Pedagogía de la reconciliación

Una vez que ETA escenificó su final, parece un paso decisivo para abrir las puertas de la convivencia. Es cierto que no estamos todos satisfechos pero el que no haya terrorismo de ningún color supone un antes y un después radical. A partir de ahí es la legalidad vigente la que tiene que ir acomodando la realidad resultante a este nuevo tiempo. Pero hay cosas importantes que no son temas legales y quedan como tarea: una de ellas es la reconciliación hasta donde sea posible, al menos como mandato de Cristo a los cristianos, en cualquier tipo de violencia, incluida la del franquismo, ahora cuestionado, de nuevo, con la polñemica en torno al Valle de los Caídos y la Macarena.

Esta otra violencia se solventó legalmente con los pactos de la Transición pero fuera se quedaron el reconocimiento de las víctimas y el necesario perdón de nuestra Iglesia institución por apoyar un golpe de Estado y darle legitimidad moral durante tantos años. Pensemos también en las generaciones actuales y futuras de nuestros jóvenes que ansían silentes un ejemplo de dignidad al que seguir y con quienes tenemos una responsabilidad desde nuestra fe con obras; en el tema de ETA, del GAL y de la dictadura de Franco.

Es muy cristiano avanzar hacia un nuevo escenario en el que el dolor y el perdón sean parte de la nueva realidad aunque ya no pueda desaparecer lo ocurrido anteriormente. Perdonar no significa olvidar, sino recordar de otra manera. Como dice José Zalaquett, el que fuera presidente de la Comisión de Verdad y Reconciliación de Chile, “El perdón y la reconciliación deben ser considerados como un proceso de reconstrucción del orden moral que resulta mucho más beneficioso que el castigo”. Y además se trata aquí no de juzgar como de perdonar y reconciliarse en la medida que sea posible.

La reconciliación debiera trabajarse pensando en una convivencia basada en el respeto y la aceptación del otro con mirada compartida. No es fácil, pues el perdón es individual pero la reconciliación es cosa de dos. Para los cristianos resulta esencial la reconstrucción de las relaciones dañadas. Para las víctimas, supone la sanación de su particular historia para no quedarse rehenes del pasado y del resentimiento resignado. A los victimarios les ayuda en su inserción personal y social sabiendo por experiencia histórica que no existen dos situaciones iguales por los diferentes condicionantes políticos, socioeconómicos, culturales e incluso religiosos de cada caso en medio de todo tipo de subjetividades y presiones.

Los muertos también son actores principales por la intensidad con la que son evocados. Todavía quedan sin esclarecer atentados de ETA, son muchísimos los asesinados que yacen en cunetas aun sin localizar y tampoco resulta edificante la fosa común del Valle de los Caídos que oficializa la victoria del ganador mediante un golpe de Estado.

Llega un momento en que no se puede gastar más energías en el pasado ante la necesidad ética de preparar el relato honesto a las siguientes generaciones. Y para ello necesitamos líderes morales que piloten el difícil reto del perdón oficial y la reconciliación. Algunos tienen la obligación de intentarlo, como los políticos; y otros, porque su vocación se fundamenta en Jesucristo; me refiero a la iglesia católica, e incluso a cualquier iglesia o grupo organizado que predica un modelo de vida basado en la verdad, el amor y el respeto a los derechos elementales de personas y pueblos. Un gran ejemplo es Desmond Tutú, en Sudáfrica, con muchas menos posibilidades de triunfar y de seguir vivo.

Parece difícil la reconciliación capaz de lograr todos los fines pretendidos pero los mejores resultados pueden lograrse, aunque sea en el futuro, si quienes tienen la obligación política y moral de intentarlo asumen la necesidad de una pedagogía del diálogo y de perdón, incluso no correspondido, que puede superar limitaciones mezquinas que ahora impiden caminar hacia un futuro común en paz, en verdad y en justicia. No es un tema cómodo para nosotros pero es Evangelio puro.
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