Lima, la ciudad donde nunca llueve

Mi visita a Lima me hizo descubrir una ciudad especial y poliédrica. Bella y descuidada; limpia y ennegrecida; austera y exhibicionista. Con raíces en el pasado y mirada en un futuro de crecimiento sostenido. Una visita enriquecida por mi cicerone, el padre José Francisco Navarro, SJ, literato y, sobre todo pintor. Con él, la visita se hizo amena, agradable y poblada de detalles insospechados y de profundas reflexiones.

La ciudad conserva un centro histórico espectacular, con balcones coloniales y republicanos, junto a adefesios de cemento de la época desarrollista. Con corazón inca, pero bellísimas raíces preincaicas, que se pueden admirar en el Museo Larco o en el Nacional de Arqueología y Antropología. Recorrerlos esponja el alma.

Una ciudad cuyo corazón late al ritmo del Señor de los Milagros, cuya festividad reúne a más de un millón de personas. Cuando lo visité, un miércoles, a eso de las once de la mañana, en su templo no cabía un alfiler. Menos gente, en cambio, en el santuario de Santa Rosa, con su pozo de los deseos y la pequeña ermita construida por la santa que parece una chabola de bloques de adobe.

Sola estaba también la casa-capilla de Fray Escoba, que me recordó los libros de mi infancia, que glosaban su figura de negro humilde bendecido por Dios, y que evocaban en mi mente infantil sueños misioneros peruanos.

Me decepcionó la Plaza de Armas, la catedral y el palacio arzobispal. Sobre todo, cuando mi amable y experto guía, el padre Navarro (vaya paliza, hermano), no ocultó que todo el conjunto estaba reconstruido. El templo catedralicio, bastante feo por dentro. Con dos detalles que me llamaron la atención: la supuesta tumba de Pizarro y el altar sobre el que celebra el cardenal Cipriani.

Me encantó el claustro del convento de Santo Domingo. Y las fachadas del de los agustinos (con una deplorable decoración interior) y del de los mercedarios y franciscanos. También aquí las grandes órdenes religiosas parecen haberse repartido la ciudad, en una muestra evidente de poderío. Por el poder hacia Dios.

Tras la visita a “La Casona” de la Universidad de San Marcos, requisada a los jesuitas tras su expulsión y hoy convertida en Centro Cultural, quedaba la guinda, sabiamente dispuesta como broche de oro por mi guía: San Pedro.

Primero almorzamos, justo al lado, con el párroco de San Pedro, José Enrique Rodríguez, en una preciosa casona reconvertida en el restaurante L'Eau Vive' por las religiosas francesas de Las Trabajadoras Misioneras de la Inmaculada, Familia Donum Dei. Las mismas que tienen otro restaurante del mismo nombre en Roma y en otras partes del mundo. Excelente cocina y sabrosa sobremesa.

San Pedro es a Lima lo que la iglesia de la Compañía es a Quito: dos joyas, dos piezas únicas, dos preciosidades que por sí solas bien justifican un viaje.

De la mano de José Enrique y de José Francisco la visita se convierte en una gozada estética y espiritual. El conjunto está bellamente restaurado y conservado. Gracias a la Fundación Canevaro y con la dedicación total del padre José Enrique, todo un dechado de conocimientos artísticos y de una sana ironía que tonifica y da una nota de calidez entre tanta belleza.

Las proporciones arquitectónicas del templo, los panes de oro, los altares barrocos, los cuadros de Valdés Leal, las estatuas de Montañés son muestras de la calidad extraordinaria de este templo jesuita.

La sacristía, con su antesacristía son por sí solas un museo. Con varios cuadros antológicos del italiano Hno. Bernardo Bitti, SJ (siglo XVI) y varias curiosidades como la virgen pintada sobre cuero de la puerta del sagrario, el cuadro de San Ignacio con una enorme rata en una esquina, invitando a los fieles a extender el catolicismo como la peste. O una escalera de caracol que hacía las veces de sistema de aire acondicionado.

Y, por supuesto, con una plural vida espiritual, no en vano a San Pedro se le conoce como el confesonario de Lima. Como dice el Padre Enrique, “la parroquia San Pedro quiere ser para la comunidad cristiana de Lima un espacio abierto de encuentro con Dios. Su bella e inspiradora arquitectura colonial, así como cada uno de los servicios pastorales que brinda están orientados a hacer posible que cada vez más fieles puedan 'buscar y hallar la voluntad de Dios' (san Ignacio de Loyola)”.

José Manuel Vidal

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