La confesión de Pedro
Pedro en nombre de los Doce responde: tú eres el Mesías de Dios. Pero en el evangelio según san Juan, al término de la enseñanza de Jesús sobre el pan de vida, algunos seguidores de Jesús se retiran porque les parece intolerable la instrucción de Jesús de que deben comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. Entonces Jesús se dirige a los Doce y los deja en libertad para abandonarlo, si a ellos también les parece que la enseñanza es incomprensible. También en esta ocasión Pedro responde con una declaración de fe parecida a la que escuchamos hoy en el evangelio: Señor, ¿a quién iríamos? Tus palabras dan vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios.
Nos quedamos a medias en la comprensión de estas respuestas, si entendemos solamente que la respuesta de Pedro es un reconocimiento de la procedencia divina de Jesús, de su identidad como Hijo de Dios, según la cual Jesús es de la misma naturaleza del Padre, como decimos en el Credo. La declaración de san Pedro lleva implícita esta confesión. Pero su respuesta también tiene otros contenidos igualmente importantes. La respuesta, tal como aparece en el evangelio según san Juan permite entender mejor esos otros aspectos. Señor, ¿a quién iríamos? Si nos apartamos de ti, ¿a quién vamos a seguir para que nuestra vida tenga sentido y consistencia? ¿Qué otro maestro, qué otro profeta, qué otro sacerdote va a enseñarnos el camino hasta Dios?
Declarar que Jesús es el Mesías de Dios implica el reconocimiento de que la figura de Jesús es decisiva para los discípulos. Cuando nosotros, al escuchar este relato, nos unimos a Pedro, entonces nosotros también declaramos que Jesús es la referencia decisiva para dar sentido y consistencia a nuestra vida. Jesús es el enviado de Dios, y los que nos llamamos seguidores de Jesús, somos tales porque reconocemos que nuestra vida tiene sentido sólo en relación con él. Nadie más que él puede salvarnos, pues sólo a través de él nos concede Dios a los hombres la salvación sobre la tierra (Hch 4,12).
Siempre me ha llamado la atención la pedagogía de Jesús, que hizo dos preguntas. La primera acerca de lo que la gente pensaba de él; la segunda acerca de lo que sus discípulos pensaban de él. La gente hablaba de Jesús según los criterios humanos, sin haberse encontrado realmente con él, sino según lo que se dice. Los discípulos en cambio hablan de Jesús según la experiencia de haber vivido con él; según el don de la fe. En el evangelio según san Mateo, Jesús le contestó a Pedro después de su respuesta, que ese conocimiento venía de Dios y no de las deducciones humanas.
Incluso a nosotros los que nos decimos creyentes nos puede ocurrir que pensamos como la gente y no como los discípulos, porque en realidad no hemos conocido bien a Jesús. ¿Nos hemos encontrado nosotros con Jesús para dar una respuesta como la de Pedro o hablamos de Jesús según lo que otros nos cuentan de él, sin haberlo encontrado y conocido personalmente? Pero, ¿cómo lo vamos a conocer personalmente? Para comenzar, a través de la lectura y de la escucha de la Palabra de Dios, principalmente de los evangelios, a través de la meditación de su figura, a través de la experiencia que en la Iglesia los creyentes y los santos han tenido de Jesús.
Significativamente, después de la declaración de Pedro, Jesús comienza a enseñarles sobre su pasión y sobre la necesidad de que también sus seguidores la compartan con él. La identidad de Jesús como el Mesías de Dios no le garantiza un futuro de triunfo, de gloria y de reconocimiento según las expectativas humanas. Su identidad como el Mesías de Dios se realiza a través del rechazo, del fracaso y de la humillación de la cruz, según el plan de Dios. Además el seguidor de Cristo no debe esperar para sí un futuro diverso. ¿Por qué habría de ser así?
No es fácil dar una respuesta, porque la humillación, el sufrimiento y el rechazo representados por la cruz no tienen respuesta fácil. El enigma de la cruz no se resuelve con respuestas fáciles, como tampoco el sufrimiento humano, y menos aún el sufrimiento del seguidor de Cristo se resuelve con respuestas fáciles. Por una parte, la cruz de Cristo es el precio de su obediencia y responsabilidad, de su coherencia de vida y de su sentido de misión. Cristo asume la misión implícita en su identidad como el Mesías de Dios, cueste lo que cueste, hasta el final y nos pide a sus seguidores hacer lo mismo.
Pero por otra, la pasión y la cruz de Cristo muestran que también desde el sufrimiento, el dolor y el fracaso humano la vida puede seguir teniendo sentido en Dios. La frase final del evangelio de hoy, que ha hecho pensar a tantos santos a lo largo de los siglos merece nuestra atención: El que quiera conservar para sí mismo su vida, la perderá; pero el que la pierda por mi causa (atención: por mi causa), ese la encontrará. Yo traduzco esa frase así: “El que quiera plantearse su vida sólo como búsqueda de la fama, del enriquecimiento y del poder a los ojos humanos, se encontrará al final vacío y sin sentido. En cambio el que asuma como plan de vida el seguimiento de Jesús para hacer sus opciones y aceptar sus renuncias, ese encontrará al final que su vida tiene consistencia y sentido.
A la luz de este evangelio podemos entender el pasaje de la Carta a los gálatas que hemos escuchado hoy. También allí san Pablo dice que los cristianos se deben identificar con Cristo, pero san Pablo ve la realización de esa identificación en un momento preciso: es el momento en el que expresamos nuestra fe en él por medio del bautismo. En el bautismo nos hemos revestido de Cristo, nos hemos hecho un solo cuerpo con Cristo, para que primero la pasión y la muerte de Cristo se realicen también en nosotros y luego también la resurrección.
Esa identificación con Cristo nos permite compartir incluso su identidad como Hijo de Dios. Todos ustedes son hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús, pues, cuantos han sido incorporados a Cristo por medio del bautismo, se han revestido de Cristo. Es decir, Pablo viene a ampliar lo que Jesús dijo en el evangelio. Seguir a Cristo no es simplemente imitarlo como un ejemplo; el seguimiento del que habla Jesús implica una identificación con él desde lo profundo de nuestro ser, una identificación que se realiza inicialmente en el bautismo, se fortalece en la eucaristía, y que se despliega a lo largo de la vida a través de las opciones que llevan a perder la vida por la causa de Cristo, para encontrarla plena en la resurrección.
Esta es una opción abierta a todo ser humano. Las diferencias étnicas y culturales (judío o no judío), las diferencias sociales (esclavo o libre), o las de género (hombre o mujer) no crean privilegios o desventajas frente a la oferta de salvación que hace Cristo. No es que estas diferencias desaparezcan. En algunos casos habrá que tomarlas muy en cuenta, como la diferencia entre ser hombre y ser mujer, al hablar del matrimonio.
Pero ante la oferta de la salvación no tiene ninguna ventaja la mujer sobre el hombre, el esclavo sobre el ciudadano libre, el griego sobre el judío, o al revés. La salvación en Cristo no es privilegio para una nación, una cultura, una raza, una clase social, sino que es una oferta abierta a la persona humana, en las múltiples condiciones y diversidades en que la persona humana se realiza históricamente. Por eso el cristianismo es universal y traspasa toda cultura para llegar al hombre, a la persona. Por eso toda persona unida a Cristo, se hace en Cristo descendencia de Abraham, y heredero de las promesas que Dios en otro tiempo le hizo y que se han cumplido en Cristo, promesas de vida y plenitud.
Reconozcamos también nosotros a Jesús, unámonos a él por la fe, el bautismo y la eucaristía, asumamos sus opciones y alcancemos la vida consistente.
Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán