¡Alegres en el Señor!



En los duros momentos que vivimos en nuestra nación, y también en el mundo, no pareciera ni fácil ni oportuno hablar de la alegría. Por otro lado, cuando muchos lo hacen, se refieren al bullicioso ruido del mundo que, lejos de animar, esconde tristezas y aliena a quienes la asumen.

Los graves problemas que hemos de enfrentar, las situaciones de dificultades y crisis que golpea a nuestra gente, el olvido de los dirigentes hacia el pueblo y el querer vender a toda costa que no existe crisis humanitaria terminan por entristecer y desalentar a la inmensa mayoría de nuestro pueblo. Y, sin embargo, la Palabra de Dios nos insiste en que hemos de estar alegres en el señor Jesús.

Se trata de una alegría diversa a la que ofrece el mundo, con sus rumbas, festejos y el así denominado “pan y circo”. La alegría cristiana hace referencia a la decisión de fe de entrar en comunión y sintonía con el Dios de la vida. En los tiempos del Adviento, animados por la promoción de la esperanza auténtica, entonces es comprensible lo que significa, aún para los golpeados por tantas dificultades y problemas, ser alegres en el Señor.

En primer lugar, nos conseguimos con el ejemplo de María, madre del Redentor. Ella es reconocida como la mujer feliz, aún en el momento en que podía ser incomprendida por estar embarazada por obra del Espíritu Santo. Su felicidad está en serle fiel a Dios, responder a su Palabra y tener fe.

“Feliz porque has creído”, le dice Isabel a María. “Felices los que creen sin haberme visto”, dirá Jesús años más tarde. Felices los pobres, los misericordiosos, los que son perseguidos por la justicia, los limpios de corazón, nos enseña Jesús en su Evangelio. Entonces, una primera condición para poder estar alegres es la fe que se vive de verdad.

Junto a esto, como consecuencia de la fe, es asumir la voluntad de Dios: introducirse en el camino de la novedad de vida. Este camino es estrecho, pero seguro, pues conduce a la salvación y la plenitud del encuentro con Dios. La voluntad de Dios no es que suframos o enfrentemos los problemas que van apareciendo: sino más bien, ver en ellos una forma de superación y de poder alcanzar la salvación. Para ello, nos da la fuerza de su Espíritu.

Con la acción del Espíritu, podremos abstenernos de todo mal y quedarnos con lo bueno. Es así como podremos llegar a ser “limpios de corazón” y mantenernos irreprochables como nos enseña Pablo en su carta a los tesalonicenses.

“Limpios de corazón” es, a la vez, una manera de ser sabios. Quien en su corazón alberga a Dios y se deja inspirar por Él, no podrá actuar en contra del amor ni en contra de los hermanos.

Lamentablemente solemos toparnos con una inmensa roca en nuestro camino hacia la plenitud: la corrupción. Esta no es sino una forma extrema de la “basura, de lo sucio que puede estar el corazón” de quien se dejó llevar por la corrupción. Por eso, los corruptos no son alegres. Podrán manifestar arrogancia, ruido y otras cosas para distraer su conciencia y asustar a los demás… pero no podrán alcanzar la plenitud si no se convierten y comienzan a ser “limpios de corazón”; es decir, si no llegan a ser “alegres en el señor”.

En nuestra tarea evangelizadora, sobre todo en estos tiempos críticos que atravesamos, uno de los objetivos a conseguir a corto plazo es, precisamente, la alegría. Hay que hacerlo con los criterios del evangelio. No significa que hay que resignarse; ni tampoco quedarse sumidos en el conformismo… tampoco es encerrarse en posturas de falsa esperanza, aguardando que otro venga a hacer lo que nos corresponde.

La alegría está en descubrir la presencia de Dios en cada uno de nosotros y manifestarlo en acciones de caridad, solidaridad y fraternidad. De allí la invitación que la Iglesia nos hace para hacer de este tiempo de preparación a la Navidad, un momento para hacer sentir la verdadera alegría: la de la fe que se expresa en acciones de amor. Hay muchas maneras de manifestar la caridad fraterna: desde el compartir insumos de diverso tipo hasta el acompañarnos mutuamente para darnos el consuelo que viene de Dios Espíritu Santo.

Él nos acompaña, como nos lo recuerda el profeta Isaías. Nos ha ungido, como lo hizo con el Mesías. Desde el Bautismo y la Confirmación, hemos recibido la gracia del Espíritu quien nos ha ungido, es decir consagrado.

La consagración marca para toda la vida y nos impulsa a contagiar alegría a todos: anunciando el evangelio a los pobres, dando la vista a los ciegos, liberando a los oprimidos y promoviendo el tiempo de gracia del Señor. Quien es ungido por el Espíritu debe manifestar su alegría permanentemente pues ha sido revestido de salvación, justicia y santidad…que, a por otro lado, debe contagiar a todos los hermanos.

La alegría no está en lo que se pueda tener ni en el poder que se pueda ostentar. La alegría está en compartir la propia vida con los hermanos: así podremos experimentar lo que nos enseña Jesús, pues no hay mayor amor y, por tanto, alegría como en el dar la vida por los demás.

Si acompañamos a quienes sufren o están deprimidos y desesperanzados, o quienes están golpeados de diversos modos, si nos acercamos a ellos para que no sientan necesidad, estaremos dándoles una muestra de la ternura de Dios y de la auténtica alegría, que viene del Redentor nacido en Belén. La cosa está clara: ¡Ser alegres en el Señor!

+Mario Moronta R., Obispo de San Cristóbal
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