"Nos seguiremos encontrando en todas las luchas por la Iglesia en salida" Gracias por tu vida entregada, peregrino de Dios
"Amén de afable y sociable, Don Carlos es buena persona. Se le ve. Rezuma bondad sin pretenderlo y cercanía bondadosa. Y sin acepción de personas"
"Le conocí en Ourense, mi tierra y su primer destino, su primera ‘novia’, la diócesis a la que quizás quiso más en su vida. Llegó joven y con ganas y celo apostólico. Y se entregó a fondo"
"En Valencia se convirtió en el ‘peregrino’ y, desde Valencia (ya sin deudas pendientes con Rouco) comenzó a volar sólo y Francisco le eligió para ser uno de sus hombres en España, con Omella"
"En Madrid disfrutó y fue feliz, pero también sufrió, porque se sabía permanentemente vigilado y comparado con su predecesor"
"En Valencia se convirtió en el ‘peregrino’ y, desde Valencia (ya sin deudas pendientes con Rouco) comenzó a volar sólo y Francisco le eligió para ser uno de sus hombres en España, con Omella"
"En Madrid disfrutó y fue feliz, pero también sufrió, porque se sabía permanentemente vigilado y comparado con su predecesor"
Se hace querer. Carlos Osoro tiene ese don. Un regalo de Dios y de su genética, que siempre lo distinguió de los demás obispos. Y es que muchos de sus compañeros siguen siendo prelados un poco engolados, plagados de sí mismos y, en general, muy huraños. Don Carlos rompe el molde de los obispos insociables, a los que les cuesta empatizar con la gente y tienen tendencia a recluirse en sus despachos, en sus palacios y en sus catedrales.
Amén de afable y sociable, Don Carlos es buena persona. Se le ve. Rezuma bondad sin pretenderlo y cercanía bondadosa. Y sin acepción de personas. Da igual que su interlocutor sea rico o pobre, santo o pecador, cura o laico.
Hombre de oración, canta bien y hasta tiene compuesta alguna canción religiosa. En sus predicaciones le sale su vena más profunda, la espiritual. Le cuesta más la denuncia y la concreción. Nunca le gustó señalar. Quizás porque tiende a ver más el lado bueno de la gente y, por eso, disculpa siempre.
Le conocí en Ourense, mi tierra y su primer destino, su primera ‘novia’, la diócesis a la que quizás quiso más en su vida. Llegó joven y con ganas y celo apostólico. Y se entregó a fondo. Al poco tiempo de llegar a ‘terra da chispa’, me invitó a acompañarle, para enseñarme sus primeras obras en el seminario mayor. Y después, fuimos a comer juntos. Desde entonces, lo consideré mi amigo.
En Ourense pronto consiguió el cariño de todos. Y dejó huella por muchas cosas, pero especialmente por sus cartas a los niños, su cercanía a la gente, que podía encontrarse y hablar con su obispo en cualquier lugar de la ciudad. Inauguró una nueva forma de ser obispo: padre y amigo. Padre de sus curas, por ejemplo. Visitaba a los mayores o jubilados y nunca se perdía un entierro de los padres de sus sacerdotes.
Desde entonces, nos queremos y nos respetamos. Jamás intentó influirme o condicionar mi tarea informativa. Y eso que eran tiempos duros. Desde las páginas de El Mundo, criticábamos la involución eclesial evidente en la Iglesia española y universal de la mano de Juan Pablo II. Y él, que había sido un cura del Concilio, en cierta medida se plegó a los nuevos tiempos wojtylianos.
Nunca fue un obispo progresista, sino más bien tirando a conservador. Por eso, Rouco se fijó en él y le fue aupando. Primero a Oviedo y, después, a Valencia. En la ciudad del Turia comenzó a cambiar y a desvincularse de la ‘obediencia debida’ al entonces todopoderoso ‘vicepapa’ español.
Y sin ser progresista, cuando llegó Francisco, se entregó por completo al nuevo Papa. Sin estar muy convencido de sus reformas en el fondo, pero otorgándole todo su cariño y su obediencia. Como siempre había hecho. Y en Valencia se convirtió en el ‘peregrino’ y, desde Valencia (ya sin deudas pendientes con Rouco) comenzó a volar sólo y Francisco le eligió para ser uno de sus hombres en España, con Omella.
Y lo designó arzobispo de Madrid y cardenal. Y, como siempre, llegó a la capital de España con ganas y celo apostólico, que seguía teniendo para gastar a raudales. Quiso ser un hombre de Francisco, siempre fiel, pero, al mismo tiempo, el obispo de todos. Y eso sin marcar territorio y fiándose de todos, incluidos los antiguos colaboradores del cardenal gallego, que, al final, le hicieron la vida imposible y siguieron rindiendo pleitesía al cardenal jubilado.
Por primera vez en su larga carrera episcopal se encontró con una grupo numeroso de curas que no comulgaban con sus ideas y ponía palos en las ruedas de sus iniciativas. Sin enfrentarse frontalmente a él, pero haciéndole el vacío y ovacionados por los infovaticarcas de ‘Infovaticana’, que un día sí y otro también arremetían si piedad (incluso con seudónimos) contra él y contras sus decisiones. Y el bueno de Don Carlos aprendió en sus propias carnes que hay gente, que se dice cristiana, pero no ama a su hermano y parece disfrutar haciendo el mal.
Aguantó los primeros años, recordando que, de entrada, un cura o un obispo tiene que ‘oír, ver y callar’. Y no removió a casi nadie de sus puestos ni al principio ni al final, aunque, eso sí, pidió a Roma tres auxiliares y se rodeó de un núcleo duro fiel. Algunos de su cuerda, como Elías Royón. Otros, más 'lanzados', como Josito o el propio Cobo.
En Madrid disfrutó y fue feliz, pero también sufrió, porque se sabía permanentemente vigilado y comparado con su predecesor, que gobernó la diócesis (y la Iglesia española) con mano de hierro. Y muchos eclesiásticos y muchos laicos prefieren, a veces, los liderazgos fuertes, aunque, a veces, rocen lo dictatorial.
Algunos le reprochan no haber cambiado la diócesis madrileña a fondo. No saben que eso sería superior a sus fuerzas. Nunca fue un obispo rompedor y siempre quiso vivir de acuerdo a su lema (que, en su caso, fue una realidad) de ser obispo de todos.
Se ganó el cariño de la gente, recorrió la diócesis, abrió cauces de comunicación con la sociedad civil, con los políticos y con la sociedad de Madrid. Estaba pendiente de sus curas, como en Ourense. Todos tenían su teléfono móvil y podían llamarle a cualquier hora del día o de la noche.
Dormía poco, salía mucho y decía a todo que sí. Tanto que, a veces, llegaba un poco tarde a los compromisos. Pero siempre llegaba, con la ayuda de su fiel Oscar, más que un chófer. Amigo de sus amigos, nos defendió ante sus pares, cuando tuvo que hacerlo. Sin decirnos nada y sin pedir nunca nada a cambio.
Al final, justicia poética, porque consiguió que le suceda su delfín, José Cobo, contra el parecer del Nuncio y de Rouco, que seguían apostando por sus fieles: Sanz y Argüello o, incluso, Martínez Camino. Un signo inequívoco de que el Papa le conoce y está harto de sus artimañas y de sus cordadas. Y le ha dejado compuesto y sin Compostela (para la que quería a su sobrinísimo) y sin Madrid. Sic transit.
Osoro se va con esa victoria final, pero siempre tan humilde y discreto. Recuerdo un día, recién llegado a Madrid, paseando por la calle Fuencarral, en compañía del Padre Ángel. La gente se paraba a saludar al cura y era el Páter el que les presentaba al cardenal. Y él aceptaba con toda humildad que el fundador de Mensajeros de la Paz fuese más conocido que él. Porque, además, con el Padre Ángel formaron un dúo de amigos íntimos y curas entregados. De su mano palpó la miseria de los sin hogar y, con su bendición, la parroquia de San Antón se convirtió en un referente mundial de las iglesias hospital de campaña.
Fue siempre un cura entregado, un obispo fiel y prudente, que ofreció su vida al Señor, pero sobre todo fue y es una buena persona. Todo corazón. Gracias por su amistad, Don Carlos. Nos seguiremos encontrando en todas las luchas por esa Iglesia en salida y primaveral que quiere el Papa Francisco.
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