Aunque
Gabriel Montes apenas salía de casa, ese mediodía se estaba pegando a la puerta de un bar, con uno de los peores vecinos de Albera.
Sor Consuelo pasaba a sus cotidianas labores de piedad y, al ver la reyerta, apartó en seguida a Montes, antes de que fuera peor y le mataran de un navajazo, con esa energía impropia de su edad que Dios le otorgó (pues los otros vecinos se limitaban a mirar la pelea con morbo sin intervenir).
Los demás, al ver a la monja, se fueron retirando. Cuando sor Consuelo llevaba a Montes, que estaba bebido, camino de su casa, le dijo:
-¿Qué te pasa, hijo mío? Tú nunca te metes en problemas.
-Ya no puedo más -dijo Montes-. Todo son
problemas en casa: mi mujer, mis padres, mis suegros... Y Dios no hace nada por mí. La rueda sigue y sigue.
Sor Consuelo le tomó las manos y le dijo:
-Tienes que confiar en
Dios. Aférrate a Él. ¿O quieres seguir pegándote por las calles?
Aquellas palabras hicieron reflexionar a Montes. Entró en casa sin discutir con su mujer, se metió en la cama para pelar la mona y
lloró hasta dormirse.