"Vivo sin ningún miedo a morir porque, para mí, la muerte se ha convertido en un deseo desde hace tiempo", decía Enrique de Castro, el profeta de los pobres de Vallecas
"A Enrique, como a tantos otros curas de aquella época (el padre Llanos, por ejemplo) le convirtió su conciencia al darse de bruces con la realidad"
"En Vallecas asistió y acompañó, como otros curas, el nacimiento de la lucha por las libertades y la justicia social. Lo que él llamaba 'el frente antifranquista'"
"Cura rebelde desde siempre, que topó con la élite funcionarial clerical, pero sin ceder un ápice ante ella. Siempre decía que había pasado de la Iglesia oficial al Evangelio"
"Cura rebelde desde siempre, que topó con la élite funcionarial clerical, pero sin ceder un ápice ante ella. Siempre decía que había pasado de la Iglesia oficial al Evangelio"
Era una de esas personalidades que Bertolt Brecht llamaría “imprescindibles”. Enrique de Castro López-Cortijo (Madrid, 1943) tenía fuego en el alma y, como todo buen converso, bramaba por defender a los pobres y no soportaba (ni en él mismo ni en los demás ni en la propia Iglesia) la hipocresía. Por eso, rompió con su clase social (la alta), entregó su vida en los márgenes a los demás y casi fue excomulgado por la jerarquía de la Iglesia. Y digo lo de casi, porque si el cardenal Rouco no se atrevió a excomulgarlo del todo, sí le dejó sin parroquia (a la que convirtió en un centro social) fue porque temía la reacción del pueblo a favor del cura rojo.
A Enrique, como a tantos otros curas de aquella época (el padre Llanos, por ejemplo) le convirtió su conciencia al darse de bruces con la realidad. Él mismo describe así s conversión: “Mi padre era oficial de aviación del ejército franquista, años después llegó a ser teniente general, y yo quería ser cura. Estudié Teología en la Universidad de Comillas y al ordenarme como sacerdote elegí venir a Vallecas, a Palomeras. Me lo sugirió una amiga monja. Era el año 1972 y un cura buscaba compañero en una parroquia de Vallecas y allí me presenté. “Creo que buscas compañero”, le dije. “Pues sí.” “Bien, si te valgo, aquí me tienes.” Me observó de arriba abajo, yo llegaba de niño pijo todavía, por mi imagen y mi manera de vestir. Y me aceptó, y me cambió para siempre. Era el año 1972”.
En Vallecas asistió y acompañó, como otros curas, el nacimiento de la lucha por las libertades y la justicia social. Lo que él llamaba “el frente antifranquista”, lleno de esperanza por cambiar las cosas. Y empezaron las reuniones clandestinas con los rojos de verdad (no los de “pastel”, como Enrique llamaba a otros izquierdistas) y con auténticos militantes obreros.
Pero junto a la primavera de la lucha obrera, también asistió a otro nacimiento: la llegada de la droga, especialmente de la heroína, a los barrios obreros. Enrique la llamaba “la mierda”. Y el caballo reinó en Vallecas y acabó arruinando la vida de toda una generación de chavales. Y Enrique, ya entonces, clamaba: “Siempre tuve claro que era una forma que tenía el gobierno para controlar la población y criminalizarla”.
Y Enrique empezó a luchar por sus chicos, los drogadictos a los que la Justicia tardaba más de cinco años en juzgar, y firmó un manifiesto público, asegurando que escondía en su casa a cinco chavales con condenas pendientes. La denuncia salió en todos los medios, pero nadie movió un dedo contra el cura. Y eso que por su casa, durante aquellos años, pasaron cientos de chavales perseguidos por la Justicia, asi como 'las madres contra la droga', dolorosas al pie de la cruz de sus hijos.
Poco a poco la fama de Enrique fue creciendo y hasta entabló amistad con los gitanos, que, incluso, llegaron a llamarle ‘Maestro’, un calificativo que sólo conceden a los de su sangre o a los que llevan en el corazón.
Por eso solía decir: “Los chicos, los pobres, el cuarto mundo es el lugar del Dios de Jesús. Jesús siempre se sintió muy querido y estuvo muy enamorado. Para mí, ha sido un regalo el descubrir lo que te dan y, por eso, te enamoras. Y ellos siguen llegando, porque basta que no te tengan miedo. Porque el miedo lo huelen como los perros”.
Y, tajante, como siempre, añadía: “A Dios no se le puede encontrar en el barrio de Salamanca, porque ahí no está. Dios no está en el bolsillo de los ricos. Los ricos sólo podrán encontrar a Dios, cuando los pobres los admitan, porque Dios es de ellos, de lo pobres”.
Cura rebelde desde siempre, que topó con la élite funcionarial clerical, pero sin ceder un ápice ante ella. Siempre decía que había pasado de la Iglesia oficial al Evangelio. “Para mí fue un proceso que duró toda la vida, un recorrido largo, en el que he intentado ser lo más libre que he podido. Por ejemplo, fue la gente la que me hizo cura, aunque yo niego el sacerdocio, porque Jesús se cargó el sacerdocio y el templo, mientras nosotros lo mantenemos. Jesús fue un antiIglesia de su tiempo, porque fue laico y criticó a los sacerdotes. Y la Iglesia sigue mantenida por los poderes de este mundo. Por eso, no creo en la Iglesia católica, sino en el Reino de Jesús”.
A ese Reino y a ese Jesus dedicó su vida entera y por eso confesaba: “Vivo sin ningún miedo a morir porque, para mí, la muerte se ha convertido en un deseo desde hace tiempo. El deseo es el descanso, y la muerte, sin duda, es el descanso. Lo que hay más allá no lo sé, pero, aunque no halláramos nada, el hecho de descansar después de tanto viaje no está nada mal. Porque estoy algo agotado y me sobran más esperanzas que fuerzas”.
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