Podrá no haber poetas pero, siempre, habrá ... canciones - I ©

El pasado verano tuvimos en la piscina de mi urbanización un salvavidas argentino. Se llama Sebastián, de padre español y madre italiana. La situación socio económica de su país - ¡aún peor que la de España! - le obliga a combinar trabajos según la opuesta estacionalidad de invierno y verano.

Fue en verdad un lujo pues goza de una rica formación humanista; aun mayor en él por expresarse libre de la suficiencia que algunos de por allí se contagiaron por sus pasiones parisinas. Algo que, en todo caso, no nos impide disfrutar de su español tan acaudalado de nuevos giros y palabras. Charlar con un argentino suele descubrirnos que España y el idioma español son verdaderamente crisol de culturas. De entre los variados temas tocados surgió el lunfardo, esa jerga carcelaria que nos sorprende a través de los tangos.

Hablando de estas cosas, Sebastián se quedó pensativo y, de pronto, me espetó:
- Sabés que los mexicanos descienden de los aztecas. ¿Verdad?
- Claro -contesté.
- Sabés, también, que los peruanos descienden de los incas.
- Siempre lo entendí así -volví a confirmar.
- ¿Y los argentinos? ¿Sabés vos de dónde descendemos los argentinos?
Me quedé callado y él lo contestó:
- Los argentinos descienden de los barcos.
Y fue con este pie que pasamos a hablar de poetas y tangos del Buenos Aires de principios del s.XX.

Recordé que Gerald Durrell, el naturalista inglés, cuenta en uno de sus libros que, cuando visitó la Pampa, paró su Land Rover en una gasolinera en cuya cantina un gramófono no paraba de tocar tangos con los mismos dolores del hombre traicionado, la madre olvidada, o la dulce pebeta seducida y vuelta a encontrar en el arroyo.

Mi amigo me señaló que la repetitiva temática de los tangos se explica por los tiempos en que del aluvión de emigrantes sin destino fijo, en particular los de procedencia italiana, surgían espontáneas las historias de gentes sin rumbo ni domicilio, de amores a prueba, de matrimonios de conveniencia que se aceptaban al albur por transacción, impulso o soledad. Se comprende el éxito de sus letras pues que identificaban a muchos de sus oyentes…

Aquella charla sobre tangos me descubrió que las canciones son muchas veces documentos de una época, memoria de tiempos pasados que se guarda para siempre. Me sorprende el prodigio de que simples letras de cancionero puedan decir tanto y tan bien. Yo me admiro de la virtud de saber contar con su desgarro los íntimos destellos del alma y de la suerte, adversa o feliz, del vivir. ¿Acaso nadie se ha conmovido al escuchar los versos de

"Esta noche me emborracho"?

«Sola, fané, descangayada,
la vi esta madrugada
salir de un cabaret;
flaca, dos cuartas de cogote
y una percha en el escote
bajo la nuez;
chueca, vestida de pebeta,
teñida y coqueteando
su desnudez...»


A seguido, en mínimos versos el cantor nos cuenta cómo le cautivó el corazón, cuánto la quiso y cómo le abandonó por otro... para terminar así:

«Fiera venganza la del tiempo,
que te hace ver deshecho lo que uno amó...
Este encuentro me ha hecho tanto mal,
que si lo pienso más
termino envenenao.
Esta noche me emborracho bien,
me mamo, ¡bien mamao!,
p’a no pensar.»


En estos años a pesar de los viajes fáciles y la televisión es curioso cómo se nos vuelve invisible lo muy interesante que es la vida cotidiana... expresada con tanto acierto en las canciones. ¿He dicho invisible...? Pues, sí. Y es porque, en mi opinión, no sabemos ver y, además y muy a menudo, porque cambiamos lo real por lo banal e ignoramos multitud de cosas admirables sólo porque no figuran en nuestro catálogo. Y ¿por qué será así? Puede, pienso, que muy posiblemente porque se nos escapa, en el fatal desdoro de lo reglamentado, lo familiar y cercano que se deprecia ante la imaginada superioridad de lo ajeno, a lo cual vestimos con ropas que muy pocas veces tiene.

Igualmente, ciñéndonos a la creación literaria, nos sorprenden esos anónimos poetas cuyos versos se enmaridan con la música para que nazca una canción. Cuando ésta se oye ¿quién sabe si es música a la que se puso letra o es poesía a la que se puso música? En ese casamiento brillan mucho más el dominio y las combinaciones del lenguaje, especialmente en nuestro idioma, riquísimo en recursos, tales que la sonoridad, casi melodía, de los alejandrinos versos de Rubén Darío; la idea subliminal o metáfora libre de Neruda; los sonetos de Lope y Quevedo, y los endecasílabos de Garcilaso...

La poesía no sólo la enseñan los cantores, rapsodas y recitadores. En verdad está en todo lo que vemos y en saberlo mirar. También gritando de dolor en las trincheras de sangre, sudor y lágrimas; en las banderas izadas y en las arriadas; en los rosales que le quitan sitio a las patatas; en buscar en vano un lunes cuando es viernes ya... O en unos ojos ardientes “como el sol africano, con cuya mirada una mujer puede convertir a un hombre en estatua de sal.”

Justo la poesía que inspira la contemplación de la mujer es para el hombre - como para ella en otro voltaje - algo que brota natural, como don del cielo; el contemplarla en su paisaje externo para perdernos en su mundo oculto, desconcertante... Don recibido sin mérito y único eficaz para ganar el amor con que nos capturan. Así nos lo enseña el magisterio de Rostand y su Cyrano ante la hermosa Roxana. Igual que cuando Dafnis miró a Cloe de aquella manera... O nos lo confiesa la fosca y cicatera Mildred cuando le pide a Philip, el joven médico de "Servidumbre humana”: «Anda, dime esas cosas románticas que me dejan indefensa...»

Todo esto y mucho más, y con música, se encuentra en las canciones de ayer, de hoy y de mañana.

Valor de la tradición y fiabilidad de los romanceros.

Estoy diciendo que las canciones o coplas son testimonio histórico, con lo cual me obligo a explicarlo recurriendo a la importancia de las tradiciones orales, fundamento universal - y el más seguro - para conocimiento de las culturas matrices de la nuestra.

«Algunos críticos todo lo ponen en duda como no sea lo que ellos fabrican en su impiedad; no quieren tradiciones antiguas sin escrituras y niegan las escrituras que les presentan para las tradiciones antiguas.» (Melchor Cano, "Las fuentes de la teología.")

«¿Es tradición? No busques más.» (San Juan Crisóstomo, Hom. IV y 2ª Epist. a Tesalonicenses)


Desde los tiempos primitivos para los católicos la tradición ha tenido tal soberanía que la hemos preferido a las Escrituras, en oposición a los protestantes que siempre la rechazaron. Porque todo lo que creemos y todo lo que sabemos originalmente es anterior a la palabra escrita. Sin tradición no tendríamos Libros Sagrados ni sabríamos determinar su Canon. Es manía interesada de los protestantes que toda la doctrina revelada está en la Biblia, incluidos con mucha temeridad los Kikos y otras obras de aparente conservadurismo.

Pero hay aún olvidos más graves y que el simple sentido común debe compensar. Durante 1400 años se conservó la fe de los patriarcas sobre la sola tradición oral; en los siguientes 1500 años igualmente los judíos se transmitieron su religión sin escrituras. Y de la misma manera cuando el Verbo bajó al mundo a completar la revelación nada escribió sino que enseñó de viva voz, y así se transmitió por los Apóstoles durante los primeros 30 o 40 años.

Justamente en este artículo puede decirse que viva reliquia de la tradición oral son los romances de ciego, de los que yo soy testigo, como más adelante contaré. Los recitadores sucedían a aquellos otros que desde miles de años, perdidos en el tiempo, abundaron en todos los pueblos. Desde Pekín a Estambul, desde el Egeo a la Torre de Hércules. Así los juglares de España y los trovadores de Francia; los bardos de Irlanda, quizás exportados por nuestros celtas de Galicia conquistadores de aquella isla... Y, antes, los rapsodas griegos y los brahmanes indios. Y también los “ritmadores” touaregs y los hombres azules. Citemos a los recitadores hebreos, los llamados meturgemanes tal como lo fuera San Marcos para San Pedro. Todos ellos seguros sobre su método de memorización con el que evitaban equivocar un verso, perder la estrofa y que se les cayese todo el recitado.

Por tanto, su técnica no les permitía libertades de arreglos. En realidad lo que recitaban no se lo sabían de memoria sino que "lo cantaban" sobre las reglas del recitado. La fidelidad al mensaje se aseguraba por la métrica espontánea y el ritmo, acompasando a ambos hasta la respiración.

Esa regla es lo que daba a sus voces una musicalidad que, aun monótona, mecía las palabras en sus oyentes. Por eso durante siglos, muchos, los recitadores fueron más fiables que lo que nunca lo sería luego la imprenta, pues que con ésta los editores pudieron modificar lo que para aquellos era imposible. Justamente lo que dio a la predicación del cristianismo una credibilidad indiscutida y una difusión inicial fulgurante. Como Homero, como Aristóteles y

Sócrates
, que nada escribieron pero su pensamiento se nos transmitió por sus discípulos con estas mismas o similares técnicas de recitado. (cfr. P. Leonardo L. Castellani, SJ, 'La cuestión sinóptica')

Las canciones son hoy el medio de expresión de los poetas, igual que durante miles de años lo fue el teatro. De los letristas actuales mencionaré primero a Manuel Alejandro, con quien compartí residencia en Madrid. Fue Manuel proveedor inagotable de los repertorios de Raphael, Rocío Jurado y Julio Iglesias.

¿Y qué decir de Joan Manuel Serrat y su Penélope "con su bolso de piel marrón", o aquellos versos que dieron fantasía a miles de pequeñas cosas? Los tituló precisamente

Poema de amor

«Mi fruto, mi flor / mi historia de amor / mis caricias;
Mi humilde candil, / mi lluvia de abril / mi avaricia.

Mi trozo de pan / mi viejo refrán, / mi poeta;
La fe que pedí, / mi camino y / mi carreta.

Mi dulce placer / mi sueño de ayer / mi equipaje;
Mi tibio rincón / mi mejor canción / mi paisaje.

Mi manantial / mi cañaveral / mi riqueza
Mi leña / mi hogar
Mi techo / mi lar
mi nobleza.

Mi fuente / mi sed
mi barco / mi red
y la arena.
Donde te sentí / donde te escribí / mi poema.»


Me gustaría saber si el trovador Serrat, como simple poeta, sin música ni canción, habría podido dar a conocer al mundo tan hermosa cuenta de sus elecciones vitales. Esta canción tendríamos que sabérnosla de memoria para aprender a sacar vida de muchas cosas corrientes que no lo son. Por cierto, quiero subrayar el arreglo musical de Juan Carlos Calderón porque abrió, para este Poema de Serrat, una nueva generación de arreglistas.

Para que no se quede solo lo acompañaré con un fragmento de su

Mediterráneo:

«Si un día para mi mal
viene a buscarme la parca
empujad al mar mi barca
con un levante otoñal
y dejad que el temporal
desguace sus alas blancas;
y a mí enterradme sin duelo
entre la playa y el cielo.
En la ladera de un monte
más alto que el horizonte,
quiero tener buena vista.»


Cada generación se ha alimentado de poesías cantadas que adornaron su tiempo. Y en todos los países hay muchas inmortales canciones-poesía y poesías-canción. Incomparables fueron para mí las de Edith Piaf y Gilbert Becaud. Éste, doliente y dolido en “Et maintenant”; la Piaf, desgarradora como sólo ella sabía, en "Les Blouses Blanches". También Yves Montand en su inigualable “Hojas muertas”, cantada a capella. Me lo imagino en uno de los antros de Montmartre, hoy tan venido a menos.

Público bohemio de los sesenta, jóvenes de vuelta de todo y viejos peterpán; una joven pareja venida de Arkansas; humo, mucho humo y visones en el suelo con algún tubo aquí y allá de ginebra o güisqui…

Formidables intérpretes que nada habrían sido sin la inspiración del poeta que escribió la canción. Maestro para eso fue Charles Trenet con su “El mar”, “Que reste t’il de nos amours”, “El alma de los poetas”… Y la popularísima “Dulce Francia" de la post-guerra, tocada por todos los acordeones, en todos los bistrot de Francia y esquinas del mundo.

Junto a letras inolvidables como, por ejemplo, “La calle está solitaria”, en la voz de Petula Clark, o “Extraños en la noche”, por Sinatra, quiero traer otra deliciosa canción inglesa de final de los setenta: “Tie a yellow ribbon…” Un joven acaba de salir de la cárcel. Va en el autobús y le dice al conductor que, por favor, mire si el viejo roble cercano a la casa de su chica tiene atada una cinta amarilla. El le explica que lo desea tanto que teme mirar y que no la tenga. Había convenido con su novia que, cuando quedara libre, al ver esa cinta él sabría que ella le esperaba y que le seguía queriendo. A los pocos instantes el público del autobús aplaude entusiasmado porque el roble no tiene una cinta sino muchas y más que muchas pintando de amarillo el viejo tronco. Deliciosa historia cantada en doce versos.

Italia, cantora y poeta, nos ha dado canciones eternas. Pero como las que más se guardan son las de juventud voy a sacar de mi recuerdo Sapore di sale que revive sensaciones de no importa qué edad y en qué playa. Alguien tenía que hablarnos, y lo hizo Gino Paoli, de ese dulce abandono en la arena, a tu lado la chica de piel tostada y manchada de sal... Aliño irresistible para la mejor de las frutas.

Sapore di sale, sapore di mare,
un gusto un po' amaro
di cose perdute,
di cose lasciate
lontano da noi
dove il mondo è diverso,
diverso da qui.


¿Quién sabe, que no sea “el señor Wikipedia”, el nombre de los poetas que escribieron la letra de “Cuore Ingrato” o de “Amapola”? Ni en su tiempo se sabían los nombres. Pero las han cantado millones de personas.

Así, también, el eterno boleroBésame mucho” (1940), de la mexicana Chela Velázquez, que nada más estrenarse tuvo un éxito meteórico, abonado por la Segunda Guerra Mundial. En menos de seis meses ya se cantaba en todos los idiomas aliados. Su letra surge del corazón de una mujer que, al igual que miles en su situación, despide a su hombre que marcha a la guerra: «Bésame, bésame mucho, que tengo miedo a perderte después.»



Por cierto, prueba de su representatividad es que tuvo un papel importante en una de las mejores secuencias de la película Casablanca (1942) que se convertiría en símbolo de una época y que ya traía, como leit-motiv, el fondo constante de la canción “As time goes by”. Cuando los enamorados Rick, Humphrey Bogart, e Ilsa, Ingrid Bergman, están en el París recién ocupado, ella, desde el secreto que oculta y por el que cree que no volverán a verse, le pide con las mismas palabras de la canción mejicana: «Bésame, bésame mucho, como si fuera ésta la última vez

De los letristas de hoy, quizás del año pasado, me gusta la sencillez de un Juan Gabriel que escribe hasta durmiendo. Por ejemplo, el éxito de “Se me olvidó otra vez”, donde alguien teme que «probablemente esté pidiendo demasiado». ¡Ah! Y qué me dicen de la balada de Coti Sorokin, “Color esperanza”, para “saber que se puede querer que se pueda.” Este cantante, poeta y músico se ha hecho millonario por escribir al corazón de todos los jóvenes de no importa qué cumpleaños.

«Sé que las ventanas se pueden abrir...
Saber que se puede querer que se pueda
Quitarse los miedos, sacarlos afuera
Pintarse en la cara color esperanza
Tentar al futuro con el corazón...»

Francamente, hay tanta producción que tonto sería pretender un compendio. En mi caso, muchacho de siete decenas, comparto con muchos la suerte de haber escuchado y cantado cientos de veces las poesías del gran Rafael de León; un fértil pintor de los españoles del antes y del después de la guerra anticomunista. Sus poemas y canciones fueron superventas desde los años treinta hasta los ochenta. ¡Que ya es racha! Lo que nos obliga a no pasar despectivos sobre textos que daban cuenta del ser de España y del vivir de aquellos años en los que, cantando, cantando, saltamos desde los escombros y la tuberculosis al noveno puesto del mundo industrializado.

Las letras de este autor pertenecen por derecho a la literatura castellana, con títulos como “Tatuaje”, “No te mires en el río”, “Catalina fue a la fuente”, “La Lirio”, “Luis Candelas”, “No me llames Dolores”, “La Niña de Fuego”... Esta última escrita para Manolo Caracol y lanzamiento de Lola Flores… ¡Dios! Ahora que recuerdo… ¡Lola, "La Zarzamora"! No puedo imaginarme otra Zarzamora que no sea Lola. ¿Y Concha Piquer con su "Nochebuena en Nueva York"? La suya, la Nochebuena de la Piquer, y no ya la del letrista.

¿Es que no son de romance las muertes de los héroes? ¿Y no son héroes de hoy los toreros? (Porque los futbolistas pueden ser ídolos pero nunca héroes.) Siguiendo con lo nuestro, me pregunto si no es puro romance la copla Francisco Alegre. Cuando casi niño se la oí cantar meses y meses por el patio de mi casa a todas las chicas de servir que me distraían del francés de aquel viejo Perrier.

«En los carteles han puesto un nombre
que no lo puedo mirar.
Francisco Alegre y olé, Francisco alegre y olá…
La gente dice: - ¡Vivan los hombres! –
cuando lo ven torear.
Yo estoy rezando por él
con la boquita cerrá»


Esta canción es del mismo año en que murió Manolete y parece que su trágico tema se repita en cada generación, como sabemos por Paquirri e Isabel Pantoja. En sus primeros versos ya se ve que detrás del nuevo torero, que ha empezado a salir en los carteles, hay una mujer a la que espanta le envuelva un torbellino de fama, contra lo que ella reza en silencio. ¿Pudo pensar Rafael de León en “doña Angustias” la madre del “Monstruo” muerto en Linares…? ¿Quizás en Lupe Sino / Antonia Bronchalo?

Siendo un niño de ocho años me quedaba absorto ante las historias que decía un recitador ciego, de los llamados de cordel, siempre con el mismo soniquete, mitad salmodia y mitad canción. Con invencible curiosidad miraba aquellas sus gafas de cristales oscuros a ver si descubría que no era en verdad ciego; y con enorme admiración sus uñas largas y amarillentas con las que rasgueaba una vieja guitarra de esmalte pelado. Le auxiliaba una mujer que cuidaba del orden del corro y pasaba, al final, un saquito en el que echarle la limosna. De entre sus romances se incluía el de una niña cuya historia me entristecía mucho. Durante varios jueves, al salir del colegio, me iba a la esquina de las calles Ibiza con Narváez a ver si el ciego había venido y repetía el romance para terminar de aprendérmelo:

«Fue la triste consecuencia / del amor de dos infames que ocultaron su maldad. / Le buscaron una iglesia / y en la iglesia la dejaron / a la orilla de un altar./ En su pecho una medalla / con un nombre y una fecha / que en la vida abandonó, / y una virgencita linda / que la lleva desgastada / cuántas veces la besó. /¡Huerfanita! Tú qué sabes si en la calle / te encontraste con tus padres / sin poderlos conocer...»


De lo que seguía ya no me acuerdo, pero sí que cada vez que se lo oí podía añadirle estrofas a mi memoria, gracias a la cabal coincidencia con lo ya aprendido.

Otra historia, repetida de mercado en mercado era la del Crimen de Cuenca. Aquél en cuyo juicio se ensayó la sentencia por jurado. Éste declaró culpables a unos campesinos a los que mandaron a prisión mayor. (No pudieron condenarlos a muerte porque no había aparecido el cadáver.) Hasta que al cabo de los años el "muerto" apareció vivo y coleando. Fue escándalo judicial mayúsculo y el jurado se quedó otra vez para suavizar la Ley de Lynch... allá en el Lejano Oeste.

Hablando de Rafael de León gastaríamos días enteros, pero ni aun por la necesaria brevedad esconderemos el éxito de “la Rocío de Chipiona” y su particular versión de “Y sin embargo te quiero”. No fue escrita esta copla para ella pero cuando la cantó, mejor decir dramatizó, a muchos nos insinuó secretos inesperados. La canción nos habla de una joven madre que espera a su amante hasta la madrugada mientras acuna a su hijo cantándole:

«Anda, rey de España, / vamos a dormir. (Aquí la intérprete sacaba modulaciones crípticas para iniciados.) Y, sin darme cuenta, / en vez de la nana / yo le canto así: (...) Eres mi vida y mi muerte / te lo juro compañero / no debía de quererte, / no debía de quererte / y sin embargo te quiero.»

Otra poesía de obligada elección en este exiguo catálogo es la Glosa a la soleá:

Recitado:
«¿Te acuerdas de aquella copla
que escuchamos aquel día
sin saber quién la cantaba
ni de qué rincón salía?
Pero qué estilo, qué duende,
qué sentimiento y qué voz,
creo que se nos saltaron
las lágrimas a los dos.

Cantado:
"Toíto te lo consiento
menos faltarle a mi mare
que a una mare no se encuentra
y a ti te encontré en la calle".

Recitado:
«Y no vayas a figurarte
que esto va con intensión.
Tú sabes que por ti tengo
grabao en mi corazón
el queré más puro y firme
que ningún hombre sintiera
por la que Dios uno y trino
le entregó de compañera.»

He aquí que el poeta nos señala a un pueblo con principios. Tan básicos y tan sabidos, apenas hace medio siglo, como que el amor baja de Dios, que Éste es trinitario y que las generaciones no son autónomas sino eslabones integrados de padres a hijos.

Corrían los años cuarenta cuando la mitad de los españoles vivíamos en habitaciones con derecho a cocina, o dos familias en la casa de los abuelos, de cuyas penurias nos consolábamos cantando que bastaba tener una vaca lechera para ser felices con sus quesos y nuestros besos. O poníamos en nuestros sueños un Cocidito madrileño que, creo yo, Pepe Blanco cambiaría por langosta Thermidor, dado lo mucho que se pidió por la radio. Y no duden ustedes de que era más fácil fundar tu hogar encima de las montañas y en una casita de papel, porque, de ladrillo, nada de nada.

A esta canción el pueblo le puso otra letra, satírico retrato de aquellos días:

«Encima de las montañas tengo un piso / que pago treinta duros de alquiler, / cincuenta mil pesetas de traspaso / y un duro a la portera por barrer. / ¡Qué felices seremos los dos! / ¡Sin patatas, judías ni arroz! / Pasaremos la noche diciendo: / que venga la señora de Perón... / Que venga la señora de Perón...»



Entre las poesías que más parecen secuencias de cine destaca la copla “Ojos verdes” cuyo expresivo relato ni Azorín comprimiría igual. Su letra recoge los recuerdos de una “traviata”, para decirlo caballerosamente, que se enamora una noche de luna. Oigámosla:

«Apoyá en el quicio de la mancebía / miraba encenderse la noche de mayo;

[¡Vaya comienzo! Miraba, se daba cuenta y gozaba de que el cielo - "cielo andaluz, el de las Cruces de mayo, el que llenó de alegres risas mi patio..." - empezara a encenderse de estrellas...]

«pasaban los hombres y yo sonreía / hasta que a mi puerta paraste el caballo.
- Serrana, ¿me das candela? (...)»


[Y la joven, presintiendo que aquello no será tan vulgar como de costumbre, le contesta:]

«(...) ven y tómala en mis labios / que yo fuego te daré. /
Dejaste el caballo / y lumbre te di, / y fueron dos verdes luceros de mayo / tus ojos p’a mí.»


[Seguidamente, nos llega el final.]

«Vimos desde el cuarto despertar el día / y sonar el alba en la Torre la Vela.

[Fijémonos en esto: “sonar el alba en la Torre la Vela...” La Torre de la Vela es la más alta de la Alhambra, pues que domina todo Granada. Al clarear la aurora sonaba la campana que en ella pusieron las tropas de Isabel la Católica. Su atiplado repique señalaba el cambio de guardia en las murallas. Pero volvamos al romance...]

«Dejaste mis brazos cuando amanecía / y en mi boca un gusto de menta y canela.»

[El autor elige estas dos especias tenidas durante siglos por afrodisíacas. Antes de irse, el joven beneficiado quiere pagar, sin ofender, una entrega que sobrepasó el simple comercio. En la intención se adivina un punto de nobleza que, muy probablemente, expresaría también durante el corto romance.]

«-Serrana, para un vestido / yo te quiero regalar.»
«Yo te dije: – Estás cumplido, no me tienes que dar na.»


[Y la historia termina donde empezó.]

«Subiste al caballo, / te fuiste de mí»

[¡Un momento...! Este “te fuiste de mí” redime a la muchacha que ya no se refiere a un indeterminado cliente sino al que se hizo su dueño.]

«y nunca otra noche más bella de mayo / he vuelto a vivir.»

He aquí el embrujo de la poesía, aun en lo más sórdido, cuando lleva el milagro de una entrega que también puede darse, por herético que parezca, en esas casas cuyo nombre el poeta, caritativo, restaura como “mancebías”. Sea debido a que un día, en una de ellas, una muchacha sintió el amor inesperado que iluminó su vida. Y si no creemos que pueda haber poesía allá donde menos la imaginemos es porque nada admitimos de los muchos ropajes con que la caridad, Dios mismo, pasa a nuestro lado. Aprendamos del que es fuente de toda belleza, el cual, en ocasión similar, nos enseñó que «Mucho se le perdona a la que mucho amó.» (Lc 7, 47).

Ya estoy acabando pero no podré hacerlo sin pagar mi homenaje a la poesía patriótica y épica. Esa que al redoble de tambores lleva a hombres y naciones a vencer o a morir. Los himnos de la mayoría de los países contienen muy hermosos elogios a la identidad nacional, por lo que no voy a traer ninguno. Exceptuando La Marsellesa, por todo lo contrario, claro.

El himno francés, adoptado en 1792 y restaurado por última vez en 1958, en su letra coloca a la patria secundariamente y exalta el revanchismo. Rechaza a la Nación y sirve a la Revolución. No se distingue por un entusiasmo patriótico o consignas educadoras sino por su desenfrenada pasión asesina. Tremendo contraste con la poesía de nuestros himnos del que no esconderé, faltaría más, el oficial español al que, en 1928, le puso letra – pues nació sin ella – el también poeta José María Pemán.

«¡Viva España! / Alzad la frente hijos del pueblo español / que vuelve a resurgir. / ¡Gloria a la Patria / que supo seguir / sobre el azul del mar el caminar del sol. [Esta estrofa tiene poesía...]
¡Triunfa España! / Los yunques y las ruedas cantan al compás / un nuevo himno de fe. / Juntos con ellos cantemos / en pie la vida nueva y fuerte de trabajo y paz.» [...y ésta también.]


Sería obligado citar aquí otras versiones, dado que todas, igual que la hoy más conocida, llevan mensaje de sus tiempos o de otras concepciones de nuestro ser. También, por ejemplo, el Oriamendi que empieza con su propósito de luchar: «Por Dios, por la Patria, y el Rey» con el mismo espíritu que lo hicieron los antepasados en defensa de las tradiciones del pueblo navarro y de la entera nación española. El orden de los motivos dice mucho de sus intérpretes: Primero, Dios; seguidamente la Patria, con Dios y, todo ello, guardado por un rey que sirva a Dios y a España.

Y ya que estamos en ello pongamos como broche final, pues bien lo merece, la marcha Montañas Nevadas que si bien es falangista más que bien se hizo enteramente española. Cada uno de los versos de este himno, casi oración, obliga a repasarse y meditarse para añoranza del tiempo en que a muy pocos disgustaban:

«La mirada, clara, lejos / y la frente levantada / voy por rutas imperiales / caminando hacia Dios. / Quiero levantar mi patria / un inmenso afán me empuja / poesía que promete / exigencias de mi honor.
Montañas nevadas, / banderas al viento, / el alma tranquila, / Dios ha de vencer. / Al cielo se alzan / las firmes promesas / y hasta las estrellas / encienden mi fe.»


La letra es de una joven llamada Pilar Noreña. Ella misma contó que le llegó la inspiración «una mañana en la que volvía de comulgar, y en la que me sentía muy feliz.» ¡Qué tiempos aquellos...!

Hubo canciones en nuestra guerra que fueron popularísimas en ambos bandos, con letras diferentes. Ejemplo harto conocido es “¡Ay, Carmela!” Pero prefiero traer aquí unos aires vascos cuya letra original es: «Cada vez que te emborrachas, Manuel, / tú vienes en busca mía, Manuel./ Ojalá te emborracharas, Manuel, / todas las horas del día, Manuel. / ¡Ay, Manuelito, Manuel! /¡Ay, Manuelito, Manuel!»

Pero, y precisamente por los soldados vascos que desde 1938 se iban incorporando al frente nacional, se cantó con esta otra letra: "Si la guerra no se acaba, Manuel, / y no cesan los combates, Manuel, / Se van a poner las chicas, Manuel, / al precio de los tomates, Manuel. / Los comunistas, Manuel, qué malos son, Manuel..."

* * *

La poesía no se escribe para editarla sino para declamarla. Sin embargo, es curioso este tiempo en que muy pocos letristas-poetas hay que lleguen a ver en las librerías un solo libro con sus poemas... Los editores ganarían dinero, pero sus equipos se ofuscan con lo que recomiendan “las capillas expertas” en lo ya segado y trillado. Estos grupos son muy influyentes para promover a nivel mundial cualquier mamarrachada o para impedir que se publique lo que no gusta al actual régimen.

España no escapa de esta servidumbre. Así, me viene ahora el ejemplo del gran poema en prosa: El señor de los anillos. Los administradores del copyright ofrecieron los derechos de edición en español a una editorial española de muy aparente signo católico, la cual lo rechazó porque, dijeron, Tolkien no era conocido en España y, además, «esas historias tan fantásticas, no eran propias de su política editorial». Sin embargo, y temo no errar, más fue por la biografía de Tolkien tan impregnada de amor a España: se crió en el Puerto de Santa María.

Podemos deducir que esta metidura de pata fue por sectarismo, porque Tolkien se distinguió como propagandista del Alzamiento en Inglaterra y otros países de Europa. La editorial, antaño tan franquista y siempre catoliquísima, creyó mejor no significarse. Y miren ustedes de qué manera tan cara fue castigada, porque la tetralogía de El Señor de los Anillos ha hecho ganar a sus editores cientos de millones de euros.

Esto nos lleva a pensar que no son tan poetas quienes ponen la poesía - aquí mejor decir la literatura - al servicio de los mentideros; los que la venden al poder y a sus péndulos. O a la contracultura, en general con versos horripilantes. ¡Ay, las blasfemias del gran Albertial Santísimo Sacramento! ¡Y, encima, en Granada...!

Sobre este sectarismo político artístico, sobre esas cejas y lobbies tiene su gracia una pequeña anécdota. Cuando Jorge Luis Borges visitó Madrid, mejor decir Alcalá de Henares, para recibir el Premio Cervantes, un periodista le quiso amargar el acto preguntándole «si no veía injusto que tal premio no lo tuvieran otros nombres de las letras españolas, como lo fue Antonio Machado.» A lo cual Borges respondió con otra pregunta: «¿Se refiere usted al hermano de Manuel?» Y el periodista se quedó callado porque fueron los círculos "culturales" gramscianos los que negaron a Manuel Machado un mínimo relieve en los medios y en las aulas.

Ya que le cito, honremos, por su amor a la copla, a este inmenso autor del inmenso "Castilla":

«Hasta que el pueblo las canta,
las coplas coplas no son,
y cuando las canta el pueblo,
ya nadie sabe el autor.
Tal es la gloria, Guillén,
de los que escriben cantares:
oír decir a la gente
que no los ha escrito nadie.
Procura tú que tus coplas
vayan al pueblo a parar,
aunque dejen de ser tuyas
para ser de los demás.
Que, al fundir el corazón
en el alma popular,
lo que se pierde de nombre
se gana de eternidad.»


Este post llega a su fin por lo que me apresuro a sugerir que en nuestros peores y mejores momentos pongamos poesía en la vida. Y que no descalifiquemos a Dios de sus derechos de creador de la luz, del bien y la belleza, para sustituirle por la nada, por esa estupidez de que todo haya de suponerse obra de un azar imposible.

Justo la Poesía puede ser el mejor vehículo que nos lleve al Verbo, la Palabra, es decir, a Aquél que «mil gracias derramando / pasó por estos sotos con presura / y, yéndolos mirando,/ con sólo su figura / vestidos los dejó de su hermosura.»

Sin discusión, el espíritu religioso es la fuente más antigua de la poesía. La parquedad del Génesis; el calor del Cantar de los Cantares; la intimidad de los Salmos, en tanto que sugeridos por el mismo Dios para que le alabemos como Él quiere... San Juan de la Cruz nos lleva de la mano a otro San Juan y también poeta, grande y único: el Evangelista. Es San Juan el que nos da la mayor proclamación de lo divino jamás imaginada en ninguna otra civilización, cultura o pensamiento. El inicio de su Evangelio es todo él poesía, sobre la que pasamos sin darnos cuenta porque su mensaje nos desbarata, nos golpea y nos anonada.

«En el principio era el Verbo,
y el Verbo estaba en Dios,
y el Verbo era Dios.
(…)
«Por Él fueron hechas todas las cosas;
y sin Él no se hizo cosa alguna
de cuantas han sido hechas.
En Él estaba la vida.»
(…)
«Hubo un hombre enviado de Dios,
cuyo nombre era Juan»
(…)
«Él no era la luz,
sino el que había de dar
testimonio de la luz.
El Verbo era la luz verdadera,
que alumbra a todo hombre
que viene a este mundo.»

«(Y) a todos los que creen en su nombre
Dióles potestad de llegar a ser hijos de Dios.»

«Los cuales nacen,
no de la sangre, (raza, etnia, familia)
ni de la carne, (apetito, instinto de conservación, negocio)
ni del querer de los hombres, (gregario, de logia, de carné…)
sino que nacen de Dios.»

«Y el Verbo se hizo carne
y habitó entre nosotros
y nosotros hemos visto su gloria,
gloria como la que el Unigénito
debía recibir del Padre,
lleno de gracia y de verdad.»


(Este Principio de Evangelio de San Juan se leía al final de todas las misas hasta que la jerarquía eclesiástica aceptó beberse la cicuta que le da sonriente el peor de sus enemigos.)

* * *

Y aquí termina mi copla; digo, mi artículo
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