las carreras se objetivaban hacia la Iglesia, la Milicia y el Derecho, mientras que el sostén nacional recaía en el campesinado, la artesanía y la emigración a América).

Una España que tras la anarquía republicana sufrió una horrible guerra, tuvimos cinco en menos de cien años, que después de treinta y dos meses de fuego y sangre agotó sus endebles estructuras: campos sembrados de cráteres, casamatas y obuses sin estallar; regiones devastadas, ciudades salpicadas de escombros entre los que anduvimos de niños; miles de kilómetros de algo parecido a carreteras pero sólo para carretas de mulas; ferrocarriles o puertos inútiles al setenta por ciento. Y las cartillas de racionamiento que distribuían por semana a cada español un cuarto de kilo de azúcar, un octavo de litro de aceite, una barra de pan negro, un kilo de alubias, almortas, lentejas con bicho...; un país en restricción continua de carbón, de gasolina, de agua y de luz eléctrica. Y, sobre todo esto, el bloqueo económico del mundo occidental, nuestro mundo (¡qué baldón!), que pudo ayudarnos pero prefirió complacer a unos extraños patriotas que para que el resultado de la guerra cambiara de signo no les importó, tras el saqueo de una de las reservas de oro y plata más grandes del mundo y la rapiña institucional que transportó “El Vita” (cfr. Francisco Olaya, “El Expolio de la República”, Belacqua, 2003, Barcelona), contemplar desde su confort en París o México cómo nos diezmaba la tuberculosis.

Finalmente, solos pero con orden, paciencia y una emigración protegida, salimos adelante; y dispusimos por primera vez en nuestra historia del colchón económico de la clase media, fundamental lanzadera de una recuperación económica asombrosa iniciada tan pronto como los USA mandaron a freír espárragos a sus consejeros de izquierda (el Partido Demócrata del tendero Mr. Harry S. Truman, el de la pajarita).

No es verdad que seamos unos privilegiados obligados a dar cobijo, así porque sí, a todo el que lo exija... Nadie puede decir que somos unos pijos nenes de papá. Y, menos aún ciertos curas acomodados en la vagancia, acogidos a la explotación de sus orígenes humildes y misteriosamente promovidos en su progrez proletarista (!); los cuales, encima, no dan trigo, no cuidan de la fe de su alma, primero, ni consecuentemente de la de sus parroquias.

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