San Fernando: Su añoranza ante la ominosa actualidad. ©

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La nostalgia no es una enfermedad; lo es aquello que la causa.


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Fernando III (Zamora 1199 - Sevilla 1252) fue uno de los hombres más destacados de la Cristiandad en aquel su siglo XIII, y el más santo de nuestros reyes hispánicos. Al nacer de la unión de doña Berenguela y de Alfonso IX, unió los respectivos reinos de Castilla y León. De su padre recibió, además, un poder militar notable con cuyo desarrollo conquistó Córdoba, el reino de Murcia y la ciudad de Jaén. De su madre los dones que la Providencia reunió de ascendientes como Eleonor Plantagenet, princesa inglesa; de Blanca de Castilla (madre de Luis IX, santo rey de Francia); de Enrique II, rey de Inglaterra (del que Anouilh escribe en su obra Becket); de Alfonso VIII, su abuelo, vencedor en la batalla de Las Navas de Tolosa en que se inicia el declive de la presencia islámica en tierra española (basta visitar el Palacio de los Papas, en Avignon, para darse uno cuenta).

El gran rey y gran santo, Fernando III, tomó a los mahometanos la Extremadura, sometió a tributo el reino de Granada, y se las arregló para unir a su ejército las fuerzas granadinas y conquistar Sevilla, de donde se mandaron a África a más de trescientos mil infieles mahometanos con sus jefes al frente. Y no sólo fue eso sino que les cortó las vías de regreso y arribada a España, además de la comunicación con África de los que quedaban en España. Causa y consecuencia de que tomara también la ciudad de Cádiz, total, ya puestos... Por cierto, Sevilla llevaba ocupada por los mahometanos más de medio milenio.

Fernando III comparte con el Apóstol Santiago el patronazgo de España. Lo cual nos da pie para recordar, primero, que fue Fernando quien, al conquistar Córdoba, alzó las banderas cristianas en lo alto de su mezquita, esa que hasta entonces (29 de junio de 1236) había simbolizado el imperio de Mahoma sobre la sublime figura de Cristo, Señor y Redentor de los ejércitos victoriosos. Una aljaba que erigieron los infieles -y que me perdone doña Susana Díaz- sobre los restos de la por ellos demolida basílica cristiano-romana que allí se encontraron.

Pero la relación con Santiago tiene para mi gusto un sabor aún más feliz. Y este es que dentro de la gran mezquita los libertadores cristianos descubrieron las campanas de la primera catedral compostelana, la que Almanzor, el caudillo moro, incendió y arrasó. Campanas que hizo llevar a Córdoba a hombros de esclavos cristianos para mostrar al Califa, Hixem II, el laurel religioso y, por tanto, el más valioso de sus victorias. Naturalmente resultó de todo punto inevitable que San Fernando mandara que las campanas compostelanas fuesen devueltas a su origen, muy justamente sobre hombros sarracenos.

Sin embargo, lo más importante de su persona no son sus conquistas, que extendieron el suelo cristiano a 370,000 kilómetros cuadrados de los 150,000 heredados; lo que más nos admira de San Fernando es toda su persona, de la que se nutren la pericia militar y cada una de sus virtudes. De ello el historiador Pedro de Ribadeneira (Toledo, 1526 - Madrid, 1611) nos dejó escrito:

Cuanto era prudente y esforzado en las batallas, era benigno y misericordioso después de la victoria, modesto y templado en los triunfos. Con los vencidos o los que se le rendían de voluntad era muy humano y los trataba no como enemigos, sino como si fuesen amigos. Cuando ganó Sevilla acomodó de bagajes a todos los moros que se quisieran pasar al África, y dio bagajes y guías a los que quisieran ir por tierra a Granada, y mandó a los capitanes que les hiciesen buen tratamiento: de manera que hasta ser vencidos le aborrecían sus enemigos, pero en venciéndolos conquistaba por su agrado y afabilidad los corazones de los que había conquistado por las armas, como se vio en el amor que tuvo siempre, sentimientos y demostraciones que hizo en su muerte, Alhamar, rey de Granada, y en la conversión a nuestra santa fe, de Benzuit, rey de Valencia, ocasionada del buen tratamiento y afabilidad con que le recibió el santo rey cuando le fue a visitar a Cuenca.

La palabra que daba a sus enemigos nunca la quebrantaba, antes era celosísimo de que se guardase en todo , de que es buen testimonio lo que encargó a su hijo don Alfonso en la muerte, entre los otros sabios y prudentes consejos que le dio. Había dado palabra el santo rey al moro de Granada, cuando le entregó la ciudad de Jaén, que se la volvería siempre que se la pidiese, y mandóle a su hijo que, si le pidiese el rey moro la ciudad de Jaén, se la entregase; porque quería que después de su muerte fuese guardada su palabra como él la había guardado siempre en vida.

Con ser tantas sus victorias como sus batallas y tener tanta parte en ellas su industria, valor y disposición, no quería para sí sus alabanzas sino para Dios Nuestro Señor, ni las atribuía a sus méritos o valor, sino a la infidelidad o desméritos de sus enemigos, diciendo que por castigarlos Dios a ellos como infieles, le favorecía a él.

También atribuía sus victorias a las oraciones de los siervos de Dios, y por eso, aconsejándole alguno de los ricos hombres en el sitio de Sevilla que se valiese de las rentas eclesiásticas, pues se hallaba tan falto de dinero y la necesidad era tan grande y la causa tan piadosa, respondió unas palabras que deberían estar escritas en el cielo con estrellas: De los eclesiásticos sólo quiero las oraciones; éstas las pediré y solicitaré siempre, porque a sus tantos sacrificios y ruegos les debemos la mayor parte de nuestras conquistas.

En Dios ponía la confianza de todos sus buenos sucesos y en la intercesión de la reina de los Ángeles y de los Santos; así prevenía sus batallas con romerías y rogativas, y las acababa con acción de gracias y riquísimas ofrendas.

Los hechos, gobierno y conquistas de Fernando III refulgen como éxitos portentosos por encima de capitanes como Ordoño I, y su victoria en la batalla de Clavijo; el Cid, aquel gran vasallo que no tuvo buen señor; el Emperador Alfonso VII, conquistador de Almería; Alfonso VIII, el ya citado vencedor en Las Navas de Tolosa con el consejo y ayuda del arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada; o Alfonso X, llamado "El Sabio", hijo y sucesor de San Fernando; de Jaime I, El Conquistador... De unos, Fernando engrandecía sus herencias, y a otros con su ejemplo les estimuló en sus retos.

El pasmo y el encanto, el asombro y el embeleso se apodera de nosotros al repasar nuestra miopía por estas vidas portentosas. Ortega nos dice, no recuerdo dónde, que los ocho siglos de ocupación musulmana fueron para los españoles como el tensar de un arco capaz de ensartar con sus flechas lo que quisieran: por el Este, toda Europa hasta Estambul y la India; por el Oeste, hasta un Nuevo Mundo, el segundo continente del planeta que nos esperaba durmiendo en el neolítico. Sin españoles como este gran rey: cruzados infatigables, sabios estrategas en sus batallas, políticos sagaces y lúcidos gobernantes, ni España existiría ni la Cristiandad se habría alargado en sus siglos más allá de Trento y Felipe II. Fue la siembra de un San Fernando lo que, en el tiempo que solo Dios mide, nos dio la dorada cosecha de otro personaje incomparable, como lo fue, y lo es, la inmortal Reina Isabel I, de Castilla.

Llegado aquí daré un salto atrás para referir un episodio de trascendente importancia en la persona del futuro rey. Siendo Fernando un niño de diez años contrajo una grave enfermedad que, en opinión de los médicos de la corte, le puso en serio peligro de muerte inmediata. Ante esto su madre le tomó y cabalgó con él hasta el Monasterio de Oña, donde pasó toda la noche rezando y llorando a los pies de una imagen de la Virgen, hasta que, según recogen las crónicas reales, «el meninho empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedía.»

Quizás por esto pensaba San Fernando que el reino verdadero al que todo ha de someterse es el de Dios. Quizás por aquella rara curación, tantas veces se proclamaba servidor de la Virgen, la Madre de Dios, de la que solía llevar una talla en el arzón de su caballo.



De este hispano rey Marcelino Menéndez y Pelayo dijo refiriendo su cristiana muerte: El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida. (...) De la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?

Llegado el día 30 de mayo de 1252, al sentir que se moría se postró en tierra sobre cenizas y pidió los últimos sacramentos. Se despidió de la reina y de sus hijos. Volviéndose a los que se hallaban presentes, les pidió que le perdonasen por alguna involuntaria ofensa y alzó hacia el cielo la vela encendida que sostenía en las manos reverenciándola como símbolo del Espíritu Santo.

Los Papas Gregorio IX e Inocencio IV le elogiaron como "paladín de Dios y ejemplo de soldado cristiano".

Fue canonizado el 4 de febrero de 1671 por Clemente X.

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