Pluralidad deseable, uniformidad sospechosa

En mi bachillerato había una asignatura para inyectar ideología, que solamente lograba alejar de la política al alumnado. En el examen, aunque no viniera a cuento, decíamos: “España es una unidad de destino en lo universal”. Me lo recuerda hoy la retórica anacrónica de instancias políticas o eclesiásticas con añoranza de ir “por el imperio hacia Dios”.

En los debates sobre estatutos autonómicos llama la atención el nerviosismo de quienes se alarman por la presunta desmembración de la unidad estatal, exageran el presunto “bien moral” de la “unidad nacional” y tratan de avalarlo con razonamientos pseudo-históricos y pseudo-religiosos.

Hoy nos preocupa la construcción multicultural de la identidad. Tierra y lengua natales son raíces, de las que sería suicida desgajarse. Pero, al crecer, ampliamos círculos de pertenencia: familia,.vecindad, barrio, escuela, amistades, ciudad, región, estado, comunidad internacional. Cada pertenencia nueva enriquece la identidad. Dos enemigos lo impiden: el nacionalismo tribal y el imperialismo centralizador. Frente a ambas estrecheces, el nacionalismo de las regiones, base para unidades territoriales más amplias como “nación de naciones”.

El joven teólogo Ratzinger propugnaba una ecumene como nación de naciones. Más allá de relativismos y universalismos, apostaba Ratzinger por un sano cosmopolitanismo (J. Ratzinger, La unidad de las naciones, ediciones Fax, Madrid, 1972). Criticaba el nacionalismo estatal imperialista de Roma, relativizando lo demoníaco de su política centralista (p.65); también rechazaba los nacionalismos justificadores de lo nacional con los “ángeles de cada pueblo” (p.47) y el cosmopolitismo abstracto de los estoicos (p.22).

La ecumene sería el movimiento hacia una humanidad como “nación de naciones”, meta de la hermandad transcultural. La fe favorece esta fraternidad y sororidad: “revolución en que desaparecen todas las diferencias dadas en la historia.” (id., 40).

Para eso hay que distanciarse del nacionalismo totalitario del imperio. Citando a Pablo: “ya no hay judío ni griego, siervo o libre, varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo” (Gal 3, 27), Ratzinger comenta: “El misterio de Cristo es el de la supresión de fronteras”( id.).

Hoy, las migraciones y el reconocimiento de hechos diferenciales son un reto. La solución no está en exclusivismos locales, ni en totalitarismos homgeneizadores, sino en la pluralidad que interacciona sin uniformarse.

Por eso, recomendaría a las instancias religiosas preocupadas por la unidad de lo países de nuestro territorio estatal la lectura del joven teólogo Ratzinger, en vez de inspirarse en la jerga del nacionalcatolicismo.

Juan Masiá. S. I.
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