José María Martin Patino, el jesuita de hierro
Este lunes habría cumplido 90 años de vida, 72 de jesuita y 54 de sacerdote. Seguro que, con su socarronería salmantina, será de las primeras cosas que le diga a San Pedro en las puertas del cielo, donde le estará esperando su “gran amigo” y confidente el cardenal de la Transición.
Tarancón y Patino formaron un tandem providencial, para conducir las aguas turbulentas de las relaciones de la Iglesia con un franquismo desfalleciente, que veía en la Iglesia, liderada por estos dos eclesiásticos, su mayor opositora, la aliada de las libertades, de la mano del nuevo espíritu del Concilio Vaticano II.
Y no se equivocaba el Caudillo. Fiel al Concilio y bien aconsejado por la mente privilegiada de Marín Patino, Tarancón sacó a la Iglesia de la arena partidista y la colocó por encima de la arena política, como instancia de autoridad moral, que luchaba por las libertades y por la democracia, pero también, y sobre todo, por la reconciliación entre las “dos Españas”.
Porque Martín Patino fue un “tendedor de puentes”, un enamorado de la reconciliación y de volver a tejer el paño destrozado de las entretelas españolas. Una llamada que sintió siendo todavía joven jesuita, estudiante de teología en la ciudad alemana de Ulm. Y que él mismo cuenta así: “Fue un ramalazo que me dejó marcado para toda la vida (…), una llamada clara a tomar en serio la división entre vencedores y vencidos que pervive en la conciencia colectiva de los españoles. Entendí que debería ayudar, con todas mis fuerzas, a superar la memoria de la guerra civil y a reconocer los errores cometidos por ambos bandos”.
Y a esa tarea dedicó toda su vida. Con enorme éxito. Primero en la época convulsa de los curas multados por las homilías, de la cárcel concordataria de Zamora o de la Asamblea Conjunta obispos-sacerdotes. Después, como provicario (cargo de máxima confianza) del cardenal de Madrid durante más de 11 años. De hecho, decían que Patino gobernaba la diócesis, mientras el cardenal se ocupaba a fondo de la naciente Conferencia episcopal española, donde seguía teniendo la resistencia y la oposición del sector más conservador del episcopado, encabezado por el cardenal González Martín o por el obispo de Cuenca, monseñor Guerra Campos.
Martín Patino tenía dotes de mando y una inteligencia táctica y estratégica privilegiada. Fue listo desde niño, quizás por el influjo de sus padres, maestros de profesión. Nacido el 30 de marzo de 1925 en Lumbrales (Salamanca), entra en la Compañía de Jesús el 9 de septiembre de 1942. Es ordenado sacerdote el 31 de julio de 1957 en Frankfurt (Alemania). Hace los últimos votos en la Compañía el 15 de agosto de 1960, en Salamanca.
Estudia en Comillas, después en Salamanca, pasa por Alemania y se doctora en Teología en la Universidad Gregoriana de Roma. Un impresionante bagaje intelectual que puso por entero al servicio del cardenal Tarancón y de la Iglesia española.
Cuando Juan Pablo II acepta la renuncia de Tarancón, por haber cumplido los 75 años de edad, al cargo de arzobispo de Madrid, José María Martín Patino abandona también la curia de Madrid. Pero no para jubilarse, sino para seguir trabajando en su sueño reconciliador. Para eso, crea la Fundación Encuentro, foro de diálogo sobre los temas más candentes de la sociedad y de la Iglesia española.
De personalidad recia y carácter fuerte, nunca tuvo pelos en la lengua y fue de los pocos eclesiásticos que se atrevió a criticar públicamente al cardenal Rouco Varela, por haber roto la estrategia de Tarancón y haber bajado a la Iglesia de nuevo a la arena política.
Mantuvo su actividad hasta poco antes de morir, quizás porque nunca temió a la muerte, a la que describía con la clásica imagen del río que va a dar a la mar. “No pocas veces llego a recibir la brisa del mar inmenso como si estuviera ya cerca de la desembocadura del río de la vida. Quisiera morir en plena actividad y esto se lo pido al Señor como una gracia especial. La prueba de una enfermedad terminal larga me aterra. Será lo que Dios, que me ha demostrado su paternidad en todo momento, me ofrezca como purificación o como premio. Tengo la seguridad de que al otro lado de la muerte voy a recibir un inmenso abrazo del Padre y de tantos jesuitas y amigos de todas las tendencias culturales y políticas que aquí me han brindado generosamente su amistad. La idea de la muerte amiga me acompaña casi constantemente y mis colaboradores se extrañan de que la mencione con tanta frecuencia”.
José Manuel Vidal