Homilía en la Ordenación Episcopal de Mons. Gustavo Carrara



Queridos hermanos en Cristo.

Mis queridos Villeros:

Hoy nuestro hermano, el Padre Gustavo, será ordenado obispo de la Iglesia católica. El origen de su vocación se encuentra en el corazón de Nuestro Señor Jesucristo, quien fue enviado por el Padre para redimir y salvar a los hombres: Él, a su vez, envió a los doce Apóstoles para que fueran por el mundo, y guiados por el Espíritu Santo, anunciaran el Evangelio, reuniendo a todos los hombres en un solo rebaño, su Iglesia.

Les mandó que santificaran y apacentaran a todos los que creyeran en Jesús. Y para perpetuar ese ministerio apostólico hasta el fin de los tiempos, los mismos Apóstoles eligieron a otros hombres a quienes comunicaron el don del Espíritu Santo por medio de la imposición de las manos. Así fuimos elegidos todos los obispos que hoy estamos aquí en esta Misa, y del mismo modo fue elegido Gustavo –hasta ahora párroco de Madre del Pueblo–, como sucesor de los Apóstoles.

¿Quién lo eligió? Decimos que fue el Papa Francisco, guiado por el Espíritu Santo. Este es el principal motivo por el que nos hemos reunido esta mañana: para ser testigos del antiguo rito por el que la Iglesia ordena obispos para suceder a los Apóstoles en la misión de anunciar el Evangelio de Jesús, el Hijo de Dios.

Para entender mejor lo que estamos celebrando, viene en nuestra ayuda la Palabra de Dios que hemos proclamado.

Así, de labios del profeta Isaías escuchamos que el Espíritu de Dios lo ungió y le dio la misión de llevar una Buena Noticia, con mayúscula, porque venía de Dios. Los primeros destinatarios debían ser los pobres: sería un bálsamo para los que tenían el corazón herido. Esa Buena Noticia anunciaba la liberación para los cautivos y prisioneros e iba a ser de gran consuelo para los que habían perdido seres queridos; cambiaría toda tristeza en alegría y a los desanimados les devolvería la confianza en Dios, que nunca abandona a sus hijos.

San Pablo, en las palabras que dirigió a su querido discípulo Timoteo, quien había recibido por la imposición de sus propias manos el don de Dios –es decir, la unción del Espíritu Santo que hoy recibirá el padre Gustavo–, le recordaba que con la ordenación, Dios le había infundido una gran capacidad de amar y que animado por la fortaleza de Dios, debía anunciar la Buena Noticia, el Evangelio de Jesús a todos los pueblos, aunque por ello tuviese que padecer, como el mismo Apóstol Pablo, quien se consideraba prisionero por la causa del Señor.

Le decía que valía la pena sacrificarse por anunciar la Buena Noticia, porque mediante ella, Nuestro Salvador Jesucristo «hizo brillar la vida incorruptible» (2 Tm 1,10) de Dios sobre todas las formas de muerte, abriendo un camino de esperanza para todos los que crean en él. Como lo exhorta San Pablo a su amigo Timoteo, hoy te decimos: Padre Gustavo, conserva lo que se te confiará en la ordenación, y para que así suceda, cuenta con la ayuda del Espíritu Santo (cfr. 2 Tm 1,14).

En el Evangelio de San Lucas que hemos proclamado, notamos que las palabras del profeta Isaías pronunciadas por Jesús adquieren un sentido nuevo, porque incluye a toda la humanidad. Él se apropia las palabras y las dice de sí mismo, y por eso atrae la atención de la asamblea. Sobre todo cuando hace explícito la identificación entre lo que se ha proclamado y su persona. Revela que los pobres –una palabra que en Lucas incluye a los pequeños, carenciados, despreciados, enfermos, extranjeros, sufrientes y perseguidos–, serán los primeros destinatarios de la Buena Noticia, que es Él mismo y su Evangelio.

Para eso ha sido ungido por el Espíritu y su misión es derramar el «óleo de alegría» (Hb 1,9) para liberar cautivos y oprimidos, iluminar los ojos de los ciegos e inaugurar un año de gracia. La
unción revela que la obediencia de Cristo al Padre lo va conduciendo por el camino de la misericordia. El Ungido del Señor se muestra solidario con Dios y con los hombres, pero insolidario con el pecado.

No por eso se alejó de los pecadores, asumiendo generosamente su terrible condición y tomando sobre sí sus culpas; no rehusó el suplicio de los hombres más miserables y despreciados, de tal manera que ningún hombre, sea cual fuere su situación dolorosa, se pueda encontrar sin tener a Cristo a su lado, «porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). En boca de Jesús, la Buena Noticia que viene de Dios no excluye a nadie, porque «en Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión» (Bula Misericordiae Vultus, 8).

El «Hoy» con que Jesús cierra el relato expresa que se ha cumplido lo que las Escrituras –profetas y salmos– decían de Él. El «Hoy», dicho con mansedumbre y autoridad, se proyecta en el tiempo de la Iglesia y llega hasta nosotros con «la gracia y la paz de parte de aquel que es, que era y que vendrá» (Ap 1,1). Desde el comienzo de su predicación, se reveló como enviado a anunciar la Buena Nueva a los pobres, pero sin excluir a nadie. Él nos enseñó con la sencillez de sus parábolas que «prójimo» es toda persona que encontramos en el camino de la vida.

Querido Padre Gustavo: buena parte de tu ministerio pastoral estuvo al servicio de las clases más humildes y pobres de nuestra Arquidiócesis y hoy buena parte de ellos te acompañan. Como sé que compartimos el mismo afecto por el Papa Francisco, quiero destacar una página de su magisterio misionero que nos recuerda el lugar de los desposeídos en el corazón de la Iglesia, que siempre cuidó de «ofrecerles un alivio a su tribulación»: «Para la Iglesia –escribe el Santo Padre–, la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga “su primera misericordia”.

Esta preferencia divina tiene consecuencias en la vida de fe de todos los cristianos, llamados a tener “los mismos sentimientos de Jesucristo” (Flp 2,5). Inspirada en ella, la Iglesia hizo una opción por los pobres entendida como una “forma especial de primacía en el ejercicio de la caridad cristiana, de la cual da testimonio toda la tradición de la Iglesia”. Esta opción –enseñaba Benedicto XVI– “está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza”. Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sentido de la fe (sensus fidei), en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente.

Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia. Estamos llamados a descubrir a Cristo en ellos, a prestarles nuestra voz en sus causas, pero también a ser sus amigos, a escucharlos, a interpretarlos y a recoger la misteriosa sabiduría que Dios quiere comunicarnos a través de ellos» (Evangelii Gaudium, 198).

Hace un tiempo, el Papa Francisco, al entregar el anillo episcopal en una ordenación como esta, allá en Roma, dijo: «No te olvides de que antes de este anillo estaba el de tus padres. Defiende la familia».
Hermano Gustavo: te doy la bienvenida a nuestro colegio episcopal, y digo colegio, porque somos discípulos de un solo Maestro, el mismo que te eligió para que te gastes y desgastes predicando su Buena Noticia a los pobres, Nuestro Señor Jesucristo.

+ Mario Aurelio Cardenal Poli
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