"Bloch actúa como un detective que busca lo utópico, la esperanza, en el arte, la literatura (...), la religión..." Pensadores de la esperanza

Pensadores de la esperanza
Pensadores de la esperanza

Sobre Dios y la esperanza dialogaron en el siglo XX dos grandes pensadores: E. Bloch, filósofo marxista ateo, y J. Moltmann, teólogo cristiano protestante. El comienzo de este nuevo año, tan convulso y amenazante, me trae al recuerdo aquellos debates sobre la esperanza

Cuenta un poeta alemán que, en 1945, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, acudió un día a contemplar las ruinas de la hermosa catedral de su ciudad. Sobrecogido, se sentó sobre unos cascotes y comenzó a escribir un poema, una especie de llanto por su querida catedral. Escribía sus versos mientras otras manos retiraban escombros. “Me asombró -escribió el poeta- que nadie me reprochara que no retirara escombros”.

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Aquel poeta sabía -lo sabemos todos- que siempre serán urgentes las dos cosas: manos que retiren escombros y manos que creen nuevas constelaciones de sentido. A veces, las mismas manos realizan las dos tareas. En la tragedia de destrucción y muerte que ha azotado a la Comunidad Valenciana quien verdaderamente crea sentido es la riada de voluntarios que acuden a limpiar sus casas y calles. Contemplando su generosa entrega, me viene a la memoria un texto, muy logrado, de José Gómez Caffarena, buen maestro de la esperanza: “La Humanidad en su secular esfuerzo moral, y pese a sus fracasos, se merece que no sea fallida su esperanza, se merece que exista Dios”.

Sobre Dios y la esperanza dialogaron en el siglo XX dos grandes pensadores: E. Bloch, filósofo marxista ateo, y J. Moltmann, teólogo cristiano protestante. El comienzo de este nuevo año, tan convulso y amenazante, me trae al recuerdo aquellos debates sobre la esperanza. Bloch los solía comenzar recordando los tres “remedios” que Kant ofrecía para sobrellevar los trances duros de la vida: la risa, el sueño y la esperanza. Esta última, la esperanza, fue con frecuencia objeto de diálogo y debate entre Bloch y Moltmann. Sus libros sobre la esperanza son tal vez lo mejor que el siglo XX alumbró sobre el tema.

Pero, antes de acudir a la “profecía extranjera”, es de justicia recordar la figura y la obra de un español que también pensó la esperanza. Me refiero a Pedro Laín Entralgo. Su libro, La espera y la esperanza. Historia y teoría del esperar humano (Revista de Occidente,1957), ofrece un impresionante recorrido por los logros y fracasos de las esperanzas humanas. Laín estaba convencido de que la esperanza es muy propia de nuestra tierra y de nuestras gentes. Evocaba “la visión esperanzosa de otra vida”, de Unamuno. Y nunca se olvidaba de citar el lema de Quevedo: “Yo solo en la esperanza me confío”. La esperanza era para Laín una especie de imperativo categórico, veía en ella “el nervio de la ética”. A los de su profesión, a los médicos, los llamó “dispensadores de esperanza”. Y, en los tiempos desesperanzados que le tocó vivir, Laín evocó en sus libros otras fechas de nuestra historia más proclives a la esperanza.

José Gómez Caffarena con Pedro Laín Entralgo
José Gómez Caffarena con Pedro Laín Entralgo

Pero no se limitó a “lo nuestro”. Su libro, como muestra el subtítulo, es “una historia y teoría del esperar humano”. Y es que ni los pueblos ni los individuos sobreviven sin esperanza. Hegel, buen conocedor de que la historia humana es un entramado de esperanza y desesperanza, evocó el hundimiento de los individuos, de los imperios y de los pueblos. Llegó a calificar la historia universal como “un matadero”, pero enigmáticamente afirmó que “lo necesario subsistió”. Y nada subsiste sin la resistencia que ofrece la esperanza.

Y precisamente a evocar la esperanza consagraron su saber y su talento literario Bloch y Moltmann. El primero escribió su obra principal, El principio esperanza (entre 1938 y 1947), en los EEUU, a donde había llegado huyendo de Hitler. Allí, en el país que él consideraba el “menos utópico” del mundo, se gestó una primera redacción de su gran obra. La escribió mientras se ganaba la vida fregando platos en los hoteles. Y le salió un libro torrencial, rozando siempre lo desorbitado. Bloch actúa como un detective que busca lo utópico, la esperanza, en el arte, la literatura, la música, las tradiciones orales de los pueblos, la religión.

Este libro cayó en manos del joven Moltmann durante unas vacaciones en Suiza. Con envidiable gracejo cuenta que, fascinado por este alegato en favor de la esperanza, apenas se asomó a la belleza de las montañas suizas

Y precisamente este libro cayó en manos del joven Moltmann durante unas vacaciones en Suiza. Con envidiable gracejo cuenta que, fascinado por este alegato en favor de la esperanza, apenas se asomó a la belleza de las montañas suizas. En cambio, vislumbró los primeros trazos de su Teología de la esperanza (1964), libro que causaría un enorme impacto. Laín lo llamó “documento para siempre”. Tal vez sea el mayor elogio que se le ha dedicado.

Aquella obra fue fruto de unos años en los que todo parecía ir bien. Era la época de Juan XXIII, de Kennedy, del Concilio Vaticano II. Asistíamos a un notable resurgir religioso, con tímidos atrevimientos críticos. Las noticias del concilio se seguían con enorme interés y participación. José L. López Aranguren llegó a escribir que el Vaticano II era el acontecimiento más importante del siglo XX. La Teología de la esperanza fue el libro genial de un cristiano esperanzado. Hace solo unos meses, a sus 98 años, nos ha dejado.

Jürgen Moltmann
Jürgen Moltmann

Pero a Moltmann le faltaba lo más arduo: conectar la esperanza con su gran prueba, el sufrimiento. Lo hizo en su otro gran libro, El Dios crucificado (1972). En élse asoma a la experiencia de Dios en el sufrimiento. Esperanza y sufrimiento son para Moltmann, como para toda la tradición cristiana, compatibles. Él hizo su primera gran experiencia dolorosa siendo prisionero de guerra en Bélgica entre 1945 y 1948. Había sido reclutado como soldado por Hitler a los 16 años, igual que lo fueron otros muchos jóvenes, entre ellos J. Ratzinger.

En su mochila de muchacho soldado Moltmann llevaba el libro que sostuvo su esperanza, el Nuevo Testamento. A él se agarró. Con emoción contenida, narraba cómo, después de la guerra, las Facultades alemanas de teología protestante se llenaron de estudiantes que, testigos de tanta barbarie -algunos de ellos mutilados de guerra-, exigían que sus profesores les explicasen cómo se compaginaba el sufrimiento vivido en los frentes con la esperanza cristiana. Moltmann preguntaba por los ochenta mil muertos de su ciudad, Hamburgo, víctimas de feroces bombardeos a los que él, sin saber cómo, logró sobrevivir. Aún seguimos haciéndonos las mismas preguntas. Se las hizo también el Papa Benedicto XVI al visitar el campo de exterminio de Auschwitz. 

Pero antes de continuar, debo mencionar -Moltmann no me perdonaría que no lo hiciera- a su esposa. Y es que al lado del gran teólogo estuvo siempre una gran mujer, Elisabeth Moltmann-Wendel (l926-2016), teóloga protestante feminista. Fue ella quien sembró en su marido la inquietud por una teología feminista a la altura de los tiempos. También corre de su cuenta la sensibilización de Moltmann hacia los movimientos pacifistas y verdes, tan potentes y activos desde hace décadas en Alemania. El fallecimiento de Elisabeth, en Tubinga, en 2016, fue un duro golpe para el ya anciano teólogo. Sus cuatro hijas y su entrañable amistad con H. Küng y con E. Jüngel -también teólogo protestante- mitigaron su dolor. Ya nos dejaron los tres.

Ernst Bloch
Ernst Bloch

Volvamos a nuestro relato. Un acontecimiento político de fatales consecuencias se encargó de que el lector de Bloch entre las montañas suizas se convirtiera en su amigo en la Universidad de Tubinga. Ocurrió en 1961. Bloch estaba de vacaciones en la República Federal Alemana cuando el gobierno comunista de la “otra Alemania”, de la  República Democrática Alemana, levantó el muro de Berlín. Bloch no se lo pensó: renunció a su cátedra en Leipzig, donde había sido acusado de “veleidades teológicas” por las autoridades comunistas y se quedó para siempre en Tubinga. Su casa estaba muy cerca del Seminario protestante donde en otros tiempos vivieron Hegel, Hölderlin y Fichte. Un lugar muy apropiado para Bloch que había escrito un libro sobre Hegel. Fue allí, en la Universidad de Tubinga, donde estos dos maestros del pensamiento confrontaron sus sentires sobre la esperanza.

Fueron diálogos que sus testigos nunca olvidaremos. A Moltmann le fascinaba la ontología del “todavía no”, de Bloch, es decir, su apego filosófico al futuro, a la esperanza. Era una preciosa ayuda para su teología de la esperanza. Eso sí: se imponía transformar el “Dios esperanza” de Bloch en el “Dios de la esperanza”. Es la tarea que Moltmann llevará a cabo a lo largo de toda su obra. Rechaza la absolutización de la esperanza, llevada a cabo por su amigo Bloch, y la remonta y subordina a Dios, el único que la hace posible. Bloch había entonado un gran elogio filosófico, antropológico, a la esperanza, pero no sabía si hay algo que esperar tras la muerte. Se debatió siempre entre la gran Trascendencia (la Esperanza con mayúscula, Dios) y las pequeñas trascendencias nuestras de cada día (la esperanza con minúscula).

Se tiene la impresión de que al final vencieron las minúsculas, aunque sin abandonar nunca el anhelo por la otra Trascendencia, la única que podría evitar la aniquilación última que Bloch rechazaba

Se tiene la impresión de que al final vencieron las minúsculas, aunque sin abandonar nunca el anhelo por la otra Trascendencia, la única que podría evitar la aniquilación última que Bloch rechazaba. Era tan intenso su anhelo de Trascendencia que intentó darle forma acuñando una distinción que solía repetir, no sé si convencido del todo. Distinguía entre el núcleo y cáscara o envoltorio. El núcleo era para Bloch el verdadero hombre, todavía inexistente, no devenido, asunto de futuro. La muerte solo afecta a la cáscara, al envoltorio. El verdadero hombre, al ser aún cosa de futuro, no pude morir. Una distinción que no convencía a su amigo Moltmann, que alegaba que no se puede argumentar así ante las víctimas de Auschwitz. A lo que Bloch respondía: es que en ese caso no se puede argumentar de ninguna manera…

La esperanza de Bloch se teñía siempre de vigor antropológico; cercano ya a su muerte recibió la visita de Moltmann y sonriendo le dijo: “La muerte, todavía me queda esa experiencia”. Eso sí: su esperanza fue siempre “enlutada”, revestida de “crespones negros”. No se puede olvidar que era la esperanza de un testigo de dos guerras mundiales y de la víctima de no pocos exilios y experiencias dolorosas. Su evocación de las muertes vividas es estremecedora. Solía acudir al dicho alemán “el último hábito no tiene bolsillos” para expresar la total indefensión frente a la muerte. Sobrecoge el relato de la muerte de su primera esposa, ocurrido cuando solo contaba veintidós años; trae a la memoria la reacción de K. Marx ante el fallecimiento de su esposa, Jenny. Bloch nació solo dos años después de la muerte de Marx.

La esperanza blochiana, no sé si escrita con mayúscula o minúscula, le impulsaba a exigir “por dignidad personal” no acabar como el ganado. Gran melómano, se negaba a que la última música que escucharan sus oídos fueran las paletadas de tierra que alguien arrojaría sobre su ataúd. Tal vez se podría afirmar que, como tantos otros, se balanceó entre “el sí y el no”. “Sí” al anhelo de Trascendencia, de Esperanza con mayúscula; y un y “no “resignado, entrecortado, a toda promesa de pervivencia más allá de la muerte.

Ernst Bloch
Ernst Bloch

El título de su conferencia inaugural en la Universidad de Tubinga fascinó a un abarrotado Salón de Actos: ¿Puede frustrarse la esperanza? La respuesta de aquel peregrino de la esperanza fue afirmativa. Bloch había asistido ya a demasiadas frustraciones de sus esperanzas intrahistóricas. Ante la otra esperanza, la esperanza final, se declaraba incompetente. Como buen estudioso de la historia de las religiones, sabía que estas no informan sobre lo que “saben”, sino sobre lo que “creen”. Y él no era creyente. De ahí que no pudiera acompañar a su interlocutor, teólogo cristiano, en la transformación de la esperanza en confianza. Tampoco podía aceptar que el Futurum terminase llamándose Adventus. Ocurría así en Moltmann ante la sonrisa amistosa, pero distanciada de Bloch.

Sin embargo, había una coincidencia última entre los dos amigos. Moltmann defendía que la resurrección de Jesús era histórica no poque hubiera ocurrido en la historia, sino porque había hecho historia. Es decir, porque a partir de la creencia en ella se habían abierto amplios espacios a la esperanza. Nuestro Unamuno dejó escrito que a partir de esa fe “nuestro trabajado linaje humano sería algo más que una procesión de fantasmas que van de la nada a la nada”. Una frase que aceptaría el buen conocedor de Unamuno que fue Moltmann y que tampoco desagradaría a Bloch.

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