Felices quienes no aspiran a ver, ni a creer, sino que acompañan, humildemente, con mucho amor.
Felices quienes llevan ungüentos, aromas, vendas y esperanzas a quienes esperan en sus tumbas diarias una nueva vida.
Felices quienes se asombran ante la luz, de un momento feliz, frente a un cielo azul.
Felices quienes no reconocen al Crucificado, pues se les mostrará diferente, alegre y Resucitado.
Felices quienes se sienten llamados a subir a Galilea, al mundo de los que son silenciados en vida.
Felices quienes avivan su esperanza tocando las llagas del Resucitado, aunque antes hayan experimentado el silencio, la incredulidad, la noche oscura de la confianza y la fe.
Felices quienes ahuyentan las tinieblas, quienes se apresuran para que surja la aurora, quienes salen de noche y llegan a la madurez del día.
Felices quienes contemplan el mar, las montañas, el cielo y se encaminan, a la vez, a la construcción feliz, humilde, gozosa del Reino.
Miguel Ángel Mesa