"Éste mi cuerpo... ésta mi sangre" (Mc 14,12-16.22-26)
El evangelio que hemos escuchado se enmarca en el calendario litúrgico del ciclo B, donde se ha privilegiado la lectura de Marcos, y corresponde a la solemnidad del “Cuerpo y la Sangre de Cristo”. Lejos de los conflictos históricos que dieron origen a esta celebración, discusiones metafísicas sobre la presencia “real” o metafórica de Cristo en el pan y el vino eucarísticos, quisiera repensar este motivo. En la tradición católico-romana, como es sabido, no se habla de una simulación sino de una realidad o “symbolo”.
Un símbolo, en el sentido popular, viene a ser una representación gráfica o auditiva de algo, pero no sería, tal cual, la realidad que dibuja. No obstante, esta terminología olvida el origen de la palabra “símbolo”. El término griego syn-ballein significa “juntar”, “unir”. Su antónimo es también conocido: dia-ballein es “dividir”, “separar”. En este contexto, el “symbolo” del que hablamos no es una simulación de una realidad, sino que es un fragmento de dicha realidad. Dicho de otro modo, al entrar en contacto una parte acá seccionada, fragmentada, quebrada de la realidad, logro “unirme” con dicha realidad y reparar lo quebrado. Mi acción es, entonces, “symbólica”.
Es por esta razón que los Padres de la Iglesia vieron ciertos gestos comunitarios como “symbolos” de Cristo. Al traducir los términos syn-ballo y mysterion del griego al latín buscaron un término para nosotros conocido: sacramentum. Un sacramento es aquél fragmento de la realidad que, al tocarle y participar en él, me une a dicha realidad. Es vital y, por eso, me hace volver a ella con celeridad. Piénsese en el plato de comida que le pedimos/pedíamos a nuestra mamá, en el abrazo de nuestro papá, en los recuerdos preciados que, con solo tocarnos, nos devuelven realmente a ese pasado único.
Pues bien, para las comunidades primitivas, cuando entraba al agua bautismal, el catecúmeno estaba uniéndose con la muerte de Cristo y, al salir, estaba resucitando con él para una nueva vida (cf. Rm 6). No se trataba de ninguna representación sino de un acto muy serio que comprometía la vida. De igual forma, sentarse a comer la cena del Señor no era un acto de segundo orden, era la comida íntima de pertenencia al grupo, su ritual de profunda comunión. El pan y el vino allí consumidos eran “symbolos” porque en el momento en que eran consumidos unían a todos en un mismo cuerpo y les comprometía a hacer lo que Jesús hizo al pronunciar sus palabras: entregarse por los demás, donarse, comprometerse hasta el final… “Haced esto en memoria mía”. No se trataba de ninguna representación sino de algo existencial.
La discusión acá no está en el concepto de “transubstanciación” (Tomás de Aquino) o “consubstanciación” (Lutero), sino en algo más profundo que eso: Cristo está presente en el pan y el vino porque cada celebración es su banquete, es su cena, es el Señor Resucitado quien ha convidado a sus comensales. Está presente porque el vínculo y la unión de los/as cristianos/as le hacen presente siempre y su vida nos compromete a realizar su misma entrega en la cruz en cada faceta de nuestras vidas. Más allá de discusiones filosóficas acá estamos frente a una realidad vital que los primeros cristianos sentían en carne propia cada vez que comían (cf. 1 Co 11).
Jesús, probablemente, pronunció la frase “Éste mi cuerpo… Ésta mi sangre”, así sin el verbo “ser”, el mismo que acarreó discusiones de siglos pero que en arameo no se necesita para formar una cópula. Su mente estaba puesta en otra cosa: quería indicarles/nos que ese pan quebrado y ese vino derramado eran su misma vida arrebatada al día siguiente.
Si cada vez que celebramos la “cena del Señor” en nuestras iglesias lo hacemos para abstraernos de la realidad, para que nuestra liturgia sea como un refugio, no estamos celebrando nada más que un ritual vacío de significado. Fraccionar el pan es sinónimo de involucrarnos, beber el vino es sinónimo de auto-donarnos. Por ello, una liturgia desprovista del compromiso con la sociedad, con quienes viven en los márgenes, con quienes son considerados no-personas, es simplemente un acto “dyabólico” y no “symbolico”.
En los himnos preparados por Tomás de Aquino para esta celebración, en pleno conflicto filosófico, se puede rastrear, a pesar de todo, esta profunda intuición:
[…] Dat panis coelicus
figuris terminum:
O res mirabilis,
manducat Dominum,
pauper, servus et humilis.
Este pan del cielo
termina las antiguas figuras:
¡Qué cosa admirable!
se alimentan del Señor,
pobres, siervos y humildes.
(Tomás de Aquino, Panis Angelicus).