¿Esquizofrenia o coherencia? Yo ideal y yo pasional
En lo más profundo de la persona pelean dos fuerzas, la del yo ideal que desea vivir según sus criterios y compromisos y la fuerza del yo pasional que exige a la libertad una respuesta diferente. ¿Esquizofrenia o coherencia? La persona se encuentra en tensión porque tiene que elegir entre lo que le dicta la razón o lo que piden las pasiones. Contemplamos por una parte al hombre nuevo que corre hacia un ideal de perfección y por otra parte al mismo hombre víctima de sus tendencias descontroladas, de los defectos temperamentales y de sus experiencias incoherentes.
Fue San Pablo quien describió con precisión la tensión entre las dos fuerzas opuestas: “realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí…” (Rom 7,15-19).
La tensión-lucha entre el yo ideal y el real se manifiesta entre: el amor y el egoísmo; la verdad y el orgullo; la moderación y la ambición; la responsabilidad y la comodidad; el placer justificado y el hedonismo; la libertad y la adicción; el valor y el desánimo; la paciencia y la agresividad; la generosidad y la envidia; el pecado y la coherencia.
Entre el amor y el egoísmo
El amor da y el egoísmo acapara. Afirma el egoísta: “ante todo y sobre todos, mis intereses y deseos antes que nadie”. La persona egoísta antepone el propio interés a los legítimos derechos del prójimo: es incapaz de dar con generosidad; ve sus intereses como lo primero y lo último olvidando los ajenos. El egoísmo conlleva siempre la injusticia porque no guarda el justo equilibrio entre el derecho personal y el ajeno. Además, siente como gran vivencia del amor el “yo te necesito” (cualquier prójimo) unida a la gran respuesta: “yo te instrumentalizo”.
Entre la verdad y el orgullo,
La tensión surge entre la verdad objetiva y el ego exaltado por la soberbia que sostiene: “mis valores y méritos son los superiores”. Cierto que son legítimas las aspiraciones para superarse, triunfar y conservar los derechos personales, pero el soberbio las supervalora. Su juicio exagera la estima legítima del propio valer, poseer y poseer. Está dominado por el impulso de la propia excelencia, por el juicio desorbitado sobre su dignidad; tiende a compararse con los demás haciendo notar su superioridad como el fariseo a quien Jesús condena (Lc 18, 10-14; Mt 2, 12). Dentro del orgullo-soberbia entra el individuo arrogante que desprecia internamente a los demás; el rebelde contrario a todo lo que se oponga a su pensar y sentir; el idólatra de su yo que no admite a nadie superior a sí mismo a quien tenga que rendir tributo; el individuo incapaz de escuchar alguna crítica sobre su persona, y la persona vanidosa dominada por el afán de manifestar lo que tiene y hace.
Entre la moderación y la ambición,
El ego se tensa porque su moderación tiene que frenar la ambición: el avaricioso no tiene saciedad en el poseer: “todo lo necesito”. Y aquí manifiesta el amor desmedido hacia los bienes materiales. El que está dominado por la avaricia convierte en ídolo la riqueza porque le da un valor absoluto y porque fomenta una dependencia personal. La persona ambiciosa pretende objetivos superiores a sus posibilidades en la adquisición de cosas, honores, en el influjo, en el uso de la autoridad o en cualquier área de la personalidad. Tal persona convierte “el ser más” en otro ídolo (personal o colectivo), objeto de culto y fuente de divisiones sociales (cf. Gál 5,26; Sant 4,1s; 3,14).
Entre la responsabilidad y la comodidad,
Grave problema y fuente de innumerables tensiones, cuando la comodidad se convierte en un “ídolo” para el perezoso que afirma: “la comodidad sobre todo”. No es sólo problema de una débil voluntad, se trata de una persona temperamentalmente pobre. Su gozo y gran aspiración es el no hacer nada; su ley consiste en evitar cualquier esfuerzo o molestia que le complique la vida. Dominados por la pereza están los conformistas que se muestran indiferentes a los grandes ideales. Les falta entusiasmo, energía, entrega, y, por lo tanto, responsabilidad.
Entre la libertad y la esclavitud, entre el placer justificado y el hedonismoEspecial tensión sufre la libertad humana acosada por el hedonismo que conduce a la adicción. La persona tiene que elegir entre el placer justificado y la acción contraria a sus principios. No puede evitar el caer en el “comamos y bebamos...” lema de la persona esclavizada por cualquier exceso permanente en la comida, sexo, bebida, descanso corporal, diversiones, amistades, alcohol, droga... Cultivan el hedonismo quienes entran en la jaula de la que no pueden salir.
Una modalidad de la tensión libertad-adicción se hace presente en los esclavos del sexo (descontrol sexual), los que actúan contra la virtud de la castidad, los que se oponen al control sexual.
Entre el valor y el desánimoEl ego debilitado necesita una respuesta fuerte y decidida, especialmente cuando se siente víctima del desánimo y de la depresión ante las dificultades. En estas situaciones la persona sufre una disminución en el tono visceral y que tanto destruye la comunión como la paz interna. Tales situaciones están causadas por el factor temperamental, sí, pero también por la enfermedad, el sufrimiento, una vida infrahumana, las humillaciones, los fracasos, el peligro de muerte, la carencia de un mínimo de compensaciones, la rutina, la soledad, etc. La persona deprimida puede mostrarse irritable y achaca su malestar emocional al trabajo y a los defectos de su carácter.
El débil-deprimido se manifiesta en la respuesta cobarde, desconfiada, triste, desalentada y desesperada hasta llegar a la conclusión de que no hay salvación posible. Y alimenta una actitud de amargura, fracaso, resentimiento, huída y destrucción.
Entre el dominio de sí y la impaciencia
Cuando falla la fortaleza ante la permanencia de lo molesto, surgen las respuestas de impaciencia que consisten en la falta de dominio en quien afirma: “no aguanto más”. El impaciente exige lo que no puede recibir de los demás, de sí mismo o del mismo Dios contra quien se rebela. La turbación y el desasosiego son otras manifestaciones del impaciente que rechaza el tiempo necesario entre su propósito o mandato y la inmediata realización.
Entre la paciencia y la agresividad El iracundo y el violento son tipos muy fuertes de carácter, propensos a perder los nervios con descargas de ira. Su hipersensibilidad agresiva les hace estallar con modales violentos y pérdida de la paz interna. El carácter agresivo se manifiesta también en el iracundo que se agita mucho ante la mínima ofensa o crítica; el colérico que aparece como arrogante, duro, insensible, dominado por el odio. La ira puede justificarse como la reacción ante la injusticia o la falsedad pero acompañada de reflexión y calma para encontrar la respuesta adecuada.
Entre la generosidad y la envidia Merece el calificativo de envidiosa toda persona que siente tristeza o fastidio por el bien ajeno; la que ve con malos ojos la promoción de los otros como si fuera una disminución personal (de su excelencia y fama). Por el contrario, experimenta alegría (más o menos disimulada) ante los fracasos y desgracias del prójimo. Cultiva también celos y celotipias por la ambición de ser el primero y el único; ve al prójimo como un estorbo para su gloria y a quien hay que eliminar. El discurso del envidioso es muy crítico y su relación con el prójimo está impregnado del odio más o menos oculto.
Entre el pecado y la coherenciaEl cristiano sufre especial tensión cuando tiene que elegir entre una alternativa que considera pecado, propia del hombre viejo, y otra coherente con su vocación a la vida coherente, a la santidad, la del hombre nuevo en Cristo. Para comprender la respuesta de la doctrina cristiana, hay que partir del “hombre viejo” sometido a la concupiscencia, redimido por Cristo y llamado a la santidad como hombre nuevo. Aunque está unido a Cristo y cuenta con su gracia, sufre el conflicto de la carne contraria al espíritu, del mundo de la concupiscencia frente a la gracia. En el conflicto, surgen las tentaciones y múltiples dificultades para poder seguir a Cristo, el hombre nuevo. Y de las tentaciones, puede surgir el pecado que se manifiesta en diversos virus contrarios a la vida de gracia y a la misma madurez humana.
La respuesta consiste en pasar del viejo al hombre nuevo. A los de Éfeso, San Pablo detalla el proceso que comienza por despojarse del hombre viejo, de lo malo de la vida anterior “siguiendo la seducción de las concupiscencias”. Y con este fundamento, la tarea complementaria que consiste en renovar la mente para revestirse “del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,22-24).
Fue San Pablo quien describió con precisión la tensión entre las dos fuerzas opuestas: “realmente, mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. En realidad, ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí…” (Rom 7,15-19).
La tensión-lucha entre el yo ideal y el real se manifiesta entre: el amor y el egoísmo; la verdad y el orgullo; la moderación y la ambición; la responsabilidad y la comodidad; el placer justificado y el hedonismo; la libertad y la adicción; el valor y el desánimo; la paciencia y la agresividad; la generosidad y la envidia; el pecado y la coherencia.
Entre el amor y el egoísmo
El amor da y el egoísmo acapara. Afirma el egoísta: “ante todo y sobre todos, mis intereses y deseos antes que nadie”. La persona egoísta antepone el propio interés a los legítimos derechos del prójimo: es incapaz de dar con generosidad; ve sus intereses como lo primero y lo último olvidando los ajenos. El egoísmo conlleva siempre la injusticia porque no guarda el justo equilibrio entre el derecho personal y el ajeno. Además, siente como gran vivencia del amor el “yo te necesito” (cualquier prójimo) unida a la gran respuesta: “yo te instrumentalizo”.
Entre la verdad y el orgullo,
La tensión surge entre la verdad objetiva y el ego exaltado por la soberbia que sostiene: “mis valores y méritos son los superiores”. Cierto que son legítimas las aspiraciones para superarse, triunfar y conservar los derechos personales, pero el soberbio las supervalora. Su juicio exagera la estima legítima del propio valer, poseer y poseer. Está dominado por el impulso de la propia excelencia, por el juicio desorbitado sobre su dignidad; tiende a compararse con los demás haciendo notar su superioridad como el fariseo a quien Jesús condena (Lc 18, 10-14; Mt 2, 12). Dentro del orgullo-soberbia entra el individuo arrogante que desprecia internamente a los demás; el rebelde contrario a todo lo que se oponga a su pensar y sentir; el idólatra de su yo que no admite a nadie superior a sí mismo a quien tenga que rendir tributo; el individuo incapaz de escuchar alguna crítica sobre su persona, y la persona vanidosa dominada por el afán de manifestar lo que tiene y hace.
Entre la moderación y la ambición,
El ego se tensa porque su moderación tiene que frenar la ambición: el avaricioso no tiene saciedad en el poseer: “todo lo necesito”. Y aquí manifiesta el amor desmedido hacia los bienes materiales. El que está dominado por la avaricia convierte en ídolo la riqueza porque le da un valor absoluto y porque fomenta una dependencia personal. La persona ambiciosa pretende objetivos superiores a sus posibilidades en la adquisición de cosas, honores, en el influjo, en el uso de la autoridad o en cualquier área de la personalidad. Tal persona convierte “el ser más” en otro ídolo (personal o colectivo), objeto de culto y fuente de divisiones sociales (cf. Gál 5,26; Sant 4,1s; 3,14).
Entre la responsabilidad y la comodidad,
Grave problema y fuente de innumerables tensiones, cuando la comodidad se convierte en un “ídolo” para el perezoso que afirma: “la comodidad sobre todo”. No es sólo problema de una débil voluntad, se trata de una persona temperamentalmente pobre. Su gozo y gran aspiración es el no hacer nada; su ley consiste en evitar cualquier esfuerzo o molestia que le complique la vida. Dominados por la pereza están los conformistas que se muestran indiferentes a los grandes ideales. Les falta entusiasmo, energía, entrega, y, por lo tanto, responsabilidad.
Entre la libertad y la esclavitud, entre el placer justificado y el hedonismoEspecial tensión sufre la libertad humana acosada por el hedonismo que conduce a la adicción. La persona tiene que elegir entre el placer justificado y la acción contraria a sus principios. No puede evitar el caer en el “comamos y bebamos...” lema de la persona esclavizada por cualquier exceso permanente en la comida, sexo, bebida, descanso corporal, diversiones, amistades, alcohol, droga... Cultivan el hedonismo quienes entran en la jaula de la que no pueden salir.
Una modalidad de la tensión libertad-adicción se hace presente en los esclavos del sexo (descontrol sexual), los que actúan contra la virtud de la castidad, los que se oponen al control sexual.
Entre el valor y el desánimoEl ego debilitado necesita una respuesta fuerte y decidida, especialmente cuando se siente víctima del desánimo y de la depresión ante las dificultades. En estas situaciones la persona sufre una disminución en el tono visceral y que tanto destruye la comunión como la paz interna. Tales situaciones están causadas por el factor temperamental, sí, pero también por la enfermedad, el sufrimiento, una vida infrahumana, las humillaciones, los fracasos, el peligro de muerte, la carencia de un mínimo de compensaciones, la rutina, la soledad, etc. La persona deprimida puede mostrarse irritable y achaca su malestar emocional al trabajo y a los defectos de su carácter.
El débil-deprimido se manifiesta en la respuesta cobarde, desconfiada, triste, desalentada y desesperada hasta llegar a la conclusión de que no hay salvación posible. Y alimenta una actitud de amargura, fracaso, resentimiento, huída y destrucción.
Entre el dominio de sí y la impaciencia
Cuando falla la fortaleza ante la permanencia de lo molesto, surgen las respuestas de impaciencia que consisten en la falta de dominio en quien afirma: “no aguanto más”. El impaciente exige lo que no puede recibir de los demás, de sí mismo o del mismo Dios contra quien se rebela. La turbación y el desasosiego son otras manifestaciones del impaciente que rechaza el tiempo necesario entre su propósito o mandato y la inmediata realización.
Entre la paciencia y la agresividad El iracundo y el violento son tipos muy fuertes de carácter, propensos a perder los nervios con descargas de ira. Su hipersensibilidad agresiva les hace estallar con modales violentos y pérdida de la paz interna. El carácter agresivo se manifiesta también en el iracundo que se agita mucho ante la mínima ofensa o crítica; el colérico que aparece como arrogante, duro, insensible, dominado por el odio. La ira puede justificarse como la reacción ante la injusticia o la falsedad pero acompañada de reflexión y calma para encontrar la respuesta adecuada.
Entre la generosidad y la envidia Merece el calificativo de envidiosa toda persona que siente tristeza o fastidio por el bien ajeno; la que ve con malos ojos la promoción de los otros como si fuera una disminución personal (de su excelencia y fama). Por el contrario, experimenta alegría (más o menos disimulada) ante los fracasos y desgracias del prójimo. Cultiva también celos y celotipias por la ambición de ser el primero y el único; ve al prójimo como un estorbo para su gloria y a quien hay que eliminar. El discurso del envidioso es muy crítico y su relación con el prójimo está impregnado del odio más o menos oculto.
Entre el pecado y la coherenciaEl cristiano sufre especial tensión cuando tiene que elegir entre una alternativa que considera pecado, propia del hombre viejo, y otra coherente con su vocación a la vida coherente, a la santidad, la del hombre nuevo en Cristo. Para comprender la respuesta de la doctrina cristiana, hay que partir del “hombre viejo” sometido a la concupiscencia, redimido por Cristo y llamado a la santidad como hombre nuevo. Aunque está unido a Cristo y cuenta con su gracia, sufre el conflicto de la carne contraria al espíritu, del mundo de la concupiscencia frente a la gracia. En el conflicto, surgen las tentaciones y múltiples dificultades para poder seguir a Cristo, el hombre nuevo. Y de las tentaciones, puede surgir el pecado que se manifiesta en diversos virus contrarios a la vida de gracia y a la misma madurez humana.
La respuesta consiste en pasar del viejo al hombre nuevo. A los de Éfeso, San Pablo detalla el proceso que comienza por despojarse del hombre viejo, de lo malo de la vida anterior “siguiendo la seducción de las concupiscencias”. Y con este fundamento, la tarea complementaria que consiste en renovar la mente para revestirse “del Hombre Nuevo, creado según Dios, en la justicia y santidad de la verdad” (Ef 4,22-24).